Domingo, 13 de marzo de 2011 | Hoy
BOLIVIA > EL CARNAVAL DE ORURO
Viaje al Carnaval más tradicional de Bolivia. Crónica de un fin de semana agitado, entre baños de espuma, música y bailes, donde la religión y el desenfreno son protagonistas por igual de una fiesta que nació con la Pachamama y se difundió con el culto a la Virgen de los Mineros.
Por Guido Piotrkowski
La alegría no es sólo brasileña. Al parecer también es boliviana, al menos durante los festejos del Carnaval de Oruro, que atrajo a esta ciudad unas 300 mil personas durante el sábado y domingo pasados, las jornadas más importantes de una celebración que mezcla devoción y desenfreno.
El Carnaval de Oruro fue declarado “Obra Maestra del Patrimonio Intangible de la Humanidad” por la Unesco, y la ciudad, reconocida mundialmente por esta vistosa fiesta, fue consagrada Capital del Folklore de Bolivia.
SABADO DE DEVOCION “En estos días es obligatorio divertirse”, exclama Alejandra, una joven de La Paz, a quien quiera oírla en el ómnibus rumbo a Oruro. Son las 5 de la mañana del sábado y faltan pocas horas para que la gran fiesta se desate.
Llegamos temprano, pero ya hay multitudes deambulando por todos lados. Conseguir alojamiento es una odisea. En los alrededores de la terminal de ómnibus, los micros se agolpan para encontrar un sitio donde estacionar. La mañana está soleada. Las primeras agrupaciones ya hicieron su “entrada”. Se escuchan las bandas y los petardos que retumban a lo lejos. El recorrido que realizan los diversos grupos folklóricos –48 para ser exactos, entre caporales, morenadas, diabladas y tinkus, acompañados de unas 80 bandas que ejecutan las pegadizas melodías–, abarca unos cuatro kilómetros de largo, que les llevan casi cuatro horas ininterrumpidas a puro baile, música y demostraciones de las diferentes culturas del país. Los conjuntos vienen de diversos puntos de Bolivia, tanto importantes ciudades como Sucre, Cochabamba o La Paz, hasta pequeños pueblos del interior de las yungas.
La avenida 6 de Agosto es ancha y larga, larguísima. A ambos lados hay gradas repletas de público. Ahora llueve y hace frío, pero a los danzarines parece no afectarles el cambio de clima repentino: ellos siguen su larga marcha, ataviados en magníficos y coloridos trajes y máscaras. Una marcha que recién comienza, hacia el punto final de un desfile que es también una suerte de peregrinación, porque se dirigen al santuario de la Virgen del Socavón, la “Mamita”, o la Virgen de la Candelaria, a quien los participantes este día le dedican sus bailes y promesas.
Porque este Carnaval tiene un importante componente religioso, que viene de los cultos andinos a la Pachamama y que se inició en tiempos del auge minero, cuando los trabajadores le rendían culto al Tío, el guardián de las profundidades. La leyenda cuenta que en el socavón de una de las minas de Oruro se apareció una imagen de la Virgen, que se convirtió en la patrona de los mineros. Fue así que nacieron las primeras comparsas de diablo que danzaban fuera de la mina, para venerarla.
Al salir de la avenida, los grupos circulan por las callecitas de la ciudad atestadas de gente en las gradas que los viva y alienta. Cuando pasan las chicas de los caporales, vistiendo cortísimas polleritas que menean sensualmente, los hombres gritan: “¡Beso, beso!”. Entre las multitudes se abren paso como pueden los vendedores de todo: cerveza a raudales, ponchos para la lluvia, licor de café, pochochos, sandwiches. En las calles aledañas, las cholas tienen sus puestos de comidas. Ollas humeantes con caldos espesos, salchipapas, chicharrón, frutas, verduras. Son miles de puestos a lo largo y ancho de la ciudad. El Carnaval da hambre. Tras recorrer las callecitas, las agrupaciones llegan al último tramo antes del socavón, la Avenida Cívica.
EL SANTUARIO Ya no llueve, pero el frío persiste y cala hondo en los huesos de aquellos que no desfilamos. Los alrededores de la plaza del socavón, un círculo perfecto que antecede a la iglesia, están repletos. A un lado hay un mirador altísimo, cuya escalinata está superpoblada. Abajo, un enrejado separa la plaza del público de pie, que se aferra al alambrado como si fuera un partido de fútbol. Mientras tanto, los más pudientes se sientan en su palco, de frente a la iglesia.
