Domingo, 20 de junio de 2010 | Hoy
EUROPA. DE SIGLO EN SIGLO
En la Edad Media, los castillos surgieron con fines militares, pero en los siglos siguientes se convirtieron en emblemas del poder. Hoy la mayoría de las fortalezas y palacios europeos pasaron a manos estatales. Un recorrido por lugares de Francia, Alemania, Gales, Escocia y República Checa con mucha historia.
Por Julián Varsavsky
Desde los inicios mismos de la civilización, el hombre ha tenido problemas para coexistir con el vecino. Y esto lo llevó a construir defensas amuralladas. Pero fue en la Europa medieval cuando comenzaron a proliferar toda clase de castillos en los que moraban reyes y señores feudales.
EL CASTILLO DE EDIMBURGO Desde hace unos 2000 años, una colina rocosa que sobresale en la capital de Escocia ha sido una posición de fuerza; allí se levanta el medieval Castillo de Edimburgo. Un foso rodea los elevados muros, y se ingresa cruzando un arco almenado y un gran portal de madera donde montan guardia dos estatuas de hierro de caballeros. Adentro, hay empinadas calles empedradas que suben y bajan surcando ese microcosmos amurallado, un laberinto de escaleras y recovecos que conducen a patios internos y largas balconadas con cañones apuntando hacia el mar. En el castillo hay museos de armas antiguas, un cementerio de perros de los caballeros medievales, un gran cañón con balas mayores a una pelota de básquet, húmedas mazmorras y las famosas joyas de la corona inglesa.
En una sala bien custodiada se exhiben la Piedra del Destino (sobre la cual desde el año 842 se coronó a los primeros reyes escoceses), la Corona de Escocia, que es de oro con perlas, diamantes y amatistas incrustadas, un cetro de plata rematado con una esfera de cristal de roca, y la gran Espada del Estado.
A lo largo de la historia, diversos reyes enemigos quisieron tener a Edimburgo bajo su dominio. Millares de hombres dieron la vida por ella, de un lado y del otro de los muros del castillo, defendiendo milenarias lealtades y las sagradas joyas que resguardaba. Seducidos por el esplendor y la importancia política de la ciudad, casi todos los grandes monarcas ingleses tuvieron a Edimburgo entre sus manos alguna vez, y se la disputaron como el mayor tesoro de la isla de Inglaterra.
Eduardo I ocupó el castillo en 1276 y la armada escocesa lo recapturó en 1313, cuando el Conde Moray escaló las escarpadas rocas y muros con apenas 30 hombres. Durante las guerras anglo-escocesas el castillo cambió de signo muchas veces y durante la Guerra Civil Cromwell lo capturó luego de asediarlo durante tres meses. En 1745 el castillo fue por última vez escenario de una batalla, cuando Bonnie Prince Charlie fracasó en su intento por conquistarlo. El cetro, la corona, la espada y el castillo mismo fueron siempre la excusa y el medio. La razón de tanto vaivén era la ciudad, deseada, buscada y añorada como la joya más fina de la Corona británica.
EL CASTILLO DE PRAGA Su primera construcción data de fines del siglo IX y a partir de allí se fue ampliando de manera interrumpida durante 1100 años. Hoy en día es un complejo monumental con 43 hectáreas de palacios, torres, templos, patios y viviendas, todo bajo la protección de un muro medieval.
Lo curioso es que cada etapa histórico-política se corporizó en la arquitectura, y cada una lo hizo por adición, sin anular la anterior. Los basamentos siguen siendo de la baja Edad Media (siglo IX). El otro remanente medieval es la planta gótica del Antiguo Palacio Real, donde una exposición relata la historia completa del castillo.
El primer castillo de piedra –que reemplazó a uno anterior de madera– se levantó en el siglo IX como sede de la dinastía de los Premyslitas –fundadora del estado checo–, cuyos primeros príncipes eran cristianos ortodoxos. Pero sus descendientes establecieron relaciones con el imperio germano occidental, cortando el nexo que los unía con Oriente. Esto significó que la influencia religiosa pasó a ser la católica, dándole un viraje político y cultural al destino del Estado. La sede del principado fue ampliada según los modelos arquitectónicos de la época de Carlomagno y la dinastía Premyslita utilizó la fe católica como herramienta unificadora del reino. A principios del siglo X aparecen los primeros edificios religiosos en el castillo y en el siglo XI el estilo románico impone su sello arquitectónico en el palacio obispal, el convento de las Benedictinas y la basílica de San Vito.
Sin embargo fue el gótico el que en mayor medida marcó el estilo de la sede real checa, en especial bajo el reinado de Karel IV (Carlos IV), rey de Bohemia y emperador romano-germánico, quien ordenó levantar un nuevo palacio sobre el románico existente.
El Renacimiento también dejó sus huellas en el castillo, sobre todo en las famosas ventanas de la Sala de Vladislav y en el Palacete real de la reina Anna, que mandó construir Fernando I de Habsburgo. Luego llegó el barroco –el preferido de los Habsburgo en plena la época de la Contrarreforma católica– y por último aparecieron el rococó y el neoclásico. Con semejante peso histórico, el castillo es en la actualidad la sede del gobierno nacional checo. Y si algo le faltaba para ser la esencia medular de la histórica Praga, Franz Kafka se inspiró en él para escribir su novela El Castillo.
