MADRID LOS BARRIOS DE LAVAPIéS, EN MADRID, Y LA TIMBA, EN LA HABANA
Historia de dos ciudades
Una novela cubana reciente compara el aire bohemio de La Timba, el
popular barrio habanero, con el Lavapiés reo y artístico de Madrid. Ambos, se entiende, con fuertes ecos de San Telmo.
Por Jorge Pinedo
Cuando llegues a Madrid/ chulapa mía/ voy a hacerte emperatriz/ del Lavapiés/ y alfombrarte con claveles/ la Gran Vía...” Así comienza una popular tonadilla que, hace casi un siglo, definía esos fuertes contrastes que en todas las grandes urbes contienen el espíritu de las barriadas. Zona que fuera casi marginal y proletaria, Lavapiés parecía hasta el fin del franquismo oponerse a la ostentación burguesa de esa avenida opulenta que, al norte, lo observaba con desdén. Hoy por hoy, Lavapiés se ha transformado en un barrio cosmopolita por antonomasia que el dramaturgo Tito Cossa asemeja a nuestro San Telmo, plagado de bares, restaurantes, estudios, talleres de artesanos y viviendas de jóvenes profesionales. Y no falta el “Psicólogo argentino mostrándole el camino”, al decir de Joaquín Sabina. Del otro lado, la Gran Vía edición 2003 podría compararse con la porteña avenida Santa Fe, decadencia incluida.
Así, ese reflejo se traza dentro de una misma ciudad y las semejanzas se extienden a través de los continentes, se postulan a través del océano, en el mismo hemisferio, en todas partes. Y estas descripciones, cuando provienen de la producción artística, suelen permanecer más que la más estricta crónica. “En los mapas turísticos se ofrecen únicamente indicaciones sobre los lugares de visita recomendada, sin tener en cuenta los recorridos y usos diarios que uno hace, recorridos y usos que convierten a la ciudad en un espacio habitado, vivo.” Esto lo formula el escritor Alexis Díaz-Pimienta (La Habana, 1960) que propone a ese barrio difusamente triangulado entre las estaciones de metro Tirso de Molina, Antón Martín y –propiamente– Lavapiés como un Papeete castizo: el ombligo del mundo madrileño, en complementariedad con el barrio La Timba de la capital cubana. Entonces, Lavapiés en Madrid, San Telmo en Buenos Aires y La Timba en La Habana compondrían una unidad cultural y estética de valores cuasi intercambiables.
En su reciente novela Maldita danza (Editorial Alba, Barcelona, 2002), Díaz-Pimienta instala por dos años a La Musicóloga, una pulposa mulata habanera, haciendo su maestría en el conservatorio que luce inmenso ahí, sobre la frontera de Lavapiés, en la calle de Argumosa, antes de llegar al Museo Reina Sofía. Entonces el contraste se hace carne y la protagonista, al definirse, pinta dos paisajes: “Seré mulata pero no buena amante, seré musicóloga pero no bailadora, seré joven pero no jinetera, seré cubana pero no disidente, seré licenciada en Musicología pero no catedrática en Tropicología”. Desde esa perspectiva, brinda al lector (visitante, flanneur, turista) una perspectiva de la barriada lindera, igualmente intelectual y bohemia; La Latina, “... un barrio que me recuerda también mucho a La Habana. Su aspecto antiguo, lo enrevesado de sus calles, el bullicio, su ambiente de barrio auténtico me hicieron sentir muy a gusto. La Latina está lleno de mesones para tapear, y de iglesias. Llega hasta el Rastro, como Lavapiés. Yo a veces subo por Toledo, compro la prensa y me entretengo caminando sin rumbo, mirando vidrieras y fachas. Otras veces voy hasta Bailén, al otro extremo, o a la calle Mayor, o a la Puerta de Toledo, oyendo música por los auriculares y desentendiéndome de todo. Sigo siendo un animal solitario. Y no me quejo. O bueno, sí me quejo. Me aburro de los hombres. Me gustan y me aburren...”.
