Dom 03.04.2011
turismo

GRAN BRETAÑA. UNA ABADíA CON CORONA

Gótico londinense

La Abadía de Westminster, en el corazón de Londres, será el mediatizado escenario de la boda del príncipe William, a fines de abril. Más allá de la fastuosa ceremonia, esta iglesia gótica es imperdible por su belleza y su historia: tradicionalmente aquí son coronados, y alguna vez también sepultados, los reyes de Inglaterra.

› Por Graciela Cutuli

Realmente no necesitaba una boda real para saltar a la atención del gran público. Desde siempre la Abadía de Westminster, a pasos del Parlamento londinense, es uno de los lugares que cualquiera subraya en su guía turística a la hora de preparar un viaje a Gran Bretaña: una atención bien ganada a fuerza tanto de matrimonios como de funerales reales, que de ambos conoció a lo largo de los siglos. Esta vez, es la boda del príncipe William con su novia plebeya, destinada en el imaginario turístico-popular a lavar las afrentas del último gran casamiento regio, el príncipe Carlos & Lady Di. Que, dicho sea de paso, se casaron en la catedral de San Pablo, cuya imponente cúpula es la segunda más grande del mundo después de la de San Pedro en Roma (las raras vueltas del destino quisieron, sin embargo, que el funeral de Diana se organizara con toda pompa en la abadía).

Ahora, entonces, es el turno de Westminster –que no es catedral, a pesar de sus blasones– de ponerse bajo los reflectores para una ocasión más fausta, digna de ser marcada con piedra blanca en el calendario. Sus orígenes son, en verdad, muy antiguos: el primer santuario se fundó en el siglo VII y, según la tradición, fue consagrado tras una aparición de San Pedro a un pescador en el Támesis. Alrededor del 1050 se levantó la primera abadía, en estilo románico, luego reconstruida en estilo gótico entre 1245 y 1517. La agitada historia religiosa de Inglaterra no la dejó al margen: supo de cierres bajo el reinado de Enrique VIII y de daños bajo el de Carlos I, de fastos como el entierro de Cromwell y de afrentas como su desentierro pocos años después.

La histórica Abadía de Westminster, la más emblemática iglesia gótica de Londres.

WESTMINSTER La abadía es uno de los “highlights” del barrio de Westminster (“City of Westminster” para más categoría), uno de los más céntricos de Londres, al norte del Támesis y en la zona oeste de la capital. Prácticamente toda la vida oficial se concentra en esta zona, donde está la sede del Parlamento –las famosas Houses of Parliament–, las Cortes de Justicia y el Palacio de Buckingham, con un pintoresco y demodé cambio de guardia. Aquí la vida turística tampoco sabe de pausas: es incesante el vaivén de visitantes de todo el mundo, a pie o en los famosos buses de doble piso, en busca de acercarse a Downing Street, la National Gallery, Oxford Street, Piccadilly Circus o Trafalgar Square. Pero entre todos ellos la Abadía de Westminster merece un lugar y tiempo especial, para lo cual habrá que afrontar con paciencia las frecuentes aglomeraciones en la entrada: nadie sale arrepentido, porque es un verdadero compendio de la historia británica que reúne belleza arquitectónica con emotividad y literatura, agregándole además la fuerza que brinda el peso de los siglos.

Basta entrar para sentirse sobrecogido: los 31 metros de altura de la nave de la abadía la convierten en la más alta de Inglaterra, y le dan una dimensión de sacralidad que se va reforzando paso a paso, aunque sea más frecuente cruzarse en el camino con turistas que con fieles (de hecho existe una opción para entrar gratuitamente a la abadía con fines religiosos, pero los responsables del lugar se encargan de que los visitantes no se desvíen, de modo que no resulta nada práctico para poder ver realmente lo que hay que ver, que justifica sobradamente el precio de la entrada).

