Sábado, 6 de noviembre de 2010 | Hoy
BRASIL. LA ARQUITECTURA DE OSCAR NIEMEYER
Un recorrido por la obra del gran arquitecto modernista, desde sus inicios con la “escandalosa” Iglesia de San Francisco de Asís en Belo Horizonte hasta el Museo de Arte Contemporáneo en Niteroi, pasando por Brasilia, el enigmático Museo Niemeyer en Curitiba y el auditorio del Parque Ibirapuera en San Pablo.
Por Julián Varsavsky
No es el ángulo recto lo que me atrae.
Ni la línea recta, dura, inflexible,
creada por el hombre.
Lo que me atrae es la curva libre y
sensual.
Oscar Niemeyer
Oscar Niemeyer, arquitecto emblemático de Brasil, es un hombre activo. Cumplirá 103 años el próximo 15 de diciembre y sigue trabajando en varios proyectos –entre ellos un estadio para el mundial de 2014– y el mes pasado se lo vio en una tribuna de artistas e intelectuales apoyando a Dilma Rousseff. A esta altura ya es una leyenda viva de la arquitectura, y quizás el único de los arquitectos de la historia que pudo darse el gusto de diseñar –con su compinche, el urbanista Lucio Costa– una ciudad desde cero: Brasilia. Pero su obra está por todo Brasil y sigue levantando polémicas. Hay algunas muy antiguas como una casa llamada Obra do Berco –levantada en 1937 en Río de Janeiro–, otras consideradas maestras de los años ‘90, como el Museo de Arte Contemporáneo de Niteroi, el sambódromo de Río de Janeiro, iglesias que fueron escándalo y sensación como la de San Francisco de Asís en Belo Horizonte, y auditorios que son vanguardia del siglo XXI como el del Parque Ibirapuera en San Pablo. A continuación, un viaje por el planeta Niemeyer.
ERAMOS TAN MODERNOS Brasilia ya no es hoy tan moderna como a comienzos de los ’70. Pero en aquellos años, si uno se aparecía de repente entre sus calles podía llegar a imaginar que estaba caminando por otro planeta habitado por una raza más avanzada tecnológicamente. Y por más que la modernidad de Brasilia sea casi del pasado, los viajeros aún tienen esa sensación de viaje interplanetario al recorrerla. Sin embargo, es un tiempo congelado en un viejo futurismo, aunque suene raro. Y por eso es tan raro: porque ninguna otra ciudad del mundo es así de “moderna” en su totalidad, ni tan “modernamente” antigua. Hay edificios de ese estilo en otras ciudades, incluso barrios hiper modernos como La Defense en París donde uno se asoma a sus límites o a las terrazas de los rascacielos y ve que a las pocas cuadras ya hay un pasado, edificios más viejos, una historia. En Brasilia no. La ciudad parece haber brotado de repente en medio del desierto en pocos días –como una parábola de la Creación–, diferente de todas las demás que hubo antes y después en todo el mundo. Y una vez terminada se le agregaron los habitantes. Pero el tiempo se detuvo de inmediato y Brasilia así quedó, como una ciudad de otro planeta –pura ciencia ficción– monumentalmente fría, deslumbrante por las noches.
Brasilia surgió como un deseo del presidente Juscelino Kubitschek, quien la inauguró con toda pompa el 21 de abril de 1960. La consigna bajo la cual ganó las elecciones rezaba “50 años de progreso en 5 años”. Hábil observador, el presidente supo leer el ánimo social del país, que pasaba por uno de esos momentos cíclicos de la historia en que predomina la idea de que la razón –ligada al progreso tecnológico– traería consigo el bienestar de las mayorías. La presidencia de Kubitschek llegaba a término el 21 de abril de 1961, así que había que trabajar con premura en ese experimento urbanístico para que no fuese otro quien se llevara los laureles. Y la verdad es que el experimento tuvo el éxito esperado y el presidente se ganó su lugar en la historia.
Para crear el plano urbano de la ciudad se llamó a un concurso que ganó el ingeniero Lucio Costa, quien presentó un proyecto basado en el modelo de “ciudad radiante” de Le Corbusier, el gran reformador de París. La inspiración de Costa fue la Carta de Atenas, redactada por Le Courbusier en 1942, donde planteaba que el desarrollo no planificado de las ciudades las estaba llevando al hacinamiento y al caos, mientras que una urbe integralmente planificada sería una ciudad ideal que a su vez generaría una sociedad ideal e incluso igualitaria. Para hacer de la futura Brasilia una ciudad funcional –una “máquina para vivir”– en primer lugar había que separar bien el creciente tráfico vehicular del tránsito peatonal. La extensión y el estilo de las áreas residenciales se preestablecían para evitar los amontonamientos y garantizar espacios verdes para todos. Allí se elevarían torres rodeadas de autopistas de una sola mano que confluyeran en el centro geográfico de la ciudad, donde estaría la terminal de transportes.
