DIARIO DE VIAJE > EN MILáN Y VERONA
A los veinte años, Walter Benjamin, el gran filósofo alemán, viajó a Italia y escribió una crónica sobre su encuentro con la Pinacoteca de Brera, la Ultima Cena de Leonardo da Vinci y la Arena de Verona. Impresiones y memorias de un viaje de formación, donde la mirada se centra en el arte y el paso del tiempo.
› Por Walter Benjamin
La mañana siguiente –en torno de la una y media partía nuestro tren desde Milán hacia Verona– la dedicamos a la terraza de la catedral, al Brera y a la Ultima Cena. Llegamos a la catedral justo a tiempo para asistir a una hermosa celebración. Los niños de 5-6 años reciben su primer sacramento (o algo parecido). Todos aparecen con sus blancos vestidos y se sientan en dos filas, una frente a otra. Tras ellos sus padres, pero entre las filas de sillas pasa una especie de procesión en la que se encuentra el arzobispo de Milán, que va bendiciendo a los niños. En cualquier caso, esta procesión de bonitos ornamentos sacerdotales con velas –sin olvidar la vestimenta festiva de los propios niños– es apropiada para darles una impresión religiosa temprana y por ello duradera. Cuando después de un tiempo bajamos de la terraza acababa de terminar la celebración. Los niños salían precipitadamente de la iglesia, y entonces el movimiento de señal de la cruz repetido esquemáticamente por cientos de manos era poco garboso... Nos condujo a la terraza del tejado primero una cómoda escalera; más tarde se va por las propias resbaladizas piedras hasta una balaustrada. Por todas partes hay escaleras que atraviesan los pendientes tejados secundarios y forman descansillos. La masa de mármol es tan extensa que incluso desde arriba sólo en determinadas direcciones se alcanza a ver la plaza que hay a los pies de la catedral. Por todos lados se alzan torres pequeñas o grandes, balaustradas y barandillas encima o dentro de las cuales hay estatuas de santos. Aquí uno puede adquirir la fe en la humanidad, sólo en pensar en las grandes masas de santos que tienen que haber existido para que se pudiese construir esta catedral. El panorama es naturalmente impresionante debido a esta profusión, y aún gana mucho si se van siguiendo por partes los ornamentos en sus bonitas variaciones... Nosotros no pateamos todo el tejado, sino que después de haber contemplado una parte pequeña volvimos a bajar directamente.
LA PINACOTECA DE BRERA El Brera, con su abundancia de arte italiano de todas las épocas, no se puede disfrutar en poco tiempo sin conocimientos previos o sin guía. Así que yo me detuve a mi gusto en algunos cuadros y encontré una gran cantidad de bellezas. Al entrar uno tiene ante sí tablas de Luini muy deterioradas y sin embargo todavía llenas de color. Después de un tiempo se sigue la que indiscutiblemente es la más hermosa de las salas del Brera: algunas Madonnas y una grandiosa Pietá de Bellini. A su lado el famoso Cristo de Mantegna. Además, también me llamó la atención Gentile da Fabriano con sus escenas narrativas estructuradas con precisión arquitectónica, ingenuas y tanto más impresionantes por ello. Triste sobremanera es la pintura moderna del Brera; en esencia, malos Pilotys. De todos modos, en la rápida contemplación a la que estábamos obligados uno se queda prácticamente sólo con la impresión general: las bellezas individuales palidecen. Así que, tratándose de un lego, esto no tiene por qué ser precisamente lo mejor del Brera. De todos modos, esa galería –que por cierto recorrimos cuadro por cuadro– me había fascinado tantísimo que tenía que expiar esta culpa ante la Ultima Cena de Leonardo. (...)
Veo una iglesia, sin parar de correr entro en ella a toda prisa... Está oscuro, veo a alguien y me acerco a él: ¿Leonardo da Vinci? Señala hacia afuera, salgo corriendo de la iglesia y entro en el edificio contiguo, pago... aún tengo que dejar mi bastón. Es absolutamente indignante que ya tenga mi billete y que deba esperar en este agujero hasta que uno de los hombres se pone lentamente en pie y se dirige a la clausura. Detrás está la gran sala y el cuadro de Leonardo. Su desolada decadencia es fascinante. Las imágenes parecen los productos de alguna misteriosa descomposición que sale de las paredes. Yo sólo veo la obra de Leonardo. Un muro detiene al espectador a dos metros de distancia. Yo estoy ante él, me chorrea el sudor, los quevedos se me caen al suelo, los levanto sobresaltado, no puedo ponérmelos..., al bolsillo. Me pongo las gafas. No puede sentir más que la habitación y la conciencia de estar viendo ante mí, tan grande y tan pálido, lo que con tanta frecuencia había admirado en reproducciones. Todo esto apenas duró medio minuto. Salgo corriendo y la gente vestida con librea que está sentada en la antesala se queda perpleja. Corro de nuevo, me abalanzo sobre el siguiente tranvía, vuelvo a bajar después de dos minutos y llamo a un taxi. (...) Apenas nos hemos sentado, por fin, el tren se pone en marcha.. El viaje a Verona no podía ser lo bastante largo para mi agotamiento. Y al principio me niego incluso a aceptar mi ración del mediodía.
