turismo

Domingo, 21 de noviembre de 2010

JUJUY. LA QUEBRADA DE HUMAHUACA

Quebradeño, me dicen

Punto de partida para el ascenso latinoamericano o cierre del recorrido norteño por el país, la Quebrada de Humahuaca es una fiesta de vivencias y tonalidades imperdibles para todo viajero que se precie de tal. Las postas clásicas y algunos destacados de la tierra jujeña que invita a volver, una y otra vez.

 Por Pablo Donadio

Para quien tiene la suerte de viajar seguido, la comparación es inevitable. No porque haya que elevar uno u otro destino, ya que a decir verdad todo nuestro país es tan bello como inabarcable. Pero en ese paño multicolor y destacado, por tradiciones, usos culturales, contacto con la gente, sonidos y silencios de la tierra, el Noroeste saca ventaja. Y allí, aumentando aún más la lupa sobre el territorio, es la Quebrada de Humahuaca toda una condensación de horizontes coloridos, músicas, comidas y valores ancestrales que imponen la necesidad de conocer... o volver. Basta un ejemplo: tan sorprendentes son sus 170 kilómetros de pueblitos (algunos humildes y otros más famosos) que, cuando en 2003 la Unesco resolvió incluirla dentro de los sitios considerados Patrimonio de la Humanidad, tuvo que crear una nueva categoría a la que denominó “Paisaje Cultural”.

Mirador del Camino de los Colorados, detrás del cerro De los Siete Colores, en Purmamarca.

PRIMEROS COLORES La mayoría de los medios de transporte que conectan Buenos Aires y otras ciudades con Jujuy llegan hasta la capital provincial, San Salvador, aunque la quebrada comienza un poco más al norte sobre la R.N. 9, que ladea el río Grande durante gran parte de su recorrido. El debut de tonalidades lo establece el pueblo de Volcán, a 40 kilómetros de la capital, donde llaman la atención el tinglado del ex Ferrocarril General Belgrano y la vieja estación de estructura industrial inglesa, hoy parte de la feria local con ropas, dulces, quesos y arte nativo en múltiples formas. El antiguo Pukará y El Antigal (cementerio sagrado) son dos lugares cercanos para conocer la cultura de la primera posta quebradeña.

Unos 10 kilómetros arriba está Tumbaya, el primero de una serie de asentamientos prehispánicos de los indios omaguacas, que alcanzaron su esplendor en la región entre los años 850 y 1480 d.C., bajo el dominio de diferentes tribus. Estas fueron las que dieron nombre a las tierras que circundan al río Grande, formando su hogar en este suelo prodigioso. Como en casi toda la zona, la cosmovisión originaria andina convive hoy con creencias cristianas insertadas por los colonizadores europeos. En las propias estructuras es posible ver esa fusión, con cierto aire colonial en una arquitectura que suma adobe y cardón como algo natural. La iglesia de Tumbaya es un ejemplo: construida en 1796 conserva valiosas pinturas de la escuela cuzqueña, piezas de orfebrería y alabanzas al cura violinero San Francisco Solano, junto con otros ritos antiguos a la Pachamama.

Siguiendo el río y saliéndose de la R.N. 9 hacia el este, en la intersección de la R.N. 52 hace su presentación una de las tres localidades más famosas: Purmamarca. “Pueblo de tierra virgen”, en lengua aimara, la tierra del cerro De los Siete Colores porta un resplandor único e irrepetible. Es un tesoro que vale la pena cuidar y conservar lo más inalterable que se pueda, ya que desde hace unos años es desbordada cada verano por visitantes argentinos y extranjeros incrédulos ante tanta belleza. Y no es para menos: Purmamarca invita a tener los ojos bien abiertos y todos los sentidos alertan para absorber las sensaciones, las charlas con su gente, los sabores de ese suelo. Sus construcciones y el mercado de la plaza, lleno de mantas al telar, ollas de barro cocido, abrigos de lana de llama e instrumentos musicales, no dejan de asombrar a quien llega con ojos de ciudad, al igual que algunas costumbres más recientes, como la que ocurre en la parroquia Santa Rosa de Lima cuando cada tarde los “misachicos” cantan y bailan tomados de las manos al ritmo de quenas y tambores como rito previo a la misa.

Tamales, humitas y empanaditas caseras de carne, queso de cabra o mondongo se degustan con rapidez no solo porque todo tarda un poco más que en cualquier lado, sino por su infalible olor caserito. Ahí nomás, porque todo queda cerca, las peñas y los músicos de la plaza arman el espectáculo diario. Si es que no se llega a mediados de enero, cuando el Festival Coplero copa las callecitas de tierra bañadas en albahaca, harina, chicha y arsenales de coplas. Si bien es cierto que “no hay mejor viaje que el que se va improvisando día a día”, hay algunos clásicos imperdibles, entre ellos el Camino de los Colorados y las Salinas Grandes. El primero es un recorrido que enlaza y desnuda por delante y por detrás la gama de ocres, verdes, anaranjados, púrpuras y rosados que se combinan en las laderas del Siete Colores, contrastando su perfección con la aridez del paisaje. El segundo invita a la excursión por el desierto salino, siguiendo camino por la R.N. 52 hasta dar con la Cuesta de Lipán camino del Abra de Potrerillo, con el punto más alto en la ruta a 4170 m.s.n.m.

La casa del maestro Ricardo Vilca, uno de los estandartes de la música del Altiplano.