La unidad mínima de Brasilia es la supercuadra, una manzana con once edificios de no más de seis pisos elevados sobre pilotes para que se pueda circular a pie por debajo de ellos. Cada manzana alberga unas 3000 personas y cuatro de ellas conforman una unidad vecinal donde se puede llegar a pie a un parque, un jardín de infantes, una iglesia, un cine, un centro comercial y un campo deportivo. Y los edificios serían bastante similares entre sí para reducir las diferencias sociales.
Los edificios principales de esta estructura general se le encargaron a Oscar Niemeyer. El espacio más llamativo de la ciudad es el famoso Eje Monumental surcado por tres calles paralelas y una gran cantidad de edificios creados por Niemeyer. A la cabeza del eje está la Plaza de los Tres Poderes, un gran espacio abierto de concreto con tres edificios formando un triángulo imaginario, que simboliza la independencia de los tres estamentos de la democracia. En la base del triángulo están enfrentados la Corte Suprema y el Planalto, y en el ángulo superior está el Congreso Nacional. El Planalto es la sede del Poder Ejecutivo. Y a metros de allí está el Congreso Nacional con sus dos cúpulas –una cóncava y otra convexa–, cubriendo las Cámaras de Senadores y Diputados.
En el Eje Monumental también están el Palacio de Itamaraty (Ministerio de Relaciones Exteriores) y La Explanada de los Ministerios, un gran espacio verde flanqueado por dos hileras de edificios exactamente iguales que suman un total de 17 moles albergando los ministerios. Al final se levanta la Catedral Metropolitana Nossa Senhora do Aparecida, levemente apartada del eje porque en la sociedad democrática la Iglesia está separada del Estado. Esta catedral quizá sea la obra más inspirada de Niemeyer en Brasilia. Se trata de un edificio con planta circular que carece de fachada y tiene la forma de una gran corona de espinas. Se ingresa por una galería en penumbras que desciende a un subsuelo –simbolizando la entrada a las catacumbas romanas– para desembocar en un ambiente circular cuyo techo completo es un gran vitral de absoluta luminosidad del cual cuelgan imágenes de ángeles que parecen flotar en el aire.
Hay quienes juzgan a Brasilia como la muestra de un futurismo pasado de moda. O como un estilo que no prosperó –algunos lo consideran fracasado–, pero la verdad es que casi no existe un ejemplo similar de planificación urbana en el mundo, donde las ciudades brotan espontáneamente a raíz de un pueblito que crece en un proceso que lleva años. Brasilia, en cambio, nació adulta. Dentro de algunos milenios, si existen el hombre y los arqueólogos, cuando encuentren Brasilia seguramente creerán haber descubierto los restos de una extraña cultura aislada, diferente de las demás, con otro desarrollo tecnológico y una estética propia. Y probablemente nunca sabrán que casi todo eso lo hicieron un arquitecto y un urbanista, en apenas cuatro años; no podrían imaginarse siquiera que esas blancas estructuras de concreto son los restos del extraño mundo de Oscar Niemeyer.
LA MULTIPLICACION DE LAS CURVAS Oscar Niemeyer se graduó de ingeniero arquitecto en 1934 y a comienzos de los ’40 proyectó junto con el franco-suizo Le Corbusier el Ministerio de Educación de Río de Janeiro, una de las primeras obras modernistas de Brasil. Pero fue en la capital minera de Belo Horizonte donde Niemeyer comenzó su revolución, cuando el intendente Juscelino Kubitschek –futuro presidente– le encargó el complejo Pampulha que incluía a la Iglesia de San Francisco de Asís, terminada en 1943 y que lo hizo famoso en todo Brasil. “Fue en el proyecto de Pampulha donde penetré en ese mundo fascinante de las curvas y formas diferentes que el concreto armado ofrece”, escribiría mucho después el arquitecto.
