Dom 14.11.2010
turismo

TUMBAS REALES. GRANDES MAUSOLEOS EN EL MUNDO

Refugio de inmortales

En el mundo antiguo los reyes creían en la vida después de la muerte y se hacían construir mausoleos con la intención de continuar su reinado en el inframundo. Un viaje milenario por las tumbas del primer emperador chino, de Tutankamón, de un rey mochica en Perú, del emperador mongol constructor del Taj Mahal y el legendario Mausoleo de Halicarnaso.

› Por Julián Varsavsky

“He visto el pasado; conozco el futuro.”
Epitafio de Tutankamón

Abundaban en el mundo antiguo reyes megalómanos con recursos tan ilimitados que les permitieron intentar la conquista del reino de la muerte. Tal vez por ambición de dominar, tal vez por conciencia de la finitud de la vida. En todo caso, la relación de los hombres con la muerte varía en cada cultura y más aún con el transcurrir de los milenios. Los faraones egipcios, como Tutankamón, planificaban su viaje con bártulos y todo hacia otra vida en la que al parecer confiaban. Qin Shi Huan –primer emperador chino, constructor del Ejército de Terracota de Xian– tenía en cambio la sospecha de un final absoluto, y por eso buscó en vano el elixir de la inmortalidad. Una vez consciente de su fracaso, se hizo construir el gran mausoleo custodiado por guerreros de barro donde se instalaría después de muerto. En el antiguo Perú las creencias de los reyes mochicas no eran muy diferentes. Y en el caso del célebre Señor de Sipán, además de alimentos para el viaje se llevó un completo y rico ajuar que le garantizara la riqueza en la vida después de la muerte. También hay mausoleos como el Taj Mahal, muestra de los sentimientos del emperador Sha Jahan hacia su amada muerta. Y el arquetipo de los edificios mortuorios es el ya desaparecido Mausoleo de Halicarnaso, una de las Siete Maravillas de la Antigüedad, que albergó el cuerpo del rey Máusolo en el año 377 a. C.

Antes de juzgar la presunta locura de esos reyes, sería más razonable entenderlos en su tiempo y lugar. Se los podría ver como seudocientíficos investigando los límites de la vida, pero en última instancia eran simples hombres preocupados por la muerte. La respuesta a esa duda universal se resuelve en cada cultura de distinto modo... y tal vez cada una tiene una parte de la respuesta.

Las milenarias pirámides de Egipto conforman un gran complejo funerario.

EL INMORTAL Cuesta creer que uno de los mayores hallazgos arqueológicos del siglo XX se deba al azar. Durante la primavera de 1974, un campesino que cavaba un foso en un pueblo chino cercano a la ciudad de Xian descubrió un guerrero de terracota con su arco y una flecha de bronce. La novedad conmocionó a la aldea y los ancianos recordaron que desde hacía décadas unas misteriosas cabezas surgían de las entrañas de la tierra como señal de mal augurio. Y para aventar posibles desgracias las colgaban de los árboles y las azotaban hasta que saltaban en pedazos. Pero esa vez la noticia llegó a Pekín y un grupo de arqueólogos se acercó a develar el enigma: era la legendaria tumba del emperador Qin Shihuan, que salía a la luz después de dos mil doscientos años.

El Ejército de Terracota que aún custodia al primer emperador chino está bajo un tinglado gigante. Afuera, todos los días del año, centenares de viajeros de todo el mundo hacen cola para cruzar por una modesta puerta. Y al ingresar se topan de repente con ocho mil severos soldados de terracota, perfectamente encolumnados y de tamaño natural. A sólo tres metros de una baranda, un silencioso ejército completo en posición de ataque lleva 22 siglos a la espera de una orden para lanzar su mortífera arremetida contra cualquier profanador. Entre ellos, decenas de arqueros con una rodilla en tierra nos apuntan al entrecejo. Se cree que cada uno es un retrato personal de soldados verdaderos que posaron para inmortalizar sus rasgos, incluyendo el peinado y las arrugas. Los hay con grandes ojos y cejas espesas, o barbudos entrados en años que irradian solemnidad. Otros, con los labios apretados y el ceño fruncido, parecen mirar a la muerte con desprecio.

El primer emperador de la Dinastía Qin vivió obsesionado por descubrir el elixir de la inmortalidad. Periódicamente enviaba a sus generales en busca de las Islas de los Inmortales en el Mar de China, donde las precarias naves terminaban tragadas por las aguas. Cuando Qin Shihuan entendió que nunca encontraría la anhelada pócima, decidió ignorar la muerte: un decreto imperial prohibió directamente mencionar dicha palabra y setecientos mil hombres fueron enviados a construir un mausoleo donde el emperador pensaba continuar su vida después de la muerte. No en una tumba, sino en un mundo subterráneo de varios kilómetros cuadrados.

