CHUBUT EL PARQUE NACIONAL LOS ALERCES
En tierra del “Abuelo”
En los confines de la Cordillera, la Patagonia alterna una compleja trama de lagos y ríos esmeralda formados de los deshielos. Desde las cumbres, los glaciares de altura vigilan que nadie toque la exhuberancia vegetal que esconde los últimos ejemplares de alerces milenarios, en peligro de extinción. El alerce “Abuelo” y sus 2600 años.
Por Julián Varsavsky
El Parque Nacional Los Alerces fue creado en 1937 para preservar los bosques de alerces milenarios, gigantes de la selva valdiviana que están entre los seres vivos más antiguos del planeta. Tomando como ejemplo el alerce más visitado del parque –el “Abuelo”–, impresiona pensar que ya existía cuando el hombre aún estaba en la Edad de Piedra. En los 2600 años que le llevó crecer sus 57 metros de altura, fue fundada Roma, cayó Constantinopla, se descubrió América, Armstrong caminó por la Luna y cayeron las Torres Gemelas. El alerce siempre estuvo ahí.
Al Parque Desde Esquel es una hora de viaje a la Villa Futalaufquen, a orillas del lago que refleja los picos nevados y los árboles de los bosques andino-patagónicos. Es la antesala del parque, frente a la pintoresca Intendencia construida con troncos. En los alrededores hay un complejo de cabañas y hosterías, pero quienes busquen una estadía más agreste pueden seguir hasta el camping Los Maitenes, donde las liebres se acercan a curiosear.
Desde el camping, cruzando la ruta, es un breve trecho hasta la margen sur del lago Futalaufquen, donde nace un sendero de cinco kilómetros que se interna por el bosque. Apenas entrar en las densas arboledas, el ramaje de los árboles apenas permite vislumbrar el cielo entre los breves resquicios que deja la vegetación. Los enrevesados arrayanes despliegan sus flores de cuatro pétalos blancos e invitan a tocar su corteza lisa y suave como la piel de un ciervo –y del mismo color–, pero fría como una roca (por su elevada circulación de agua). El refinamiento del arrayán contrasta con la corpulencia del coihue –con su porte de 30 metros de altura–, que crece en los lugares más húmedos (en mapuche el nombre significa “lugar de agua”). Y la erguida presencia de los cipreses nos empequeñece hasta la insignificancia.
La variedad de aromas excita los sentidos a cada paso: el frescor que sube del lago, la tierra mojada, el olor del bosque –con sus torrentes de savia recorriéndole las entrañas–, y el perfume de las aromáticas como el romero, la laura y la valeriana.
En los raros momentos en que uno se cruza con alguien, resulta que las voces se oyen a un kilómetro de distancia. Un suave crujido entre las hojas secas del suelo indica la presencia de un habitante del bosque. Una diminuta figura gris corretea camuflada entre los arbustos –acaso un roedor–. Pero su canto lo delata: “tré-que, tré-que, tré-que”... es un invisible churrín, un ave terrestre que no sabe volar. Al cruzar sobre un grueso árbol caído de viejo y en proceso de reabsorción por el suelo, se descubre sobre el musgo verde de la corteza una ranita de cuatro ojos (con dos notorias glándulas lumbares que parecen ojos).
El sendero es de subidas y bajadas entre formidables columnas de madera que parecen las naves de una esplendorosa catedral verde. El lago se trasluce cada tanto, abajo a la derecha, con un brillo muy particular entre la profusión de ramas. Para verlo están los balcones naturales ubicados exactamente en el frontera entre dos mundos opuestos. A la espaldas, la espesura del bosque no deja ver mas allá de unos metros en la penumbra. Enfrente, el claro universo del lago perfectamente liso y azul, da piedra libre a la mirada que se pierde en un horizonte de libertad.
Todo desemboca en el pequeño muelle de madera de Puerto Limonao –en un recodo del lago–. Es un cerrado valle de montañas, frente a una playita desierta que invita a tumbarse a dormir la siesta, oyendo el “pluc” que producen los peces al saltar sobre las mansas aguas para atrapar un insecto.
ExcursiOn al alerzal La excursión más popular del parque es a los alerces milenarios. El colectivo que recorre el parque bordea el río Arrayanes, un curso verde esmeralda de aguas transparentes que traslucen un lecho que parece recubierto por un piso de cerámica (el singular verde se explica por el alto nivel de cobre oxidado). El recorrido termina en Lago Verde, donde un sendero de 800 metros lleva hasta Puerto Chucao, en Lago Menéndez. El anterior trayecto también se puede realizar en una embarcación turística que parte de Puerto Limonao y atraviesa el Lago Futalaufquen, para luego remontar el río Arrayanes hasta el lago Verde, donde se hace un transbordo.
En Lago Menéndez se navega entre una muralla verde de árboles altísimos y una cadena montañosa de picos nevados. En pocos minutos se bordea la Isla Grande —poblada por cauquenes y martín pescadores—, donde el lago se divide en dos brazos. Sin previo aviso aparecen los ventisqueros del cerro Torrecillas, donde resplandece un glaciar de altura ubicado a 2250 metros, que parece suspendido de la montaña. Los hielos eternos cambian de color a cada momento, alternando toda la gama de azules, rosados y turquesas.
Al desembarcar en la cabecera del brazo norte del lago se puede transitar la pasarela de madera que atraviesa el Alerzal. El recorrido ascendente permite distinguir los cambios en el clima y los tipos de vegetación. De inmediato se ingresa por un virtual túnel de caña colihue de siete metros de altura, en medio de un tupido sotobosque. Los guías recomiendan permanecer en absoluto silencio para lograr una verdadera conexión con el hábitat y crear un auténtico idilio, una simbiosis con el mundo verde que avanza sobre nuestro cuerpo. Sugieren caminar sigilosamente, respirando hondo, hasta atestar los pulmones de oxígeno. Pareciera que los guías buscan crear un clima hipnótico al ascender por la senda circular. La consigna es “escuchar el silencio” y la música del bosque: la caída de una rama, el repiqueteo del pájaro carpintero negro, la vibración del refinado picaflor de corona rubí, el caudal de los manantiales y el arrullo del viento.
La selva se vuelve ahora una compacta bóveda vegetal, con el suelo alfombrado de vistosas flores como el vinagrillo, de cinco pétalos amarillentos, de helechos y una profusión de hongos como el llao-llao, de color naranja. De los árboles cuelgan los líquenes barba de monte, de fantasmagórico aspecto blanco-verdoso, y plantas trepadoras que estrangulan lianas del grosor de un brazo.
Finalmente se llega a la zona habitada por los gigantes, estrellas de este parque: los alerces, que en ciertos casos alcanzan los 60 metros de altura y tres de ancho, y una edad de 3000 años. Hay un momento en que se está totalmente rodeado de imponentes alerces, cohiues y cipreses junto al Lago Verde. Da la sensación de estar profanando los recintos de algún antiguo templo, cuyas columnas son los arcaicos colosos de robusta madera que imponen un respeto reverencial.
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