Domingo, 27 de febrero de 2011 | Hoy
URUGUAY. PUNTA RUBIA, VECINA DE LA PEDRERA
Virginal, acústico y artesanal. El balneario oriental de Punta Rubia tiene apenas un almacén y un camping, algunas casas de playa, mucho silencio: está en pleno amanecer y ofrece entonces el mejor refugio frente al mundanal ruido. Un deleite para desconectarse con lecturas, cabalgatas y buñuelos de alga.
Por Emiliano Guido
El hombre de malla marfil, perdida la noción del tiempo y el espacio, está tumbado junto a un libro de lomo amarillo en un paño arlequín, arropado solamente por el rumor del mar. Nada ni nadie lo inmuta durante largas horas. La mañana despejada es solitaria; sólo el viento esteño juega con una pelota naranja que parece haber quedado boyando desde la tarde anterior. Hasta que una adolescente de pelo crespo y su marchita canasta de mimbre rompen el hechizo con la oferta vegetariana del día: “¿Desea el señor un buñuelo de arroz, o de alga? ¿Alguna tarta de pescado?”.
Mientras tanto, las estelares playas uruguayas de la Costa de Rocha –La Paloma, La Pedrera, Cabo Polonio, Punta del Diablo, Valizas– desbordan de turistas, sobre todo los vecinos argentinos y brasileños. La temporada estival 2011 al otro lado del río reconoce una unívoca postal: mucho consumo, mucha gente, sombrillas apareadas. Salvo en la iniciática y primeriza Punta Rubia, la blonda más intimista, unplugged y solitaria de todo Rocha.
En principio, la historia de Punta Rubia tiene visos de promesa veraniega: las inmobiliarias orientales cuadricularon un puñado de solares, un grupo de personas anudó un camping “ecológico” en pleno “monte indígena” y algunos uruguayos anclaron unos ladrillos entre arrayanes y coronillas para cobijar su escape de fin de semana. Eso es todo: dos kilómetros de largo y mil metros de superficie entre la Ruta 10 y el océano. En el medio, todo está en grado cero, pura tierra a conquistar.
Precisamente ese estado territorial de preloteo en una costa contigua a la ya mediática y cool La Pedrera convierte a Punta Rubia en una especie de gallina de los huevos de oro. Por eso, la cantidad de anuncios de venta de terrenos clavados en los postes de luz del paraje, o el vendaval de ofertas electrónicas linkeadas en la web charrúa: “Multiplique su inversión por cinco en sólo tres años”. Pero Punta Rubia es más que un aviso clasificado: su atmósfera destila un perfume salvaje, agreste, místico. Todo lo contrario del tufillo urbano.
PENSAR EN NADA “El agua para el termo es a colaboración”, dice Gonzalo, remera ricotera, barba enarenada e intermitente portavoz del único parador estacionado en la arena de Punta Rubia. En ese conjunto de tablas de madera y deck playero se cuece lo único que puede ofrecer el mercado a los turistas del lugar: tartas de verdura, el clásico “chivito” uruguayo y, ya sobre el crepúsculo de la jornada, alguna performance musical de baja estridencia. Por otro lado, el bar de Gonzalo es el punto a contactar si se quiere dar con los baqueanos criollos que promocionan “cabalgatas a media mañana” hasta el balneario Santa Isabel, por unos doscientos pesos uruguayos (cuarenta pesos al cambio nacional).
Además, Punta Rubia agrupa un conjunto de dunas gráciles, desde donde los más chiquitos pueden ejecutar varias acrobacias y fantasear con aventuras cinematográficas en medio de un escenario desértico. O, como ha sido una constante cotidiana en el verano 2011, también es aconsejable tomar a las menudas dunas de Punta Rubia como pista de lanzamiento de barriletes. El viento esteño, tenaz y omnipresente, nunca faltará a la cita para inflar los cometas y serpentearlos en el cielo con la fuerza de un titán.
Por último, a riesgo de ser reiterativo, vale aclarar que la nueva perla de Rocha no pretende ser un carrusel de promociones, eventos y servicios estacionales. Punta Rubia es una playa diáfana, un mar de olas picarescas, un monte nativo, ni una gota de asfalto. Por eso, la mejor actividad que se puede agendar en el lugar es aguardar la hora en que amaina el sol y fugarse hacia el norte o hacia el sur para una larga caminata. El primer destino de la brújula deparará llegar a la también descongestionada playa Santa Isabel. Si se elige el sur en cambio, atentos: porque el escenario cambiará radicalmente cuando, tras unos minutos, se desembarque en la hermana mayor de Punta Rubia, la coqueta y concurridísima La Pedrera.
POLO GASTRONOMICO De repente, al arribar a La Pedrera, el turista sospechará que algún dios jugó a los dados con la región y equilibró la soledad de Punta Rubia con el bullicio de su balneario hermano. Es que esta comarca veraniega, famosa por su pequeño acantilado rocoso, su rambla prolija y europeísta –sacada como de una casa de muñecas– y la otoñal nave encallada desde hace añares en la Playa del Barco, está viviendo su pico de gloria. Mucho personaje mediático porteño, una turba de adolescentes apolíneos prestos para cualquier casting y una buena dosis de ecologistas de exhibición pueblan y repueblan desde hace un par de veranos la capacidad de alojamiento del lugar. En definitiva, el puntarrubiense encontrará en la peregrinación a La Pedrera un recreo de sociabilidad, un avistamiento del otro, todo aquello que naufragó, precisamente, en Punta Rubia.
Aunque, como bonus track, La Pedrera ofrece una ventaja nocturna para sacar provecho. Ocurre que el rubro gourmet creció tanto que ya se habla de la existencia de un polo gastronómico en Rocha, si se tiene en cuenta la cocina de autor del restaurante Perillán –los risottos son muy aconsejables– y el flamante John Fonda, para combinar tapas mediterráneas y cerveza frente al mar, sin olvidar la buena mesa de Lajau, el concurrido Don Rómulo y Costa Brava, catalogado como el mejor por los lugareños.
Pero a no perder la perspectiva: si la hoja de ruta del veraneante anhela una desconexión real del pegoteo y la intoxicación urbana, el destino rochense es uno solo, y entonces sí cabe decir que llegó la hora de Punta Rubia
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