El historiador Sima Quian, contemporáneo de Qin Shihuan, relató la construcción de la morada eterna que el emperador hubiese preferido no habitar, y que de alguna manera lo hizo inmortal: “En el interior se erigieron maquetas de palacios y pagodas que resguardan todo tipo de tesoros y piedras preciosas. Se diseñó un microcosmos con montañas, mares y un río artificial de mercurio que representa al río Amarillo. En los techos se instalaron un sol, la luna y una infinidad de perlas simulando las estrellas. Las velas hechas con grasa de pescado pueden durar por siempre. Hay trampas mortales contra los intrusos y para resguardar el secreto los artesanos que las idearon fueron encerrados vivos en la tumba, al igual que las concubinas del emperador. Finalmente todo fue sellado con cobre fundido y tapado con una montaña de tierra para que nadie sospechara lo que allí se escondía”.

El resto del complejo fúnebre ya fue localizado por los arqueólogos, pero la colina artificial que lo esconde aún no se pudo excavar debido a la complejidad de la empresa.

El Taj Mahal. El mausoleo que hizo construir un gobernante mongol para guardar los restos de su esposa.

LAS TUMBAS DE LOS FARAONES Después de la dominación romana sobre Egipto entre el año 30 a. C. y el 395 d. C., la monumental civilización de los faraones desapareció por completo para el mundo occidental bajo el fango aluvional del Nilo y las arenas del desierto. Allí descansaron por más de mil quinientos años las tumbas de los faraones, las pirámides y una serie de templos que comenzaron a salir a la luz casi intactos a partir de la invasión de Napoleón en 1798. Pero recién en 1850 llegaron a Egipto los arqueólogos enviados por el Museo del Louvre, dispuestos a desenterrar el pasado.

El más famoso de los mausoleos recuperados en Egipto es el de Tutankamón, descubierto el 4 de noviembre de 1922 por un grupo de obreros a cargo del arqueólogo Howard Carter, mientras trabajaban en un corte debajo de la entrada a la tumba de Ramsés VI en el Valle de los Reyes. Allí apareció una escalera descendente que fue puesta al descubierto peldaño por peldaño, hasta desembocar en una puerta sellada con argamasa. Las improntas del sello eran las de una necrópolis real: el chacal y los nueve prisioneros. Casi un mes después los científicos llegaron a una segunda puerta donde se podía reconocer el sello de Tutankamón. En su relato del hallazgo contaba Carter: “Penetramos en la antecámara y contemplamos tesoros que se parecían al suntuoso decorado de un teatro moderno. Cuando vaciamos esa cámara entramos por una puerta interior también sellada y descubrimos el tesoro secreto. Estaba protegido por dos impresionantes guardianes vestidos de negro y oro, armados con una maza y un bastón. Cuando la puerta fue cayendo piedra por piedra, lo primero que vimos fue una pared que parecía de oro, cuyo sentido no entendimos. Hasta que la abertura se agrandó y comprendimos que lo que nos tapaba la visión era un inmenso sarcófago de oro”. El resultado de esta excavación se puede ver en el Museo Egipcio de El Cairo, del cual podría decirse que alberga el tesoro más fascinante jamás encontrado en la historia moderna, que estaba destinado a ser contemplado por el alma de los muertos y no por los vivos, excluidos de esta suerte de “arte oculto” en las tumbas de los emperadores.

En la tumba del Señor de Sipán, los arqueólogos hallaron piezas de oro puro del antiguo Perú.

TESORO MOCHICA A fines de 1986, una de las bandas de saqueadores de tesoros que asolaban los yacimientos arqueológicos de la costa norte peruana encontró casualmente el tesoro más fascinante del antiguo Perú: la tumba del Señor de Sipán. Pero uno de los saqueadores fue trampeado por sus compañeros, y por eso los delató. Así una comisión policial logró detener a un grupo que transportaba increíbles cabezas de oro. Esas piezas fueron la pista que llevó a la pirámide de ladrillos de adobe Huaca Rajada, obra de la cultura moche, construida hace unos dos mil años.

En 1987 un grupo de tres arqueólogos realizó las primeras prospecciones y encontró un repositorio de ofrendas con más de mil trescientas vasijas, acaso el primer indicio de que se acercaban a “algo importante”.