Aprovechando las posibilidades plásticas del hormigón armado Niemeyer rompe definitivamente con lo que llamaba “las ataduras del ángulo recto”. Y de esa forma profundizó la búsqueda de la belleza de las formas, diferenciándose del funcionalismo de la escuela Bauhaus en Alemania, que por aquella época estaba a la vanguardia. En la sinuosa Iglesia de San Francisco de Asís también rompió con la obligación de mantener las simetrías, componiendo un diseño estructural con forma de cuatro olas de diferentes tamaños. La decoración interior y exterior se hizo con frescos y azulejos abstractos de Cándido Portinari. El obispado de Belo Horizonte, al ver el resultado, puso el grito en el cielo porque nunca nadie en ningún lado había hecho edificio alguno –y mucho menos una iglesia– siquiera parecido al que les habían entregado. Y por mucho tiempo se negaron a bendecir la iglesia, un hecho que el ateo y comunista Niemeyer habrá disfrutado con gozo. Así y todo, a lo largo de su vida, Niemeyer diseñó varias iglesias más, una sinagoga y mezquitas en Malasia y Argel. Pero la iglesia de Pampulha fue la obra que le dio su primer empujón hacia la fama y la que marcaría su estilo por venir.
EL MAC DE NITEROI A comienzos de los ’80, Niemeyer regresa a Brasil desde su exilio en Francia, y diseña el sambódromo de Río de Janeiro. Luego, a sus 89 años, el hiperproductivo arquitecto hizo la que es para muchos la obra cumbre de su carrera: el Museo de Arte Contemporáneo (MAC) en el barrio carioca de Niteroi, inaugurado en 1996. El edificio es como un plato volador remontando vuelo desde una saliente que ingresa en el mar hacia la Bahía de Guanabara.
El MAC es la culminación del llamado Camino Niemeyer, una especie de gran complejo arquitectónico futurista que se puede recorrer a pie en el que se suceden la Fundación Niemeyer, el Museo de Cine de Brasil, la Plaza Juscelino Kubitschek y el Teatro Popular, todas obras del gran arquitecto. El Teatro Popular tiene la singularidad de que el escenario se puede girar hacia una sala techada o hacia el lado opuesto donde hay una plaza con capacidad para 20.000 personas. “La gente puede conocer millares de teatros, pero ninguno como éste”, declaró Niemeyer el día de la inauguración.
Ya en pleno siglo XXI, el arquitecto nacido en 1907 volvió a sorprender con una intervención que hizo sobre una vieja obra suya en la ciudad de Curitiba –estado de Paraná–, al agregarle una especie de ojo gigante que sobresale del techo como un periscopio a un museo en su honor con elementos de su vida y obra. Su interior tiene una sala para exposiciones artísticas y un museo referido a él mismo: el Museo Niemeyer.
En el Parque Ibirapuera, el pulmón verde de la polucionada San Pablo, Niemeyer hizo su última travesura: un teatro para eventos musicales inaugurado en 2005. Su forma es una especie de trapecio acostado pintado de blanco cuya entrada está cubierta por un techo rojo con forma de rayo.
UN ESTADIO PARA EL MUNDIAL Los críticos radicales que siempre existen le endilgan a Niemeyer que su utopía arquitectónica plasmada en Brasilia –pensada como herramienta de igualdad social–, fue un fracaso total. Dicen que los pobres quedaron relegados a las ciudades satélite de la capital, que se aisló a los gobiernos de la presión social, que fue pensada para los autos mientras que los peatones no pueden ir sin ellos a ningún lugar fuera de su barrio, y que no hay centros masivos de reunión social. Niemeyer nunca quedó conforme con el resultado de Brasilia. Y se defiende diciendo que él simplemente se ocupó de diseñar los edificios, y que la arquitectura complementa al urbanismo pero no tiene ninguna influencia en la vida social. “Cuando realicé el Palacio del Planalto coloqué una tribuna delante de la Plaza de los Tres Poderes para que el pueblo escuchase desde allí: que no haya ocurrido no es culpa del arquitecto.”
A Oscar Niemeyer, desde siempre, lo han acusado –además de superficial, egocéntrico, efectista y de arquitecto oficial–, de privilegiar lo escultórico por sobre lo funcional. El siempre se defendió diciendo que optaba por las dos cosas. Hoy, ya entrado el siglo XXI, los arquitectos más famosos y mejor pagos del mundo tomaron partido de forma radical por la búsqueda de las formas originales y más sorprendentes, pretendiendo imprimirles a los edificios la forma “bella” de las obras de arte. Así que el precursor brasileño hizo escuela, independientemente de las críticas. Por lo pronto, el viejo Oscar está más allá de cualquier discusión, y le han encargado un estadio para el mundial de Brasil 2014, al que por supuesto piensa asistir
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