ARGENTINA RECORRIDOS
En el imaginario colectivo, este es un país sin islas. Y sin embargo es posible dedicar largos días y muchos kilómetros a recorrer únicamente partes de Argentina rodeadas de agua. Un itinerario que recorre de la mayor y más notable, Ushuaia, a la ínfima Isla de los Pájaros en Chubut, tocando el Delta y la costa bonaerense.
Islas hay, en el mundo, de todos los tamaños y para todos
los gustos. Desde aquellas que sufren el asalto del turismo masivo, como las
espléndidas islas griegas o las del Caribe, hasta las más recónditas
del mapa, como la pequeña y solitaria Tristán Da Cunha enclavada
en la inmensidad del Atlántico. A veces basta el solo nombre de una isla
para evocar un mundo exótico y de lejanía: Tasmania, la Isla de
Pascua, las Marquesas, Islandia... En la Argentina estamos relativamente poco
acostumbrados a esta forma de turismo, tal vez porque en la gran extensión
del país sobresale sin duda la superficie continental, pero sin cruzar
fronteras, sin cambiar monedas ni comprar pasajes en dólares, podemos
hacer turismo insular en el país.
Es sin duda una de las maneras más sorprendentes de disfrutar las vacaciones,
en un mundo hecho a escala humana, donde las distancias pueden recorrerse fácilmente
a pie. En estos mundos aislados, rodeados de agua -ya sean del mar o de lagos–
los libros de la infancia vienen enseguida a la mente: son islas de tesoros,
islas de Robinsones, islas de criaturas misteriosas: es el mundo de la niñez
y de la fantasía al alcance de la mano. Como una burbuja, las islas protegen
el mundo de los sueños.
Islas en el laberinto de aguas
Islas como para perderse y recuperar el contacto con la naturaleza salvaje hay
apenas saliendo de la ciudad. A pocos kilómetros del Obelisco, el Delta
del Tigre es el lugar ideal. En un inextricable laberinto ocre y verde se entrelazan
los brazos del Paraná y tierras donde florece, gracias al microclima,
una vegetación subtropical. Los lugareños reconocen tres secciones
del Delta: la primera es la más cercana al conurbano, una zona esencialmente
de quintas y clubes; la segunda es una zona de casas escondidas en la vegetación,
pontones sobre el agua, ríos que son rutas y lanchas que son colectivos;
la tercera es la preferida de los pescadores y remonta hacia Villa Paranacito,
en Entre Ríos.
El Delta es un sinfín de sorpresas para el visitante. Durante todo el
siglo pasado fue refugio de excéntricos, bohemios y personajes más
o menos recomendables que eligieron este dédalo vegetal y de agua, a
la vez cerca y lejos del mundo. En su novela Sudeste, Haroldo Conti describe
algo de este ambiente acuático y salvaje a las puertas de una de las
mayores ciudades del continente. El Delta se puede recorrer, como hace la mayoría
de sus casi 3.000 habitantes, con lanchas colectivas, a bordo de una lancha
taxi o en una de las excursiones que se programan con salidas regulares por
distintos tramos del río. En las numerosas islas hay varios recreos para
pasar el día: entre ellos, El Tropezón es sin duda uno de los
más conocidos. Está situado sobre una de las islas del Paraná
de las Palmas, la principal vía de agua del Delta. Fue un hotel concurrido
en los años 30 y su fama cobró un especial giro en el año
1938, cuando el escritor Leopoldo Lugones se suicidó en uno de sus cuartos.
El hotel hoy sigue funcionando como tal, pero la habitación de Lugones
se conservó a modo de museo y es una de las visitas obligadas para quien
quiere conocer este Delta de las leyendas y de los personajes singulares. Hay
además otro museo, sobre el río Sarmiento: se trata de la casa
de vacaciones que Domingo F. Sarmiento se hizo construir en el año 1855.
Tiene museo desde el año 1997, y para preservar el edificio de madera
se construyó sobre éste un techo de vidrio. En el interior se
conservan muebles y objetos personales de Sarmiento. Otra de las sorpresas que
ofrecen las islas es la casa de Xul Solar y una hostería que parece haber
sido traída por algún ciclón desde los Alpes hasta el corazón
mismo del Delta: Alpenhaus, sobre el río Capitán. Los lectores
de Roberto Arlt tendrán también un pensamiento especial al navegar
por el río Sarmiento en su confluencia con el arroyo Abra Vieja, ya que
en este lugar fueron esparcidas sus cenizas.