El primer hallazgo de restos humanos en el sitio fue el de un hombre joven con los pies amputados, a cuyo lado había un escudo. Estudios posteriores revelaron que era una especie de guardián de la tumba. Cincuenta centímetros más abajo del soldado aparecieron 16 vigas de algarroba carcomida, sostén sin duda de un techo. Y justo debajo estaba la tapa de un ataúd de madera ya desintegrado. Faltaba poco para el momento cumbre de la excavación: la aparición, entre la tierra removida con pincel, de una miniatura de oro puro con piedra turquesa que salía a la luz después de mil setecientos años. “Al fondo de un espacio vacío una diminuta efigie de oro y turquesa nos fijó su enérgica mirada. Era la probable representación del mismo Señor de Sipán. Fue el momento de un instante eterno que nunca vamos a olvidar”, declaró tiempo después el arqueólogo Walter Alva. Esa efigie circular –hoy una de las piezas más importantes del museo del Señor de Sipán– mide apenas 6,2 centímetros y representa a un jefe guerrero mochica vestido con una túnica incrustada de piedra turquesa y una corona semilunar.

En el sarcófago, los arqueólogos encontraron el cuerpo desintegrado de un hombre, ataviado con una corona, pectorales, una nariguera y toda clase de maravillosos adornos. El cráneo del Señor de Sipán estaba sobre un plato de oro y tenía ojos y una nariz de oro. Miles de pequeñas cuentas cilíndricas de conchas de colores conformaban diez pectorales, dispuestos uno arriba del otro sobre el pecho, donde también había un collar de oro y plata. En la mano derecha sostenía un lingote de oro y otro similar de plata en la izquierda. Asimismo se encontraron abanicos de pluma con mango de cobre y elegantes brazaletes con centenares de cuentas color turquesa de dos milímetros. Una especie de cetro y un cuchillo coronado con una pirámide invertida de oro indicaban que se trataba de un jefe máximo. Y el collar con 72 esferas de oro en degradé que estaba a la altura del cuello terminó de convencer a los investigadores de que habían descubierto los restos de un personaje excepcional. Tanto el Museo Tumbas Reales con los tesoros, como la tumba en sí del Señor de Sipán se pueden visitar desde la ciudad de Lambayeque, en el norte del país.

Algunas estatuas del Mausoleo de Halicarnaso se pueden ver en el Museo Británico de Londres.

EL TAJ MAHAL Sha Jahan, gobernador del imperio mongol en la India hasta 1666, fue otro de esos grandes megalómanos de la historia al que le pesaba por demás la idea de la muerte. Pero en este caso la destinataria del mausoleo –el Taj Mahal– fue su esposa preferida, Mumtaz Mahal, muerta al dar a luz a su decimocuarto hijo en 1631.

Sha Jahan se había casado con ella, una doncella de sangre real que se convirtió en la favorita de su harén, en 1612. Al morir Mumtaz Mahal, fue tal la pena del gobernador que mandó construir el Taj Mahal como homenaje póstumo. La obra concluyó 22 años después de la muerte de la reina. En 1657 Sha Jahan se enfermó y su hijo Sha Shuja se autoproclamó emperador en Bengala, mientras Aurangzeb, hermano del anterior, hacía lo mismo en Gujarat. Este último venció a su hermano y arrestó a su propio padre para destituirlo, confinándolo hasta su muerte en una cárcel de lujo dentro del Fuerte Rojo, donde Sha Jahan terminó sus días observando desde la ventana –y según la leyenda reflejado en un espejo porque no tenía ángulo de visión– el radiante mausoleo. En 1666 Jahan murió y fue sepultado dentro de un cenotafio, al lado de la mujer que más amó.

El principal material utilizado en el Taj Mahal fue el mármol blanco llevado desde las canteras de Makrana, en Rajastán. Casi toda la superficie del complejo está sobrecargada de decoración al estilo musulmán, sin imágenes humanas ni de Alá, con incrustaciones de piedras preciosas, motivos geométricos y transcripciones del Corán.

El listado de gemas que decoran este mausoleo con aires de palacio de Las mil y una noches es interminable: jade y cristales de la China, jaspe del Punjab, turquesas del Tíbet y lapislázuli de Afganistán, crisolita de Egipto, ágatas del Yemen, zafiros de Ceilán y amatistas de Persia. Y la serie se completa con corales de Arabia, malaquita de Rusia, cuarzo de los Himalayas, diamantes de Golconda y ámbares del Océano Indico

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