Melancólica, audaz, inteligente, la heroína de Díaz-Pimienta hace de su diario una hoja de ruta, una apuesta al itinerario. Dibuja entonces lo que a su entender son las fronteras de Lavapiés, por cierto fuente de controversia entre los locales, y compara la disputa con los límites de su barrio en La Habana (“Kenzo dice que La Timba se extiende desde Zapata y el Cementerio de Colón hasta los alrededores del Hospital Fajardo; el gordo Macao dice que lo del cementerio sí... pero que lo del hospital es falso...”). No obstante, allí donde hay semejanzas se presentan lo que pueden ser diferencias para unos (los cubanos) y no tanto para otros (losargentinos). En particular cuando de gastronomía se trata y La Musicóloga arremete contra una Ostionera de la esquina de San Lázaro e Infanta: “¡Increíble! Los españoles y los franceses. Recogen las babosas, les ponen un nombre comercial menos descriptivo, pero también menos exacto (caracoles), las cuelgan en un saco con agujeros, sin comer (‘hasta que suelten toda la mierda y queden limpias’), y después se las tragan en una salsa picante y oscura, o a la plancha. Y se rechupetean. Hay incluso bares especializados en caracoles, como tapas y como raciones. Qué asco.”
Ordenado a la manera de un diario –un semanario, en rigor–, la narración de Díaz-Pimienta salta de un continente a otro hasta bocetar perfiles que, incluso, nos atañen (“‘Los cubanos somos los argentinos del Caribe’, dicen que dicen en Estados Unidos, porque tenemos el mejor saltador, los mejores boxeadores, los mejores peloteros, la mejor medicina, las mejores playas, el mejor tabaco, las mejores mujeres...”).
Y a la vez tales referencias postulan recorridos, como un domingo en la vecina feria del Rastro: “Esta vez fui sola, y me moví poco, llegué a Ribera de Curtidores y me entretuve mirando artesanía, jeans, ropa hecha a mano. Luego fui a la Plaza del general Vara del Rey y palpé Levi’s usados, chaquetas de cuero, chaquetas de pana (corderoy), ya pasadas de moda. Miré muebles interesantes, antiquísimos, e imaginé sus historias: sillas, palanganeros, orinales, butacas, escritorios, piezas de almoneda que si hablaran... Me entretuve otro tanto en las antigüedades de la calle Rodas. Siempre he sentido debilidad por los trastos antiguos. Mi madre no lo entiende...”
Paisajes latinos, por lo tanto jamás silenciosos, más bien con ritmo de rumba o de aquella zarzuela de Barbieri entonada por Manuel Lanza, ese Barberillo de Lavapiés que canta “En el Templo de Marte/ vive Cupido/ quién será la bribona/ que le ha escondido/ Viva la gracia/ Viva el aquél/ del barberillo de Lavapiés”. Panoramas nuevos que tienden a hacerse conocidos al buscar anclaje en la memoria y, a la hora de partir, se perpetúan bajo el manto de la nostalgia (“Lo único que voy a echar de menos es el barrio... con sus calles angostas y húmedas, sus mojones llenos de colorido, sus farolitos y toldos policromos, las ventanas con rejas y las puertas de madera carcomida por el tiempo. Me encanta Lavapiés. Me recuerda a La Habana Vieja, pero no a la turística, maquillada y servida como tarta de dólares para los turistas, sino La Habana Vieja de Cayo Hueso y el Callejón de Hammel, de Atarés y Belén, olorosa a juergas nocturnas todos los lunes desde muy temprano, a broncas callejeras los martes a la tarde...”).
Finalmente, La Musicóloga de Maldita danza retorna a su tierra con un chotis (canción emblemática del barrio que le dio acogida madrileña) resonándole en las sienes y ese caldero de imágenes tomando por asalto sus pupilas. Pues, a la hora de evocar Lavapiés “... no pueden quedarse fuera ni los marroquíes, ni los argelinos, ni los iraquíes, ni los chinos, ni los guineanos, ni los españoles, ni los cubanos, ni los niños, ni los ancianos, ni los mendigos, ni los yonquis, ni los okupas, ni los edificios, ni los semáforos... Es un barrio-mosaico, barrio-puzzle. Es un lugar de tránsito, con calles muy intrincadas y laberínticas. La gente viene y va...”.
Entre los que vienen y van, de San Telmo a La Timba, de La Habana a Lavapiés, parece que también, a veces, hay lugar para un destino sudamericano.