LA CIUDADELA GALESA A 30 minutos de Cardiff, capital de Gales, se levanta una de las obras arquitectónicas más ambiciosas de la Edad Media: un castillo edificado sobre una pequeña isla artificial rodeada por dos lagos. El diseño conceptual se rige por la ingeniería militar de los castillos de Eduardo I (1272-1307), donde varios muros concéntricos encierran una ciudadela central para mantenerla fuera del alcance de las catapultas. El castillo era virtualmente inexpugnable para la época y, de hecho, jamás pudo ser invadido con éxito.
El Castillo de Caerphilly no fue construido por un rey inglés sino por Gilbert De Clare “El Rojo”, el magnate normando con títulos de Conde de Gloucester y Lord de Glamorgan, quien estaba en buenos términos con la corona inglesa y muy enfrentado al príncipe de Gales, Llywelyn ap Gruffudd. Ambos estaban bajo la autoridad del rey de Inglaterra, Henry III, pero mantenían entre sí una fuerte disputa territorial, a tal punto que el príncipe de Gales incendió el castillo en 1270. Unos años después, el nuevo rey Eduardo I, recién llegado de las Cruzadas, declaró la guerra al rebelde príncipe galés, quien fue derrotado y asesinado. Pero en 1316 se produjo un nuevo levantamiento de galeses. Liderados por Llywelyn Bren, 10.000 soldados atacaron el castillo. Y si bien destruyeron todo el pueblo de Caerphilly y dañaron una torre de la fortaleza, lejos estuvieron de poder doblegarla. Finalmente, la Corona inglesa intervino poniéndole un final definitivo a la insurgencia galesa. Como resultado, Llywelyn Bren fue ahorcado, decapitado y descuartizado por orden de la familia De Clare, a pesar de que le habían prometido indulgencia a cambio de la rendición.
FANTASIAS REALES Cuando Ludwig II, rey de Baviera, ordenó construir una serie de castillos en la segunda mitad del siglo XIX, no lo hizo para protegerse, sino para revivir en ellos el mundo de fantasías inspiradas en cuentos de hadas y épicas medievales que lo fascinaron desde pequeño. Ludwig II nació el 25 de agosto de 1845 y tuvo una infancia feliz en el castillo de
Schwanstein, reconstruido por su padre con un estilo gótico que marcó para siempre los gustos del futuro rey, quien se identificaba particularmente con el personaje de Lohengrin, el Caballero del Grial en el que se inspiró Wagner para componer la famosa ópera.
El abuelo de Ludwig tuvo que abdicar al trono luego de un escandaloso romance con la bailarina Lola Montes. Y su hijo Maximiliano murió joven, heredando el cetro el primogénito Ludwig, quien a sus 18 años no tenía la mínima idea de qué hacer con el reino. Su carrera política comenzó con un mal paso: su reino fue conquistado en 1866 por el Estado prusiano. Y aunque se le permitió mantener su ejército y servicios diplomáticos dentro del Imperio Germano, Ludwig II quedó convertido en una figura decorativa sin poderes políticos. Aliviado de las responsabilidades de Estado, el joven rey viajó de incógnito a Francia en 1867 para ver con sus propios ojos el famoso Palacio de Versailles. Y a su regreso se propuso como fin casi único de su gobierno construir una serie de palacios que superaran al prototipo francés. Comenzó por el castillo de Neuschwanstein en 1869, con planes bastante alocados e inocentemente megalómanos. En una carta a su admirado Richard Wagner le escribió que el palacio de Neuschwanstein –dedicado al compositor– estaba pensado como un lugar donde “los dioses furiosos se vengarían y morarían con nosotros en la escarpada cima, abanicados por brisas celestiales”. Las erogaciones del Estado que generaban los caprichos mitológicos del rey obligaron al ministro de Finanzas a pedirle moderación. Desobedeciendo a sus ministros, pidió préstamos a los Rothschild y a los Orléans, y llegó a sugerir en una reunión de gabinete que se contratara a una banda de ladrones para asaltar bancos en Frankfurt, Berlín y París.
Ludwig II se instaló en el palacio de Neuschwanstein en construcción, para supervisar en persona el avance de la obra. El resultado fue un castillo neoclásico ideado por Christian Jank –un diseñador teatral y no un arquitecto–, con una mezcla de estilos algo caótica que refleja al fin y al cabo las fantasías oníricas de los cuentos de hadas. Sólo catorce habitaciones del castillo fueron terminadas, suficientes para que el rey se sumergiera en un mundo de ensueño casi infantil que deslumbró medio siglo después a Walt Disney, quien copió este palacio en Disneylandia.
Los desvaríos de Ludwig obligaron a su familia a encerrarlo en el castillo de Berg bajo el cuidado del doctor Gudden. Nunca se supo exactamente qué pasó, pero una tarde fatídica los cuerpos del paciente y el doctor aparecieron flotando en el lago. El médico tenía marcas en el cuello como si lo hubieran querido estrangular. Y el rey no tenía el menor rasguñoz
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