turismo

Domingo, 18 de julio de 2010

AVENTURAS Y NATURALEZA EN ICA Y PISCO

Desierto con oasis

Las fabulosas arenas de Ica, en el sur de Perú, abren su manto zigzagueante a la aventura entre dunas que son el escenario perfecto para el sandboard y los tubulares (kartings del desierto). Cerca, Paracas invita a explorar los paisajes de su reserva natural y las islas Ballestas, un concierto mágico y nativo donde múltiples especies conviven en libertad.

 Por Pablo Donadio

Al caer la tarde, el sol produce un extraño efecto sobre el desierto de Ica. Sus finísimos granos de arena pierden el dorado original, haciendo del suelo casi una brasa encendida que varía del anaranjado al rojo. La escena es difícil de explicar: no hay nada más que arena, y sin embargo todo es bellísimo. Como un gran mar con olas de médanos que llegan a los 80 metros de altura, el escenario perfecto para las tablas y la aventura de los tubulares, como se llama a los kartings fabricados especialmente para atravesar el desierto, interrumpiendo su armonía con el rugir de los motores. A unos veinte minutos de aquí, el pueblo pesquero de Paracas ofrece otros espacios naturales en su reserva nacional y en las famosas islas Ballestas, donde la diversidad faunística es la reina de la escena.

SOBRE LA ARENA Paracas amanece más temprano, o así parece para el recién llegado. Apenas si se alcanza a ver la ciudad, porque la actividad hacia sus rincones naturales y el famoso desierto costero peruano arranca en cuanto se asoma el sol, el gran protagonista. Porque da vida y color a los paisajes, pero también porque su nombre resuena en la moneda oficial del país y en las creencias de las culturas originarias, que le adjudican una fuerza creadora incomparable. Por eso la presencia del gran Inti, en palabras de Mario Vera Corrales, es clave para el paseo en tubulares. Mario es dueño de la agencia que ofrece la salida y la combina con recorridos por la ciudad y otros entretenimientos como el sandboard. Además es el creador de los tubulares, esos autos diseñados especialmente para el desierto, cuando su hobby pasó a ser una actividad comercial: “Desde muy chico me gustaron los carros, y mientras mis compañeros de colegio jugaban al fútbol, yo me entretenía mirando carreras de karting. Así que aquí estoy...”.

Por desprovistos que parezcan a simple vista, cada uno lleva un férreo control de seguridad en su “jaula” y posee cinturón de seguridad para cada participante. Antes de salir, Mario da indicaciones a cada pasajero, y provee lentes especiales para el salpicado de la arena, que pica de veras a los que han elegido mangas cortas para la aventura. Igual no es problema una vez que los motores se encienden y el desierto se transforma en un territorio virgen para dejar huella arriba y debajo de las dunas. Es precisamente la forma en el diseño de los caños que dan nombre al vehículo lo que permite que la brisa pegue de lleno en el cuerpo, y así la velocidad y el contacto con la arena dan cuenta de una salida a pura adrenalina.

Todo eso que sucede en el desierto está coordinado por Mario, que en caso de no poder manejar –si hay más de un grupo– tiene a dos expertos pilotos para circular en este tipo de superficies. “Parece fácil, pero el desierto tiene su secreto. No hay que dejar nada al azar cuando se trata de la seguridad”, insiste. Pero seguridad no implica calma, y bien lo sabe Leo, uno de sus intrépidos conductores, que hace mover el karting como una tabla de surf montando una ola gigante. Después de un largo rato de emoción, se llega a un sector de dunas más chicas, y allí el vehículo cambia: aquí las montañas de arena congregan a verdaderos fanáticos del sandboard, una actividad muy común aquí y cada vez más popular en cualquier lugar donde la arena se acumula lo suficiente como para formar dunas. En su versión tradicional sentado, o parado surfeando la arena, vale la pena quedarse viendo la destreza de los locales, que se deslizan como si la madera fuera parte de su propio cuerpo. Lo poco grato llega una vez abajo, cuando la inexistencia de medios de elevación como hay en los centros de esquí demanda un rato en llegar a la cima de una nueva duna. Pero no hay triunfo sin esfuerzo, dicen, y así se pasan horas alternando cortos y emocionantes descensos con largas subidas “come gemelos”, que dejan extenuado a cualquiera.

Geoglifo El Candelabro, al noroeste de la bahía de Paracas, vinculado con las Líneas de Nazca.

TESORO PROTEGIDO Paracas es un lugar perfecto: tiene playa, silencio, un cielo siempre limpio, salvo cuando lo oscurecen miles de gaviotas que se fusionan en el horizonte con los barquitos pesqueros. Es llamativo ver cuántos pescadores aguardan la hora exacta para hacer su trabajo mar adentro con pequeñas embarcaciones caseras, que esperan también en el muelle la hora señalada. El centro, cuentan, se está poblando cada vez más, y están creciendo los hoteles y hostales, con gente que viene a hacer su negocio con el turismo, una actividad clave, ya que la economía de Paracas sería prácticamente insostenible sin el aporte de los visitantes.

