ESCAPADAS. A LA COSTA ATLáNTICA
Un fin de semana en Villa Gesell, que aguarda con tiempo la llegada de los visitantes veraniegos. Mientras tanto, en las solitarias tardes de invierno, la ciudad costera ofrece perfume a bosque, travesías hasta el Faro y tranquilos paseos junto al mar.
› Por MARIANO JASOVICH
La sensación de pueblo fantasma se siente apenas se pisa la terminal de micros del Paseo 140 y la Avenida 3. Mientras espera el aluvión de jóvenes del verano, Gesell se presenta como un pueblo tranquilo, amplio, silencioso e ideal para recorrer las calles desiertas a pie o en bicicleta. La Villa es ideal para pasar un “finde” típico del invierno, cuando el sol del mediodía calienta poco, pero invita a las largas caminatas por arenas que parecen vírgenes.
El sábado a la mañana se puede arrancar frente al mar en Windy, uno de los bares tradicionales que dan al océano y que durante la temporada de verano se transforma en playa de moda para los adolescentes. Está ubicado en la salida del Paseo 104 y allí se puede degustar un tradicional café con leche con medialunas calientes, mientras por los ventanales se observan el mar y la playa desierta. Con el cuerpo cargado de energía ya se puede desafiar el viento frío y bajar a la arena.
RUMBO SUR Para estirar las piernas al máximo, con el sol ya pegando de lleno en la cara, la recomendación es apuntar hacia el sur: desde lejos se vislumbra en el horizonte el muelle de pescadores. Durante el trayecto apenas si se cruza algún joven que desafía el frío a puro aerobismo, o alguna pareja que se promete amor eterno frente a las olas.
La caminata es larga; lleva unos 40 minutos a buen ritmo, mientras se ven las gaviotas buscando su desayuno en el mar. El muelle está cada vez más cerca y el viento no molesta. Casi no hay pisadas en la arena y sobre el límite de la playa están los edificios, que parecen barcos viejos esperando para zarpar.
En el muelle, mientras tanto, los pescadores intentan con cañas y mediomundos llevarse algún fruto de mar. Desde la escollera hay una visión panorámica de la Villa: hacia el norte, el centro con sus edificaciones, y a lo lejos, en el sur, el faro, que será parte de la aventura del día siguiente.
Todavía sobre el muelle, un pescador con la cara arrugada por el sol y el viento recomienda el lugar para el almuerzo, mientras sostiene su caña. Se trata de “Las 40”, una cantina de servicio simple y platos abundantes, que está repleta como si en vez de invierno fuera pleno enero.
PINOS Y MANJARES DULCES Por la tarde hay que esquivar la siesta para no perderse los últimos rayos de sol. En la zona norte de la ciudad, cerca de la entrada, está el bosque de Gesell. Allí se ingresa en un mundo de colores ocres, con aroma a pino y eucaliptos, mientras de golpe desaparece el tradicional viento que cruza las playas de la costa bonaerense.
Este bosque es obra del fundador de la Villa. En la década del ’30, Carlos Gesell llegó hasta esas playas desiertas con su familia con el objetivo de domar los médanos sembrando pinos y otras plantas. Una vez que prendió su idea, pensó en una ciudad balnearia tranquila a la que se llegara sólo por la recomendación del “boca a boca”. En las décadas del ’60 y ’70 estas mismas playas fueron surcadas por hippies y rockeros que buscaban escapar de Buenos Aires en busca de libertad. Ya a partir de los ’80, Gesell ingresa en un crecimiento desmedido de construcción nunca buscado por su fundador: sólo en los últimos años está emprendiendo un retorno a lo natural, entre otras iniciativas, con la construcción de una rambla costera de madera y sin cemento para acceder al mar.
En medio del pinar está enclavado el chalet de Gesell, donde el fundador vivió sus primeros años de aventura. Convertida en museo, la casa cuenta con fotos históricas y objetos del pionero; tiene además la particularidad de contar con una puerta de cada lado: el objetivo era poder salir en caso de que alguna de las entradas se tapara con arena por los fuertes vientos que cruzaban la zona.
Por la tarde, ya llenos los pulmones con el aire puro de eucaliptos y pinares, es tiempo de recuperar fuerzas en alguna de las confiterías especialistas en gastronomía europea. Sobre la avenida Buenos Aires, a la salida del pinar, se encuentra “El Churrinche”, una tradicional casa de té gesellina donde es indispensable pedir strudel y torta de manzana para acompañar con un café doble o un té especial.
EXCURSION AL DESIERTO El domingo arranca con sol y a la espera de que pase el vehículo 4x4 para partir rumbo a la aventura. A bordo de un camión Man, se deja atrás Gesell para tomar rumbo sur e ingresar a un bosque colmado de cipreses, acacias, pinos y eucaliptos que se extiende a través de Mar de las Pampas, Las Gaviotas y Mar Azul. En menos de media hora se ingresa en la primera reserva de dunas del país, creada para preservar el ecosistema y los médanos costeros en constante movimiento, junto con las especies de flora y fauna del lugar.
Durante el trayecto se observan cientos de gaviotas, ostreros, patos y chimangos. Entre los mamíferos es posible cruzarse con alguna liebre europea, vizcachas y, con un poco de suerte, hasta con algún zorro colorado. La vista se pierde en ese mar de arena, mientras el camión se bambolea para todos lados.
Tras surcar un par de médanos, llega el momento de la primera parada para animarse al sandboard. Las tablas están en el camión, y luego de tragar un par de kilos de arena crece la adrenalina ante las primeras bajadas completas desde las montañas amarillas.
Ya cerca del mediodía se reanuda la marcha hacia el destino final, el faro Querandí, la primera construcción del actual partido de Villa Gesell, ubicado a 30 kilómetros de la Villa. Al llegar, el guía explica sus características principales: el faro Querandí tiene una altura de 54 metros, 276 escalones en escalera caracol y su alcance lumínico es de 18 millas marinas. Comenzó a funcionar en el año 1922 y, gracias al mantenimiento que se le realiza, aún está en servicio. Para entrar en el perímetro del faro, se debe abonar una entrada que permite al visitante acceder al interior de la torre y subir por la escalera caracol hasta el faro propiamente dicho. La vista panorámica se multiplica entonces por mil, perpetuando para el recuerdo la sensación de viento en el rostro y el sonido de las olas cuando rompen en la inmensidad del marz
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