Entre las obras maestras de la Abadía de Westminster se cuenta la Lady Chapel, construida entre 1503 y 1512. Ya en su tiempo se la consideró “una maravilla del mundo”, célebre por las puertas de bronce con el emblema de los Tudor, el techo abovedado finalmente esculpido y el casi centenar de estatuas de santos. Allí se encuentran las tumbas de Enrique VII y la reina Elizabeth de York. También llaman la atención las coloridas banderas con escudos heráldicos que penden del techo, un recuerdo de la época en que la capilla se usó para los Caballeros de la Orden de Bath. Otras tumbas célebres descansan en la Lady Chapel: las de Elizabeth I y su media hermana, la reina María I, separadas por un trágico destino de odio y vidas cruzadas. Jorge II, el último rey sepultado en Westminster, está en una bóveda bajo la parte central de la capilla.

Vista interior del coro con su antiquísimo mobiliario y los vitrales.

EL TRONO DEL REY En la película El discurso del rey, recientemente premiada con el Oscar, la Abadía de Westminster se desviste para la gran pantalla y muestra los entretelones de la coronación de Jorge VI y sus titubeos discursivos. Es cuando Colin Firth, en el papel del rey, ensaya junto con su terapeuta del lenguaje Lionel Logue y ante el arzobispo de Canterbury las partes centrales de la ceremonia: y en un momento dado, cuando se da vuelta, Logue está sentado nada menos que en el Trono de la Coronación, una de las grandes reliquias de la historia británica.

El Trono de San Eduardo, o Trono de la Coronación, fue encargado en 1296 por el rey Eduardo I para contener la “piedra de Escocia”, o “piedra del destino”, que había arrebatado a los escoceses de la Abadía de Scone. Desde 1308, los reyes de Inglaterra primero y de Gran Bretaña después sentaron sus posaderas en esta silla para hacerse coronar: sólo la reina María I, que prefirió un trono regalado por el Papa, y María II, coronada en una réplica, se convirtieron en excepciones a una tradición que la última en cumplir fue la actual Isabel II.

El trono gótico realizado en madera salió de las manos de un carpintero conocido como Maestro Walter, que le talló patas con forma de león y, sobre todo, una cavidad bajo el asiento para contener la famosa piedra escocesa: pero solo hasta 1996, ya que luego la piedra en cuestión fue devuelta a su tierra natal, al menos hasta la próxima coronación. Hoy día el Trono de San Eduardo está cuidadosamente protegido, pero no siempre fue así, como muestra el dorso del respaldo, que conserva las huellas de los graffiti de algunos tempranos visitantes de la abadía.

EL RINCON DE LOS POETAS El sector dedicado a las glorias de las letras inglesas es uno de los más interesantes y visitados de la abadía: desde Geoffrey Chaucer a Charles Dickens y Rudyard Kipling, pasando por Oscar Wilde, todos tienen su memorial y su homenaje, dejando de lado escándalos, habladurías y proscripciones públicas de sus tiempos respectivos. El más reciente es Ted Hughes, para quien se prevé este año la inauguración de una placa.

Curiosamente, si Chaucer se hizo un lugar aquí en 1400 se debe a su puesto como encargado de obras en la abadía más que a sus méritos literarios: sin embargo, fue el iniciador de una tradición que, bien a lo british, ahora es sólidamente inamovible. Lo cual no significa que no haya que ser paciente: Lord Byron, por ejemplo, esperó hasta 1969 para recibir su homenaje en Westminster. También a William Shakespeare le llevó más de un siglo –de 1616 a 1740– tener su monumento. Sean sencillas placas engarzadas en el suelo, sean imponentes bustos de mármol o estatuas en madera tallada, cada nombre recordado aquí tiene reminiscencias inolvidables para la lengua inglesa, y muchas veces también más allá de cualquier frontera lingüística. Los visitantes suelen detenerse sobre todo frente al memorial conjunto de las hermanas Brontë, la tumba de Ben Jonson, el sepulcro de Charles Dickens –que no quiso un funeral imponente sino una sencilla ceremonia privada–, o las placas que recuerdan entre otros a T. S. Eliot, Jane Austen o Henry James. Pero aquí también se conmemora a otras figuras célebres: la cantante lírica sueca Jenny Lind, el actor Laurence Olivier, el compositor Georg Friedrich Händel, como en un panteón de las artes donde la música y el drama conviven con las letrasz

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