PARQUES NACIONALES EN LA RIOJA, EL MONUMENTAL TALAMPAYA
El laberinto de piedra
El Parque Nacional Talampaya, cuyas imponentes paredes de roca lisa alcanzan hasta 120 metros de altura, es uno de los tesoros del Noroeste argentino. Allí es posible adentrarse por los cañadones donde la naturaleza talló las más caprichosas formas imaginables.
Por Graciela Cutuli
Muy temprano por la mañana, apenas el parque abre sus puertas, los cañadones de piedra de Talampaya parecen despertar de un largo letargo. La oscuridad de la noche, que aquí es siempre diáfana, no tarda en disiparse para dar paso a un sol que no abandonará a los excursionistas en todo el recorrido: es verano, la época en que el clima exige más resistencia y agua en las mochilas, pero el espectáculo que está a punto de comenzar no tiene comparación. En estos paredones de piedra aparentemente desiertos, que se formaron hace cientos de millones de años, hay todo un mundo oculto por descubrir.
Rumbo al desierto rojo Talampaya tiene su propio color, un ocre rojizo que con el sol torna del dorado al bermellón. Para apreciarlo en todos sus matices, hay 270.000 hectáreas de parque, a las que sólo se puede acceder guiados por especialistas (y no en su totalidad, ya que hay grandes extensiones totalmente protegidas). Los turistas que se van reuniendo desde temprano se concentran en el playón de entrada: allí eligen su excursión, que tanto puede ser en bicicleta como en camioneta 4x4, con una duración que oscila entre uno y cinco días. Otros prefieren acampar junto a la misma entrada, donde hay un pequeño kiosco y algunos artesanos ofrecen sus productos a los visitantes (son famosos los cuchillos, además de las tallas en madera, los dulces y otras especialidades de la gastronomía regional).
Es sabido que Talampaya, en La Rioja, y el Valle de la Luna, en San Juan, forman parte de una misma cuenca arqueológica: con tiempo se los puede recorrer en conjunto, aunque cada provincia los haya convertido separadamente en caballito de batalla de su promoción turística. Hay también quienes los distinguen de otra forma, afirmando que Ischigualasto se destaca más por su “valor científico” y Talampaya por sus paisajes, pero es difícil establecer diferencias de ese tipo en parques que tienen tanta riqueza y proximidad geológica. A lo largo de millones de años, el sitio de Talampaya fue duramente trabajado por la naturaleza: el observador atento puede ver las huellas de erupciones, derrumbes, avalanchas, y sobre todo el resultado de una lenta pero fina erosión debida al agua y al viento. El resultado son paredes de roca, acumulaciones y capas de piedra donde cada matiz de color, cada pliegue, tiene algo para contar.
La excepcional aridez que reina en el parque nacional permitió además conservar las huellas de la vida prehistórica, no a través de los fósiles en sí, sino a través de las trazas, marcas y pisadas que quedaron impresas en el paisaje. Hoy día una disciplina apasionante –la icnología– estudia estas huellas, y pudo comprobar que hace millones de años, cuando el clima en Talampaya era de extraordinaria calidez y humedad, aquí vivían todo tipo de organismos: sobre todo peces y crustáceos en un antiguo lago, que se supone tenía unos 30 metros de profundidad, pero también insectos y otras especies en el fértil bosque circundante. No hay aún, sin embargo, huellas de los dinosaurios que probablemente también hayan habitado en esta zona, como en el vecino Ischigualasto, considerado un auténtico Jurassic Park.
Roca donde hubo un rio A simple vista se puede advertir que el parque nacional ocupa el lugar donde corría antiguamente el río Talampaya, cuyas aguas tallaron lentamente el cañón sobre la zona conocida como Sierra de los Tarjados. Aquí viven guanacos, zorros grises, hurones, maras, ardillas serranas, liebres y pumas, aunque hay que tener paciencia y poco de suerte para avistarlos. En el lugar donde comienzan las visitas, la Puerta del Cañón y el Cañón del río Talampaya, se pueden divisar cóndores. El sector conocido como Jardín Botánico agrupa las especies más comunes del parque, que se verán a lo largo de todos los recorridos: retamas, cardones, chañares, algarrobos. Son plantas especialmente resistentes y preparadas para acumular y aprovechar al máximo las escasas aguas que pueden conseguir en estas tierras áridas.
Durante los recorridos, se camina por lo que fue el lecho del río, y la experiencia es sin duda apasionante: a los pies, el barro seco apenas recuerda lo que es el agua –pero cuando llueve se vuelve rápidamente intransitable–, mientras a ambos lados los gigantescos paredones de roca intimidarían a cualquier experto en escalar las laderas más lisas del mundo. A lo largo de los distintos circuitos, se ven las rocas de las formas más caprichosas: el Pesebre, la Catedral, el Monje, el Tablero de Ajedrez, el Cóndor de Piedra, el Rey Mago, el perfil de Cristo. Es innegable que la majestuosidad y el silencio del paisaje imponen a los visitantes una cierta idea de superioridad que, como en otros paisajes semejantes de la Argentina, se traduce en nombres de tono religioso. Pero otras veces, ni el más escéptico puede negar la claridad de la forma dibujada en la piedra por la naturaleza, como en la célebre figura del camello y el Rey Mago que identifica al parque nacional en los escudos de sus guardianes.
Ecos de la Ciudad Perdida Otro de los momentos emocionantes de la visita a Talampaya, tal vez uno de los más esperados, es el eco de Las Canaletas. Imagen tradicional del parque, esta hendidura vertical en la roca tiene la curiosa propiedad de devolver las voces con claridad absoluta, a varios segundos de distancia. Más allá, en el sector de Los Pizarrones, los indígenas que poblaron Talampaya (las culturas ciénaga y aguada) dejaron representaciones gráficas de la fauna de la zona. Bien puesto está el nombre de Los Pizarrones, ya que se trata de un largo mural de más de 10 metros, situado sobre la margen derecha de lo que fue el lecho del río. Los indios dejaron, además de las pinturas rupestres, otras huellas: morteros tallados en la piedra, urnas funerarias y hasta restos de antiguas casas conservadas también gracias a la sequedad del clima riojano.
Más lejos, los circuitos que se adentran con tiempo en el parque llevan hasta Los Cajones, y luego hacia las formaciones triásicas del río Los Chañares. Desde allí se llega a Ciudad Perdida, el nombre con que se conoce a una gran depresión –tiene unos dos kilómetros de diámetro– dominada por el Mogote Negro, una roca de basalto que se levanta entre los cañones de ríos internos y un curioso laberinto. Desde el Mogote Negro se divisa todo el cráter de Ciudad Perdida: es un espectáculo impresionante reservado a quienes se hayan internado hasta el corazón de Talampaya, desafiando el calor, para tratar de arrancar los secretos que las piedras guardan celosamente desde hace millones de años.