Domingo, 21 de noviembre de 2010 | Hoy
DIARIO DE VIAJE. CAMPOS Y ALDEAS DEL TíBET
A mediados de los ’80, el escritor chino Ma Jian recorrió su país durante tres años llevando consigo sólo una muda de ropa, dos jabones, un anotador, una cámara y Hojas de hierba, de Walt Whitman. La travesía lo llevará a lugares poco frecuentados del gigante oriental, pero también a Myanmar y el Tíbet, indagando en el significado de ser budista en la China post-Mao.
Por Ma Jian *
Hoy es 18 de agosto. Hace tres años, en Pekín, nunca hubiese imaginado que pasaría mi cumpleaños treinta y tres solo en los campos salvajes del Tíbet. La familia de peregrinos con los que he estado caminando hoy va a escalar el monte Kailash. El viaje les llevará seis meses, pero sus ovejas son tan delgaditas que se les va a acabar la comida mucho antes de llegar a su objetivo. Los dos yaks que cargan con su alfombra y tienda de campaña están tan escuálidos como las ovejas. Los peregrinos llevaban pieles en jirones, no tenía forma de saber sus edades. Anoche vi su tienda y me acerqué a pedirles algo de comida. El hombre con el sombrero de fieltro escupió en un cuenco, lo limpió con la manga y lo llenó de cebada molida y leche. Esta mañana doblaron la tienda y continuaron todo el día, y los observé mientras cantaban con las manos en el aire, rezando por la liberación del sufrimiento terrenal. Miraban al cielo y veían un escape. Yo miraba al mismo cielo azul pero no veía nada. El sol del mediodía me hizo ampollas en la cara.
Leí en el diario que Liu Yu ha llegado a Shanghaiguan. ¿Cuál será su próximo destino ahora que ha terminado de recorrer la Gran Muralla? El cambio roza la vida de todos. Tian Bing escribió para decirme que ha empezado a tomar clases de Chi Kung. El año pasado creía que se trataba de supersticiones sin sentido y me abofeteó por dar una demostración. Li Zhi, el poeta disidente con el que me quedé en Guiyang, al parecer es diputado en el Congreso Popular y se ha mudado a un gran apartamento gubernamental. Me pregunto qué habrá sido de su horno. El poeta taoísta Yao Lu escribió para decirme que su mujer se quería ir del país y le había pedido el divorcio. Me preguntó si el Diario Legal de Shenzhen seguía buscando un editor. Cuando el año pasado le conté que había un puesto se rió y dijo que Shenzhen no era lugar para intelectuales. Yo todavía estoy pisando mi camino. De llegar a un callejón sin salida, supongo que siempre podría volver a Pekín.
LA MUJER Y EL CIELO AZUL Nuestro autobús sube con dificultad hasta el pico del puerto de Kamba, a cinco mil metros. Detrás de nosotros un grupo de camiones militares sigue intentando avanzar por las estribaciones. Cuando las últimas nubes consiguen soltarse de las rocas y de las piedras de oración y bajar raspando el barranco, aparece el lago Yadrok. Cuando la superficie del lago refleja el cielo azul y los picos nevados y brillantes se zambullen de cabeza en el agua, me viene un deseo repentino de abrazar a alguien.
Esta es la carretera que lleva al centro del Tíbet. El autobús desciende hasta el pie de la montaña y corre a toda velocidad por las orillas del lago; un olor asqueroso a piel húmeda de oveja medio podrida llega de los asientos de atrás. Voy tan aplastado que se me han quedado las piernas dormidas. La chica que hay sentada a mi lado cerca de la puerta está envuelta en una capa gruesa. Se pone a hurgar en los pliegues de lana y saca gelatina de fruto de espino y una radio de bolsillo. Entonces revuelve un poco más y extrae un bebé pequeño y pegajoso. Lo sujeta para que haga pis en el suelo y lo vuelve a meter en su morral. La orina salpica mis zapatos. Intento alejar mi bolso del charco.
Al otro lado de la ventana, el lago parece tranquilo y espacioso. No hay ni una mota de polvo en el aire. Le pego un grito al conductor y le pido que me deje bajar.
Agosto es el mes dorado de la meseta. El cielo se vuelve tan claro que no se puede sentir el aire. Ando hasta la orilla, saco una toallita de mi bolsa y me limpio la cara. La brisa riza el lago y los rayos de sol relucen sobre una cama de guijarros. Qué lugar tan hermoso. En el Tíbet, los lagos son considerados sagrados y los pastores raramente se bañan o pescan en ellos, por lo que sus aguas son siempre prístinas.