DE FIESTA EN FIESTA Pasito intermedio entre Purmamarca y Tilcara, Maimará parece encender aún más los suelos y se consolida como un nuevo destino de renombre en pleno centro de la quebrada, a 2383 m.s.n.m. Al llegar, el pueblo llama la atención en varios aspectos, en especial por el cementerio: emplazado en la altura de un cerro, ese lugar destacado y más cercano al Tata Inti es especial para los que ya se han ido. Ese sitio central, adornado con flores de papel, lejos de ser un espacio apartado es parte de la escena diaria del pueblo.

A nivel paisajístico, Maimará tiene a sus espaldas un cerro parecido al Siete Colores, llamado turísticamente Paleta del Pintor, desde donde se oyen pasar las aguas del Grande. Acá se vive el Carnaval con todo, visitado por las tradicionales comparsas y otros festejos con música folklórica en celebraciones y encuentros gastronómico-culturales como el Festival del Choclo. Cerca, la antigua casona colonial Hornillos –que fuera posta obligada en la ruta que unía el Alto Perú con el Virreinato del Río de la Plata, y donde descansó el general Belgrano tras las victorias de Salta y Tucumán– abre sus puertas de museo para repasar la historia.

Cabecera del departamento, Tilcara espera ocho kilómetros más al norte. Radiante, invita a bailar y festejar la vida en cada rincón. Lugar de baile hasta la madrugada y eje de borracheras épicas, El Quincho, a la vuelta de la plaza central, convoca a jóvenes y adultos a puro carnavalito, mientras algunas bandas de “otro palo” llegan con el controvertido y multitudinario Enero Tilcareño. Sea como sea, la música vive día y noche aquí como el sonido del agua del Huasamayo. De fuerte impronta colonial, las calles centrales muestran enormes baldosones hexagonales y fachadas tradicionales con faroles de hierro negro que se encienden cuando cae la tarde, y entonces el clima es aún más acogedor para quien visita. Conocida como “capital arqueológica de la provincia”, Tilcara tiene como visita ineludible el famoso Pukará, la mejor conservada de una serie de fortalezas indígenas de la época preincaica, y otros museos a cielo abierto para desandar el camino de quienes pisaron estos suelos hace miles de años. Cuentan por ahí que sus ancestros eran también expertos tejedores y alfareros, y esas enseñanzas se han trasladado a los puesteros que hoy exponen sus creaciones en el mercado de la plaza central. A nivel aventura también hay qué hacer, desde las cabalgatas al rapel en otro de los circuitos recomendables: la Garganta del Diablo. Allí se baja por la gruta donde pasa el agua que llega a la ciudad, tras dos horas de caminata por senderos semi marcados que se internan entre los cerros. El destino final busca una gran cascada que al caer genera una olla perfecta, y es premio de quienes llegan exhaustos buscando refrescarse antes de regresar.

Camino al Pukará de Tilcara, del otro lado del puente de hierro, una salida imperdible.

HUMAHUAQUEÑITO La R.N. 9 sigue camino ascendente hasta Huacalera, el establecimiento colonial más antiguo de la quebrada, donde existen varios yacimientos arqueológicos y edificaciones del siglo XVII junto al curioso monolito que indica el cruce del Trópico de Capricornio. A casi 3000 m.s.n.m., la posta siguiente es Uquía, también escenario de reservas arqueológicas, ruinas y pircas de una población indígena prehispánica asentada en Peñas Blancas y el rojísimo cerro Las Señoritas, paso previo al fin del itinerario: Humahuaca.

Esta es la ciudad cabecera y de mayor población de todo el territorio, y una suerte de resumen de todo lo vivido hasta aquí. Las casas de adobe y las calles estrechas dominan su pueblo adoquinado, con lugares que hablan de la historia reciente y antigua por igual. La plaza de la Independencia muestra al colosal indio de hierro apoyado en imágenes de los hombres que libraron aquella batalla: “Acá se recuerda que nuestro general (Manuel Belgrano) vistió los cardones como soldados y así asustó a los realistas”, cuenta Mario, un humahuaqueño de 14 años que acompaña a su madre a vender cerámicas, haciendo de guía y cantando unas coplas con su cajita con igual talento.

Comidas regionales como el locro, humitas y tamales no faltan en las peñas, siempre dispuestas a introducir a los invitados en la magia de la zamba, el ardor de la chacarera y la alegría de la saya. Esos y otros ritmos realzan la belleza de las mozas jujeñas y sus trenzas, y la destreza de los bailarines del pago, que a puro zapateo y mudanzas intentan conquistarlas. Para completar el abanico musiquero hay que llegar en época de carnavales aquí también, y entonces sentir en toda su expresión la celebración de la quebrada en el mes de febrero, cuando los ritmos son acompañados por las creencias y las vestimentas típicas. Finalmente la visita a la casa del maestro Ricardo Vilca, el entrañable músico andino que difundió sus ritmos en el mundo, es un imperdible local: cuando “La magia de mi raza” se enciende por las tardes-noches, se lo recuerda con la banda que supo ser dirigida por este fantástico cantante y compositor jujeño. Así es posible conocer uno de los legados históricos que ha permanecido en estas tierras como un documento inalterable, y al que es necesario regresar cada tantoz

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Las Salinas Grandes, un blanco infinito que se visita desde la bella Purmamarca.
Imagen: Pablo Donadio
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