Dom 28.03.2010
turismo

ESPAÑA EN LA SEMANA SANTA GRANADINA

Pasión Gitana

La colina del Sacromonte, sede del “Reino gitano” en España, arde en hogueras cada Miércoles Santo, cuando la Procesión de los Gitanos pasa frente a las cuevas habitadas por el pueblo zíngaro, en medio de una apoteótica fiesta flamenca.

› Por Julian Varsavsky

¡Oh, la saeta, el cantar
al Cristo de los gitanos,
siempre con sangre en las manos,
siempre por desenclavar!

Antonio Machado


Unos días antes del Miércoles Santo, las calles de Granada ya son un caos de procesiones que cortan las calles. Y muchos granadinos le recomiendan al visitante “que no te pierdas la Procesión de los Gitanos, un rito con un embrujo como no habrás visto nunca”.

La procesión gitana comienza en la Abadía del Sacromonte con la caída del sol, cuando los costaleros sacan en andas dos palios de 800 kilos cada uno con las imágenes del Santísimo Cristo del Consuelo y de María Santísima del Sacromonte. Dos filas de 175 cofrades cada una escoltan el lento avanzar de las imágenes por las callejuelas empedradas del blanco Albaicín, un barrio morisco y medieval que baja por una colina. Las columnas de incógnitos nazarenos con los pies descalzos, cubiertos con dalmáticas y capirotes –gorros al estilo Ku Klux Klan–, pasan frente a las viejas casas árabes con patios andaluces y al pie de los minaretes convertidos en campanario de las mezquitas que ahora son iglesias.

Avanzada la noche el desfile alcanza la base del Sacromonte –sede del “Reino gitano” en España– y rompe su ordenada solemnidad al subir por la Cuesta del Chapiz. Un estruendo de bengalas inaugura una delirante fiesta flamenca con grandes hogueras que se encienden en las veredas. Al ascender por las siete cuestas del Sacromonte van apareciendo las legendarias cuevas que ocuparon los primeros gitanos llegados en el siglo XV desde Africa del norte, y que aún hoy siguen habitadas por el pueblo zíngaro.

Así se entra al corazón de la gitanería española –impregnado de los más variados inciensos–, en medio de un redoble de tambores y un ensordecedor griterío casi tribal que baja desde lo alto. El camino ofrece la visión apoteótica de millares de brazos que se levantan al cielo, iluminados por las llamas de un horizonte de hogueras encendidas frente a las cuevas gitanas. Los trogloditas del Sacromonte saludan el paso de “su” Cristo –el de los gitanos–, ennegrecido por la humareda.

Toda procesión de la Semana Santa andaluza está acompañada por una banda musical al estilo militar con tubas, trompetas, saxos, bombos y redoblantes. Pero tocan una música diferente. A veces el ritmo se vuelve vertiginoso y las melodías remiten a la música de la película Underground, de Emir Kusturica. Pero un momento cumbre es cuando interpretan la “Saeta”, de Antonio Machado, que hizo famosa Joan Manuel Serrat, dedicada al Cristo de los Gitanos “siempre con sangre en la mano siempre por desenclavar”.

–¡Míralo qué triste va! –vocifera frente al Cristo una gitana con los brazos totalmente empulserados y bañada en lágrimas, para luego arrodillarse y rezar en éxtasis. Desde la otra vereda llegan los piropos para la virgen.

–¡Ole guapa! –le grita un hombre elegante vestido de negro, y la procesión tiene que detenerse para bajar la imagen. Es un conocido saetero, maestro en las artes del cante jondo, que lanza desgarrantes “quejíos” flamencos a puro pulmón, expresando una extraña devoción por la virgen doliente. Un hipnótico trance envuelve al público en medio de la multitud; en las casas de alrededor la gente sale a los balcones a oír la saeta y todos son presa de un particular embrujo.