La ciudad de Nangartse está todavía a unos cuantos kilómetros. En una montaña de la lejanía puedo ver un grupo de casas de adobe con banderas de oración ondeando sobre cada tejado. Por encima de ellas se asoma un templo pintado con tiras de rojo, blanco y azul, y todavía arriba aparece una stupa blanqueada que guarda las cenizas de los lamas muertos, destella bajo el sol.
Por debajo de la aldea, al borde del lago, hay un edificio de hormigón que deduzco que será la casa del comité. Me levanto y saco la carta de presentación que Liu Ren falsificó y que dice que soy un reportero invitado por la radio regional del Tíbet autónomo. Cuando llego a la casa, descubro que no es más que una cabaña como cualquier otra. Un soldado abre la puerta principal y me habla con acento de Sichuan. Le doy la carta y le digo que estoy llevando a cabo una investigación sobre las costumbres locales. Me invita a entrar.
–Esta es una estación de reparación. Mi nombre es Zhang Liming.
Hay un rifle en la pared. El suelo está lleno de cortadores de cables, aislantes de porcelana y cajas de cartón rotas. Su función es dar servicio a las líneas de teléfono militares y mantener una buena conexión. Cuando le pregunto si me puedo quedar, parece encantado con la idea.
Llevo aquí cuatro años. Si la línea de teléfono funciona, me voy a pescar al lago o me tomo un trago con los tibetanos de la aldea. O, por lo que se ve, lee libros de antiguos guerreros pues tiene un montón sobre el escritorio, al lado de un walkie-talkie polvoriento, una radiocasetera, unas cuantas cintas y una maraña de cables rojos. (...)
Lo acompaño a la aldea. Durante el camino le hablo de los cambios que ha habido en China. Hace dos años pasé por su ciudad natal, Zigong, y visité el nuevo museo de los dinosaurios. Las gigantescas bestias habían sido desenterradas y descansaban ahora sobre la tierra en la que antaño crecían los bosques primitivos. Los autobuses funcionaban con gas natural almacenado sobre los techos dentro de unas bolsas enormes de caucho negro que se tambaleaban de un lado a otro. Liming dice que no sabía que hubiese dinosaurios en Zigong. Yo le hablo de mis intentos fallidos para ver un entierro en Lhasa. O bien la ceremonia había terminado para el amanecer o bien los aldeanos me prohibían acercarme al lugar. En una ocasión hasta me tiraron piedras. Mis amigos me habían dicho que sería más fácil ver un entierro en el campo.
–La gente de aquí vive de otra manera –dice–. Hay cien familias en la aldea, y en diecinueve de ellas, todos los hermanos comparten la misma esposa.
–En China irías a la cárcel por algo así. Aunque en Yunnan visité una aldea naxi que aún practica el sistema azhu. Las mujeres pueden tener tantos amantes como gusten. Cuantos más, mayor prestigio.
–Aquí las esposas se supone que se tienen que dedicar a mediar entre sus maridos y a mantener la casa en buen orden –se toca la visera de su gorra.
–Compartir es una virtud que la sociedad moderna ha perdido. ¿Me podrías llevar a conocer a una de estas familias?
–Ahora estamos yendo a la casa de Sangye. Es la jefa de la asociación de mujeres de la aldea y tiene tres maridos. El mayor, Gelek, fue el primer empresario de la aldea. Construyó un molino de cereal el año pasado y se gana la vida moliendo cebada. Nunca cobra a las viudas y a los ancianos. El mediano, Tashi, lleva el generador de la aldea. Hace poco se compró un camión y ha empezado un servicio de reparto. El tercero, Norbu, es el albañil del monasterio Tashilhumpo. Viven en esa casa nueva de ahí arriba.
Entro por la puerta y veo un poster enorme del presidente Mao. Debajo hay un arca laqueada sobre la que descansa un Buda dorado al que rodean pequeños quemadores de incienso y flores de plástico de esas que venden en todos los puestos del mercado. Unas cuantas lámparas de manteca parpadean al lado de una fotografía del lama Panchen.
Liming y yo nos sentamos. Mientras habla en tibetano con Gelek, observo a Sangye echar sal y hojas de té en un hervidor negro y llevarlo al fogón del patio. Cuando rompe el hervor, sirve la infusión en una mantequera de madera, añade una buena cucharada de manteca de yak y lo remueve con un palo de madera. El líquido borbotea y hace ruido. Sangye lleva una camisa blanca debajo de una bata sin mangas que tiene atada a la cintura con un delantal a rayas. Sabe que la estoy mirando; cada dos por tres se da vuelta y sonríe en dirección a la habitación. Entra con el hervidor y vierte el té en tres cuencos de madera. Doy un sorbo: está salado y aceitoso pero es más fuerte que la infusión que me dieron de unos termos unos tibetanos en Lhasaz
* Autora de Polvo Rojo. Un viaje a través de China. Seix Barral, Crónicas, 2006.
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