Domingo, 20 de septiembre de 2009 | Hoy
ESPAÑA > UN PUEBLO DE VALENCIA AL ROJO VIVO
El pueblito de Buñol, en la región de Valencia, se tiñe de rojo todos los años cuando miles de personas se reúnen en una auténtica “guerra del tomate”. Una batalla vegetal con estrategia propia donde reinan la tensión, la diversión y un poco de descontrol.
Por Diego González
Es una guerra roja. Fraterna, pero guerra al fin. Es una hora, larga, en la que 125 mil kilos de tomates sobrevuelan, ensucian, golpean y estimulan. Es el éxtasis, un momento en el que vale todo, es “la Tomatina”. Embriagados de ese puré denso y colorado que fluye constantemente por las calles angostas y empedradas, miles de personas de todo el mundo batallan una vez al año en Buñol, en un todos contra todos, cual soldados rasos sin generales ni estrategia. Pero en esta batalla hay también francotiradores. Ellos, desde la altura de los seis camiones que recorren el centro del pueblo, atacan despiadadamente y con saña a la multitud que pone el pecho, desafía y convoca.
Desde temprano –muy temprano, quizás incluso la noche anterior– los visitantes (el Ayuntamiento local estima que este año hubo más de 45 mil) se van apostando en la plaza central a la espera del momento cúlmine. La tensión sube, el estado es de ansiedad casi desbordada.
Pero no. Todavía no es momento, la gente lo sabe. Por eso entretiene el espíritu con juegos como el famosísimo palo engrasado, en cuya punta cuelga una pata de jamón crudo a la que nadie nunca alcanzó. Y es de mañana, hace calor y falta todavía un manojo de horas más para que de la mano del cohetazo de las 11 que hace sonar el alcalde (los valencianos son particularmente adictos a la cuestión pirotécnica) se desate la furia roja. Los vecinos, desde las terrazas, amenizan el calor con baldazos de agua fría. Abajo, la masa empieza su guerra particular de remerazos. Los unos se las arrancan a los otros, las mojan y así empiezan las primeras batallas que preceden a la guerra total.
A las 11, el desmadre es ordenado, pero estridente. Los camiones se pasean hasta que en algún punto se deciden a descargar los tomates. La multitud se abalanza y los enemigos, de repente, son todos. Los objetivos están por doquier. Pero para quien anda con el torso al viento, pantalones ya rojísimos y cáscaras en lugares impensados, nada mejor que alguien todavía limpio. O los francotiradores de los camiones, que se saben señores de la guerra.
En la Tomatina hay uniforme. Los hombres deben andar con el torso descubierto; tampoco está mal ir con alguna remera vieja y preferentemente querida para hacer de ella un honroso sacrificio. Las muchachas con traje de baño, mejor si es bien ajustado. Sandalias no debe llevar nadie, se pierden (y/o rompen) inevitablemente en el fragor de la lucha. Hay otros ítem opcionales. A saber: gorra de baño y antiparras. El ácido de los tomates lastima todo, los ojos, la piel, el pelo, por eso los cuidados nunca están de más.
A las 12 todo se detiene. La chicharra chillona vuelve a escena y los camiones ya no pasan. A esa altura, encontrar un tomate sólido que permita buena puntería se vuelve una misión ciclópea. Sólo queda pulpa roja hecha río sobre la que chapotear, arrojarse y nadar. La masa se va descomprimiendo por todo el pueblo. Pero después de esa estridencia es difícil volver a la calma. El calor sofoca; los participantes están sedientos de adrenalina y completamente entomatados. Es el momento de las colas para comprar cerveza, o sangría, algo que comer para esperar al tren o simplemente un chorro de agua con que quitarse ese puré colorado. Empieza una vuelta a casa lenta, por etapas. Casi tan pausada como fue la llegada a Buñol.
EL TREN La ciudad de Valencia, capital de la comunidad y tercera ciudad de España con sus poco más de 800 mil habitantes, es el epicentro de la región. Por su vasta capacidad hotelera, es el punto de reunión adonde van llegando en los días previos los turistas, en su gran mayoría jóvenes.
En rigor, la Tomatina es sólo una hora. Pero es una verdad de Perogrullo que la cosa empieza antes y termina después. Básicamente, se trata de una suerte de desafío atlético. Será el cuerpo de cada uno el que determine cuán largo será el raid.
El último tren del día anterior sale de Valencia a las 22.45. La fiesta, podría decirse, empieza ahí. Se trata de un tren repleto, sin reglas, con espíritu desatado. Son 45 minutos de viaje, en los que los vínculos nacen casi tan espontáneamente como la amistad entre las criaturas que juegan en las plazas.
Al llegar, Buñol ya está ardiendo. Abunda la gente, que va, que viene, que baila, que se besa, que corre, que ríe. Florecen los chiringuitos (puestos callejeros) y hasta se improvisan pequeños parques de diversiones, muy propios de cualquier kermesse con aspiraciones.
Como era de esperarse, por esos días la hotelería en Buñol no alcanza a cubrir toda la demanda. Es por eso que, de vez en cuando, se escucha alguna voz afligida por saber que inexorablemente la noche terminará, saldrá el sol, faltará todavía demasiado para el mediodía siguiente y no tendrá ningún colchón donde descansar al menos un par de horas. Y es ahí cuando aparece otro, quien señala: “Recuerden que esto termina mañana al mediodía, con una guerra feroz de tomates”. Así, con vitalidad renovada, la noche recomienza.
CUESTIONES DEL AZAR Buñol es un pueblo pequeño, de poco menos de 10 mil habitantes. Es un pueblo más, que se dedica al cultivo del algarrobo, cereales varios, olivos, tabaco, maíz. Pero que por obra y arte del azar ha decidido revolucionarse una vez al año.
Todo comenzó el último miércoles de agosto de 1945. Según cuenta la leyenda, la tarde no prometía mucho, por lo que unos muchachos que hacían nada en la plaza de Buñol decidieron unilateralmente participar de un desfile que por ahí se paseaba. Así fue que, sin consultas previas, simplemente decidieron entrar. Pero la cosa no fue tan simple. Al avanzar con ímpetu, parece que los chicos tumbaron a uno de los participantes. Y cuentan que el hombre se enojó mucho, tanto que empezó a golpear con bronca todo lo que hubiera a su alrededor. Lo azaroso es que cayó cerca de un puesto de verduras. Y así, sin más, se inició la “batalla vegetal”.
Al año siguiente, con premeditación y alevosía, los muchachos repitieron el acto. Esta vez, los tomates los trajeron de casa. Tuvo que intervenir la policía, que año tras año se encargó de romper la fiesta. Incluso, a principios de los ‘50, la Tomatina fue prohibida. Pero ni la prohibición ni las detenciones pudieron con las venas ardientes de esos chicos, que continuaron con sus placeres.
En 1955 hubo una protesta. El pueblo celebró “el entierro del tomate” y los vecinos marcharon por Buñol cargando un ataúd con un gran tomate dentro. A un costado desfilaba una banda que tocaba marchas fúnebres. La presión fue tal que en 1957 se levantó la prohibición y se instauró como fiesta oficial. Desde entonces es el Ayuntamiento de Buñol el que organiza y promociona cada último miércoles de agosto esta peculiar guerra roja.
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