Situado 260 kilómetros al sur de Lima y a las puertas del desierto, el pueblo es base de la única reserva marina del país, de 335 mil hectáreas e invadida por un mar turquesa que enamora. La Reserva Nacional Paracas es una zona protegida de la provincia de Pisco, que busca conservar una porción de mar y de desierto dando protección a las diversas especies de flora y fauna silvestres. Su importancia hemisférica para las migraciones de aves le valió la inclusión en la Convención Ramsar, que protege humedales destacados internacionalmente. Allí llegan, descansan, se alimentan y reproducen 216 especies aves migratorias, tortugas, nutrias, lobos marinos, más de 20 tipos de cetáceos y 180 especies de peces, además de vertebrados terrestres como el zorro costeño.

La historia del lugar no es menos atractiva. “Esta zona supo estar bajo las aguas del océano, por eso los restos fósiles marinos se pueden encontrar en muchos sectores”, explica Félix Mendoza, de la agencia Tour Aqual Paracas. Posee asimismo un enorme valor cultural, presente en 114 sitios arqueológicos registrados, sendos testimonios de los antiguos habitantes de Paracas. Con el aporte del gobierno nacional y el cuidado de los lugareños se construyó un camino puramente de sal sacada del mar, buscando mantener el área de manera natural y no tener que recurrir a la pavimentación. Sobre esta huella circulan los vehículos autorizados para las excursiones, parte de las 100 mil visitas que se reciben anualmente. Se recomienda para quienes llegan aquí adentrarse en la reserva y llegar al Centro de Interpretación, anexo al Museo Julio Tello, donde se brinda información del territorio, sus ecosistemas y las claves para su protección.

Punto y aparte para El Candelabro, ubicado al noroeste de la bahía de Paracas. Este geoglifo –algo así como canales grabados en roca– tiene una extensión de 120 metros y se conoce también como Tres Cruces o Tridente. Desde las alturas se lo observa tapado en parte por la arena, pero conservando un dibujo que, se cree, guarda relación con las líneas y geoglifos de Nazca y de Pampas de Jumaná. Siguiendo camino, entre las playas Yumaque y Supay, se llega a otro gran atractivo local: La Catedral. Un peñasco de entre 28 y 40 millones de años que supo exhibir una forma cóncava al estilo de las cúpulas religiosas. Pero la naturaleza dijo basta en agosto de 2007, cuando un sismo destruyó gran parte de esa bóveda y su torre saliente, resultado de siglos de erosión del mar y el viento.

El pueblo pesquero de Paracas es la base para las excursiones al desierto y las islas.

A LAS ISLAS Otro gran punto cardinal del departamento, lindante con la Reserva, son las islas Ballestas, accesibles sólo por vía acuática y donde conviven pelícanos, gaviotas y lobos marinos en una comunidad tan heterogénea como pacífica. Las aguas frías, debido a entrantes de la corriente de Humboldt, propician la vida del plancton y microorganismos, enriqueciendo aún más el Pacífico con cardúmenes de lenguados, cojinovas, corvinas, toyos y anchovetas. Por eso no es extraña la presencia de los pingüinos, y entonces sí el escenario es imperdible de veras. Como si fuera poco, el guía asegura que los alrededores son visitados cada tanto por grupos de delfines. Si bien las islas quedan justo afuera de la reserva, en sus alrededores viven lobos marinos y otras especies de fauna marina que dependen estrechamente de su protección.

Mientras la nave avanza Milton, uno de los guías locales, va explicando primero en español y luego en inglés los detalles sobresalientes de cada parada: “Hace 15 años que estoy aquí, y al recibir gente de todo el mundo nunca faltan las charlas de política y fútbol, porque uno también quiere saber qué es lo que pasa en los otros países”, comenta. Confirmando sus palabras, en el puerto desde donde salen las embarcaciones la diversidad no sólo la pone la fauna: turistas de todos los continentes se calzan los chalecos naranjas y emprenden camino a las porciones de roca con habitantes estables, y otros tantos migratorios, que son un show en vivo. Al llegar los grupos se retuercen, aletean, y lanzan sus sonidos característicos sin pausa, sabiéndose los protagonistas. Y sabiéndose también seguros, porque no se puede desembarcar en las islas para no alterar la paz de los animales. Todo un desafío para los tiempos que vienen, y para el tan mentado “turismo sustentable” y sus contradicciones: seguir abriendo las puertas a la explotación de los recursos naturales del lugar, pero conjugando preservación, riqueza y respeto a lugares que no tiene repuestoz

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Camino arriba para una nueva bajada en tabla por las arenas finísimas del desierto de Ica.
Imagen: Adrian Cardozo
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