VERONA En Verona nos decidimos en el último momento a bajar en la primera pequeña estación. Nos encontramos en un lugar al aire libre, pero con bastante poca vida. Sólo estaban los típicos holgazanes de las estaciones y tenemos la acostumbrada molestia de librarnos de ellos. Tras alguna reflexión, el Baedeker nos ofrecía aquí poca ayuda, Simon decidió adelantarse con un mozo de hotel. Katz y yo esperamos, y después de cinco minutos ya estaban los dos de vuelta: el hotel había sido elegido. A través de la Porta Nuova, un bonito portal antiguo, se ve un corso. Una ancha calle a la que unas casas bajas de colores dan escasa sombra. Y esta es la primera imagen de ciudad que está diciendo con toda claridad “Italia”. En esta calle, no lejos del portal, está nuestro hotel. Una hospedería italiana; el mozo de la estación –y él parecía ser el alma del negocio– chapurrea el alemán lo justo para ganarse a los extranjeros con unas resonancias patrióticas. (...)
La ancha calle en la que está situado nuestro hotel se extiende desde la Porta Nuova hasta el anfiteatro. Pasando de largo por una pequeña iglesia cerrada por una cortina que da a la calle, llegamos a la plaza. Las instalaciones de costumbre, una fuente, niños jugando con sus niñas. Un gran edificio oscuro de piedra se alza de pronto: el anfiteatro. En un arco está el tenderete de las postales y la venta de entradas. Entramos y tenemos ante nosotros la calma serena de la gran Arena ascendente. Sólo en un lugar es interrumpida la línea del horizonte por grandes columnas en ruinas, restos de una arcada todo alrededor que aún seguía en pie en tiempos de Goethe. Escaleras derruidas entre descansillos de varios metros de altura. Subimos hasta el reborde. El sol se pone; ante nosotros tenemos tejados sucios y ruinosos. Algunas torres de iglesias sobresalen; los fortines que hay en las colinas ya están ocultos en la niebla vespertina. Pero todavía hay mucha claridad. Cuando miramos abajo percibimos especialmente negras las grandes bocas de acceso que van a parar a la Arena. Para contemplarlo con absoluta tranquilidad nos sentamos arriba, en el reborde. Calculamos la capacidad del teatro, luego comparamos y yo soy el que más se acerca, con 40.000 personas. Todavía permanecemos algún tiempo sentados en silencio, luego vamos rodeando el borde. Junto a las arcadas, que aún están unidas al edificio de la Arena mediante arcos de piedra, bajamos un poco para recrear la antigua ubicación. Pero no todo está claro. Siempre con los tejados ante los ojos, proseguimos el rodeo; a veces miramos dentro de una de las bocas de entrada. Por desgracia no podemos esperar hasta que la Arena refleje el sol poniente: sólo vemos iluminado su reborde más alto. Al irnos, vemos a una dama que visita el edificio con un guía... ¡qué menudas son las personas que se mueven en el fondo de este cráter de piedra! Todavía damos una vuelta por las arcadas exteriores y vemos los sótanos y las cárceles para fieras salvajes y hombres. Compramos algunas postales.
A través de unas cuantas calles se llega a la Plaza del Mercado. En ella se alzan dos columnas con viejos símbolos de nobleza. Está comprimida por casas muy apelotonadas todo alrededor. Los puestos del mercado están dominados por un tablado de madera para músicos. Son las últimas horas del ocaso. Las altas casas, todas estrechas menos un palacio con una extensa fachada articulada por columnas, junto con la vida activa pero imprecisa del mercado, nos aturden hasta el enmudecimiento. Escucho impaciente cómo Simon busca nombres en la guía y localiza los puntos cardinales. Queremos regresar aquí enseguida. Pero primero hay que ir al correo, donde en mi escaso italiano compro estampillas y para mi asombro todavía no encuentro ninguna carta de mis padres. Una segunda plaza hemos de buscarla primero mucho tiempo. La delimitan dos fachadas palaciegas y un portal con escudos de armas barrocos, y a un lado un muro de acceso. Ahora sólo falta ver el voladizo libre de un palacio con finos pilares y uniformes arcos redondos. Delante, bandadas de palomas. Y ¡cómo se destaca el portal sobre el cielo azul! z
* Walter Benjamin. Escritos autobiográficos. Alianza, 1996.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux