Domingo, 10 de abril de 2011 | Hoy
LA PAMPA. RESERVA PROVINCIAL PARQUE LURO
Cerca de Santa Rosa, durante marzo y abril la Reserva Provincial Parque Luro es el escenario de un espectáculo único de la naturaleza: la brama del ciervo, una especie exótica que prospera en los bosques de caldén y durante su época de celo permite observar a simple vista el cortejo amoroso y las peleas de los machos de ostentosa cornamenta.
Por Graciela Cutuli
El imprevisible otoño pampeano depara este año, a principios de abril, un par de días de sol glorioso y cielo perfecto. En el corazón de la Reserva Provincial Parque Luro, a solo 35 kilómetros de Santa Rosa, la fachada blanca del famoso Castillo –la residencia señorial de sus antiguos propietarios– resplandece impecable, y los bosquecitos de caldén ofrecen refugio a miles de aves que se ofrecen sin pudores a los binoculares o al ojo desnudo de los casuales observadores. Pero esta escena tiene, además, una banda sonora única: apenas arranca el crepúsculo cuando una serie de rugidos sordos se hacen oír cada vez más cerca, con un curioso efecto envolvente, revelando la presencia de los reyes de esta reserva: los majestuosos ciervos colorados, que un día llegaron como extranjeros y hoy son pampeanos de pura cepa.
Durante marzo y abril, la especie atraviesa el período de celo, esa “brama” durante la cual los machos exhiben lo más poderoso de sus voces y la altivez de sus cornamentas para atraer a las hembras. Son los únicos meses del año en que se los podrá ver a simple vista con una cercanía increíble, a pasos solamente de las cabañas que la Reserva ofrece para alojarse, escuchando a los ciervos bramar durante toda la noche. A las siete de la tarde, mientras el último sol de la tarde dora los pastizales que rodean el Castillo, la función de la naturaleza está a punto de comenzar.
RUMBO AL MIRADOR Marcos es “guía de brama”, un intérprete del paisaje y de la fauna que ayudará al grupo a descifrar esos códigos secretos que ofrecen aquí la tierra, los árboles y la fauna. El trayecto no es largo –unos 1500 metros hasta un mirador que da hacia un claro en el bosque– pero sí revelador. Lo primero que se encarga de aclarar nuestro guía es que la biología reproductiva y el comportamiento del ciervo colorado, aquí en Parque Luro, son muy diferentes respecto de otras regiones, o incluso de los cotos de caza que proliferaron en la provincia tras la introducción de la especie. Lo segundo es una recomendación apremiante para mantener la prudencia de movimientos y el tono de la voz: “Somos ajenos al olor que está en el ambiente, y aunque por solo estar aquí ya causamos un impacto, tenemos que tratar de minimizarlo y no interferir demasiado”, recordará más de una vez en el camino al mirador.
A medida que avanzamos, Marcos va indicando en el paisaje los indicios de los ciervos: en principio las visibles huellas de pisadas (los machos son muy caminadores en época de formación de su harén, y pueden andar hasta 20 kilómetros diarios), pero también los rastros de pelea y los “peladeros”, esas plantas espinosas que los machos eligen para quitarse la felpa de las cornamentas nuevas, y cuyas ramas solitarias entre los matorrales revelan enseguida al ojo atento la presencia del ciervo. De pronto, un rozamiento de ramas y algunos crujidos hacen detenerse al grupo: es que a pocos metros, asomando la majestuosa cabeza entre la vegetación, un magnífico ejemplar espera inmóvil el paso de los intrusos. Apenas hay tiempo de enfocar las cámaras que ya parece haberse esfumado, escondiéndose en una fracción de segundo entre los caldenes y chañares que le sirven de refugio seguro.
Un poco más adelante, cuando las primeras sombras de la noche ya caen sobre la pampa –la hora de mayor actividad para la brama– llegamos al mirador y allí nos quedamos, escuchando explicaciones en voz baja y observando el comportamiento de los ciervos a la distancia. Los machos, jefes del harén, miran a su alrededor en busca de posibles depredadores y se acercan a las hembras para comprobar si son receptivas. Al mismo tiempo van marcando su territorio al restregarse en las plantas y dejarlas impregnadas de su olor, gracias a las hormonas liberadas por las glándulas situadas bajo los ojos: ese olor, inconfundible, llega hasta nosotros y será para los demás machos una señal de freno. Lo mismo que ese bramido poderoso con el que defienden su terreno y advierten implícitamente a sus rivales: “Este harén es mío”. Si el freno no funciona –hay también jóvenes machos audaces, cuyo bramido más irregular distinguen enseguida los oídos entrenados– lo que seguirá será una pelea a cuerno partido que también se escucha a la distancia. Todo el proceso significa una agotadora descarga energética: el macho que pesaba 180 kilos puede quedar reducido incluso a 100 al final de la brama. Pero es la hembra -–aclara Marcos, mientras pasa sus binoculares de mano en mano– la que dispara todo el proceso, lo que se conoce como “fotoperíodo”: es decir que activa su sistema hormonal reproductivo a medida que se acortan los días. Tiene cuatro ciclos –precisa nuestro guía– pero los puede regular también según la alimentación disponible. Un proceso tan natural como el manejo de la población de ciervos dentro de la Reserva, donde no hay intervención ni depredación humana.
Mientras miramos a los ciervos y sus hembras, en uno de esos espectáculos que nunca cansan porque la naturaleza siempre los renueva, el sol termina de ponerse tiñendo el monte de un naranja opaco. Es la hora de emprender el regreso hacia las cabañas, a la luz de las linternas que nos permiten adivinar el sendero oculto entre las sombras, y bajo el resplandor de millones de estrellas que dibujan un cielo profundo y único, solitario testigo de las andanzas amorosas de los ciervos.
VISITA AL CASTILLO El monte de caldén de Parque Luro es lo que hoy queda de un extenso bosque que alguna vez cubrió buena parte de esta región. Apenas el uno por ciento, que al menos permite imaginar lo que fueron alguna vez estas inmensidades de bosquecitos espinosos y pastizales hoy reemplazados en gran parte por áreas de cultivo y ganadería. En el corazón de la Reserva, el Castillo levantado por Pedro Olegario Luro –hijo del pionero que promovió el desarrollo de Mar del Plata– es el símbolo de aquella generación de principios del siglo XX que vivió en la pampa como si estuviera en Europa, los tiempos en que en París se hablaba de ser “rico como un argentino”.
Pedro Olegario Luro irrumpió en lo más granado de la sociedad argentina cuando se casó con Arminda Roca, sobrina de Julio Argentino Roca e hija de Ataliva, quien le legaría grandes extensiones de tierras habidas como premio para los participantes la “Conquista del Desierto”. Sobre estas mismas tierras, en los primeros años del siglo XX Luro creó la Estancia San Huberto –una referencia al patrono de los cazadores– y el primer coto de caza de la Argentina. También ordenó la construcción del Castillo, el antiguo casco de la estancia, luego ampliado por Antonio Maura, el español que compró las tierras en los años de crisis previos a la Segunda Guerra Mundial. Maura, vale para la anécdota, se casó con Sara Escalante –viuda de Jorge Newbery– y fundó en Buenos Aires el Tortugas Country Club. La historia siguió con su hija Inés, que vendió parte de la propiedad al gobierno pampeano: este, a su vez, creó la Reserva Provincial Parque Luro, donde se conserva la fauna exótica introducida por el fundador de la estancia.
Los interiores de la mansión –cuya parte central fue levantada por Luro, mientras las alas laterales fueron completadas por Maura– tienen todo el encanto de la vida aristocrática de antaño. Una gran chimenea, supuestamente traída de París, domina la sala de estar, contigua a una biblioteca que conserva algunos muebles originales. El gran comedor, las dependencias de servicio, las habitaciones de la familia con vista a la laguna de flamencos: todo está ambientado como era entonces, impecablemente detenido en el tiempo. Por eso hoy la visita al Castillo y su colección de carruajes (un sector actualmente cerrado por trabajos de restauración) es uno de los atractivos ineludibles de un paseo por La Pampa y la Reserva. Lo era sin duda también para los invitados de Pedro Luro, que llegaban hasta aquí en el ferrocarril procedente de Bahía Blanca, y luego seguían en un trencito de trocha angosta expresamente construido para arribar al coto de caza.
EL SALITRAL Después de una noche acunada por los bramidos, el grupo entero está de pie a las siete de la mañana, cuando apenas clarea, para un segundo avistaje tempranero. A nuestro alrededor, por doquier, las huellas frescas de los ciervos revelan que para ellos no hubo mayor descanso. Esta vez tomamos otro sendero: dejamos atrás el sector habitual de camping –donde no está permitido acampar en esta época de brama– y avanzamos hacia el antiguo tambo que Pedro Luro compró en una feria en París en 1905... aunque nunca pudo ser puesto en funcionamiento. Comentan los conocedores –Marcos, que encabezó el grupo el día anterior, y Horacio, el guía de naturaleza especialista en avistaje de aves– que por aquí suele haber siempre un par de ciervos en las primeras horas de la mañana. No se equivocan: apenas ponemos un pie que ya divisamos entre las ramas la cornamenta de un macho rodeado de dos hembras. Se quedan un buen rato y después, tal vez cansados del avistaje mutuo, dan media vuelta y se pierden en el monte.
Seguimos luego hacia el sector del salitral, una lagunita poblada de flamencos a la que se llega por un senderito de 300 metros de fácil tránsito y acceso. El día anterior la habíamos visto, a la distancia, desde los ventanales del Castillo: se dice que esta era la vista preferida de Luro y de Antonio Maura. Caminamos, minimizando los ruidos con la esperanza de ver más ciervos, y nos topamos enseguida con algunas hembras a pocos pasos: pero la mayor sorpresa nos la da un chancho salvaje que, rápido como un rayo, apenas nos permite adivinar su presencia cuando ya desapareció entre los matorrales. Repuestos del susto, porque al fin y al cabo no sabríamos qué hacer frente a frente con un jabalí, avanzamos un poco más hasta el mirador de la laguna y nos quedamos un buen rato disfrutando de la vista de los flamencos artísticamente posados sobre las brillantes aguas de la laguna. Y aunque ya está llegando la hora de dejar el Parque Luro, todavía hay tiempo para entrenar el ojo y sacar las últimas fotos de las incontables aves que merodean en la zona del camping y los alrededores del castillo: pájaros carpinteros de vistosa nuca colorada, ensordecedores loros de los palos, cachalotes de penacho castaño y numerosos teros que forman parte de las 160 especies de la reserva, un pequeño paraíso pampeano de fauna y caldén
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