Las agrupaciones van llegando, una tras otra, ininterrumpidamente. Deberían estar exhaustas, pero no. Bailan enérgicamente alrededor de la plaza hasta la escalinata de la iglesia, entre los alientos del público y la estridente música de las bandas, con sus bombos, platillos, trompetas, clarinetes y vistosos trombones que braman en el socavón.
Finamente, los devotos carnavaleros ingresan al santuario, de rodillas. La iglesia, oscura, se viste de mil colores y el sol del atardecer se cuela por uno de los ventanales que tiñen de amarillo la escena. El cura da misa. Es el súmmum del sincretismo. Los devotos escuchan con atención sus palabras, aun de rodillas. Desde afuera llega el sonido ensordecedor de las bandas, del desfile infinito que se prolongará más allá de la medianoche.
Cuando el cura termina su sermón, todos se ponen de pie y caminan hasta los pies de la imagen de la Virgen. Una vez más, se arrodillan. Se persignan, se agolpan frente al icono y salen, de espaldas a las puertas, de frente a la “Mamita”. En medio del tumulto que se arma a la salida, una joven llora de emoción y balbucea frases que no consigue hilar: “Este mi primer año. Bailar es una experiencia única. Estoy muy emocionada. Es un halago para mí”, dice entre lágrimas Maira, de la agrupación Cullaguada de Oruro. Los promesantes siguen saliendo, apretujados. “Es algo inexplicable, no se puede decir lo que uno siente. Cuando uno baila con fe, lo hace de corazón, para venir a dedicarle todo a la Virgencita”, dice un emocionadísimo Carlos Daniel, de los Sambos Caporales.
“¿Tú ya entraste? –pregunta un hombre, impecable traje blanco, camisa roja, corbata dorada, trombón en mano–. Se siente lindo, ¿no?”
DOMINGO DE CARNAVAL, ALBA Y FINAL Después de 20 horas de baile ininterrumpido, durante las cuales los promesantes carnavaleros desfilaron hasta altas horas de la madrugada, llega el momento del “Alba”, a la cinco de la mañana, cuando las mejores bandas se juntan en las graderías de las Avenida Cívica a tocar frente a frente por más de dos horas.
Son las 7 de la mañana y el sol radiante augura una jornada más cálida. La banda Central Cocani, con sus integrantes en traje verde, corbata blanca y camisa azul un tanto desaliñadas, toca fervorosamente en las gradas. Abajo, sobre la avenida, una multitud apretujada, enajenada y alcoholizada baila y canta bañada en espuma. La mayoría siguió de largo, sus rostros no pueden ocultar la trasnochada. Ya no hay signos de devoción, sino de jolgorio, de parranda. Es domingo de Carnaval.
A media mañana hace un calor tremendo. El sol del altiplano, a 3700 metros de altura, castiga sin piedad. Las primeras agrupaciones ya arrancaron nuevamente. Pero hoy, “domingo de corso”, sólo desfilarán hasta la Avenida Cívica. En la calle Aroma, paralela al sitio de entrada, está la trastienda. Allí es donde se reúnen los conjuntos antes de entrar. Las bandas ensayan una última vez. Los hombres se hacen lustrar los zapatos y las chicas se hacen los retoques necesarios para lucir espléndidas. Hay una decena de improvisadas peluquerías que ofrecen todos los servicios: trenzas, uñas, maquillaje.
Pero todo se retrasa un poco más de la cuenta durante este domingo de Carnaval. El sábado fue largo y muchas agrupaciones no consiguen reunir a todos sus integrantes a tiempo. Nada grave, sólo algunos baches entre el paso de unos y otros. La gente, mientas tanto, bebe y baila en las tribunas. Los chicos aprovechan y se meten en la avenida. Corretean, juegan a la guerra del agua y la espuma.
Un espeso nubarrón tapa el cielo al atardecer. Un grupo de jóvenes disfrazados de mujer irrumpe en la avenida y le quita un poco de seriedad al tono folklórico. Llueve a cántaros, pero a nadie parece importarle. Es Carnaval.
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