EL CAMARON DE LA ISLA El barrio gitano del Sacromonte está en la calle. Los jóvenes se sientan en grupo sobre las escalinatas de angostos pasajes peatonales a tocar la guitarra, que circula de mano en mano. Bulerías, alegrías, fandangos, soleas, tanguillos, sevillanas, rumbas... todos los ritmos flamencos afloran con naturalidad, al igual que los improvisados versos del cante jondo y las palmas acompasando la música. Por las callejuelas ronda el fantasma del mítico Camarón de la Isla, para muchos “el más grande cantaor de la historia” que, según los “payos” –españoles blancos– ya es parte de la religión para los gitanos. Pero otro fantasma andaluz anima la fiesta: el de García Lorca, cuyos versos usó el Camarón en sus canciones que hoy interpretan los jóvenes gitanos en la calle. “Huye, luna, luna, luna / si vinieran los gitanos / harían con tu corazón / collares y anillos blancos”.

Al subir por la ladera del Sacromonte, la procesión gitana pasa por debajo de La Alhambra iluminada.

FERVOR FLAMENCO Para los gitanos cualquier celebración posee un carácter dramático muy particular. En ellas aflora cierta dosis de caos, de tensión contenida al borde de un escándalo casi siempre postergado. En la procesión exteriorizan impulsivamente sus emociones: fervor religioso, alegrías y tristezas y sentimientos de amor exacerbado. Brota la “pasión gitana”, esa que no sabe de medias tintas ni pudores; la misma de aquella vehemente muchacha vestida con los pechos muy expuestos frente a su joven amante, quienes quebrantaron su amor entre gritos y llantos en medio de la multitud. Y al rato se reconciliaban con un largo abrazo y nuevas lágrimas que no eran de telenovela.

Al subir por la ladera del Sacromonte, la quimérica aparición de La Alhambra iluminada –como flotando en la noche sobre un cerro vecino– le da un toque surrealista a la celebración. En medio del trance colectivo, nadie sabe si es real aquella arquitectura estalactítica con su torre de La Cautiva y los Palacios Califales.

Alrededor de las seis de la mañana la procesión cumple su recorrido por la ciudad vieja y regresa a la Abadía del Sacromonte, donde se realiza el encierro de las imágenes. Aunque parezca extraño, el pueblo gitano –que partiera de la India a errar por el mundo hace un milenio y hoy es experto en magia y artes adivinatorias– comienza y finaliza su celebración en una iglesia católica... pero con una ruidosa fiesta flamenca en el interior y a puertas cerradas. Sólo para gitanos.

LA PROCESION DEL SILENCIO Al día siguiente de la Procesión de los Gitanos –el Jueves Santo por la noche– se realiza en Granada otra procesión que es la antítesis de la anterior: la del “Silencio”, o de la “Pontificia y Real Hermandad Sacramental del Señor San José y Animas y Cofradía del Santísimo Cristo de la Misericordia”. Dos campanadas retumban mientras se oscurecen los faroles de las plazas y casi todo el alumbrado público del centro de la ciudad. Con la ciudad ensombrecida, la procesión inicia su marcha en absoluto mutismo, iluminada apenas por el parpadeo de los cirios –enormes velas que sostienen los nazarenos–, que van dejando un rastro de cera en el adoquinado y proyectan en las paredes la enigmática sombra del Cristo crucificado y los cónicos sombreros de los capirotes.

La gente abarrota calles y balcones y, al decir de Oliverio Girondo, “ya no queda por alquilar ni una cornisa desde la que se vea pasar la procesión”. Los sepulcrales nazarenos calzan sandalias franciscanas y acarrean pesadas cruces, y detrás van las mujeres vestidas de negro, cubiertas por mantillas de encaje. Entre la multitud el impresionante silencio sólo es profanado cada tanto por alguna saeta fugaz lanzada hacia la noche. Y sepa bien el viajero que el tema del silencio es cosa seria en Granada... muy seria. Que no le ocurra como a aquellos franceses que no se habían enterado bien del asunto y conversaban a lengua suelta a mi lado, hasta que una española entrada en años no se aguantó más y los increpó con un grito que en el silencio de la noche se debe haber oído hasta en el cielo: “¡Me cago en Dios... que te calles ya!”

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