Historia en medio del Plata
Si una isla es un mundo en miniatura, Martín García es uno de
los mejores ejemplos. Este pedazo de tierra argentina se encuentra en la parte
uruguaya del Río de la Plata. Tiene una historia interesante, que se
conserva en los museos y los edificios de esta diminuta porción de tierra
de menos de dos kilómetros cuadrados. La historia de Martín García
se remonta a los primeros años de la historia colonial del Plata. Fue
avistada en 1516 por primera vez, durante la expedición de Solís,
y debe su nombre a un marinero de aquel grupo que fue enterrado en ella. La
isla se encuentra a unos 45 kilómetros de la costa de Buenos Aires, y
se necesitan unas tres horas para llegar en lancha. También es posible
llegar en avión, ya que Martín García cuenta con un pequeño
aeródromo. Desde el muelle, lo primero que se ve es una batería
de cañones, que formaban parte de un dispositivo pedido por Sarmiento
para defender la isla durante la guerra de la Triple Alianza. No hay una verdadera
ciudad con un núcleo urbano, sino que la urbanización se extiende
sobre toda la parte sudoeste de la isla. Sobre la plaza Guillermo Brown se concentran
algunos de los edificios más interesantes. El Centro Cívico alberga
las oficinas de correo y servicios administrativos; ése fue el lugar
donde estuvo detenido Hipólito Yrigoyen de 1930 a 1933, luego de haber
sido derrocado. Pero hasta los años 60 hubo otros presidentes confinados
en Martín García: Marcelo T. de Alvear (durante algunos meses
en 1932), Juan Domingo Perón (en 1945) y Frondizi (en 1962). También
se visitan las ruinas de la Prisión Naval Militar, un museo histórico,
un faro y la casa de los médicos del lazareto que funcionó en
la isla. En este Liliput en medio del agua los sueños se agilizan, tal
como lo comprobó Rubén Darío, uno de los huéspedes
más notables de Martín García.
La isla que se tragó un elefante
No tiene nada de un paraíso tropical, ni la vegetación tupida
de Martín García. Sin embargo, la isla Ariadna es la única
isla marítima argentina que cuenta con una posada: en otras palabras,
es el único lugar en el país donde se puede pernoctar sobre una
isla bañada por el salado oleaje del Atlántico. La bahía
Blanca es una gran avanzada del mar en las tierras, en el fondo de la cual se
encuentra la ciudad del mismo nombre. La isla Ariadna se encuentra entre la
isla Trinidad y la Península Verde, en el límite exterior de la
bahía. Para llegar, hay que cruzarla desde el Club de Pesca de Bahía
Blanca o desde el vecino pueblo de Punta Alta. Este depende, claro, de las mareas:
hay más de cuatro metros de diferencia entre las alturas de pleamar y
bajamar. A marea baja, muchas partes de la bahía quedan al descubierto,
convirtiéndose en un laberinto de canales y tierras apenas sumergidas,
entre las cuales sobresalen grandes islas como Trinidad, Wood, Bermejo o Ariadna.
Por la riqueza de sus aguas y estas características naturales, la bahía
es un lugar de alta reputación para la pesca deportiva. Durante buena
parte del año se pescan bacotas, escalandrunes y gatopardos, especies
de tiburones que se aventuran hasta cerca de las costas de esa región.
Por esta razón la posada de la isla se llama la Posada del Tiburón.
Y ya que de nombre se trata, Ariadna debe su nombre a una de las hijas del marinero
inglés Wood, pionero del lugar.
Aunque la mayoría de los huéspedes sean pescadores, es posible
alojarse en Ariadna como simple turista para vivir en estas singulares islas
en medio de un mar que desaparece varias horas cada día, observar toninas,
delfines –y hasta orcas, con mucha suerte– desde la costa y avistar
numerosas especies de aves. También tiene playas y dunas de arena, y
hasta los vestigios de piletones que se usaban para procesar industrialmente
los cazones pescados en la región. A lo largo de la costa del Mar Argentino
hay más islas, generalmente cerca de la costa. Pero la única que
tiene algún interés turístico se encuentra en las aguas
del golfo San José, al norte del istmo Ameghino, en la península
Valdés. Rica en historia, sin embargo no se la puede pisar: sólo
se la conoce desde unos catalejos instalados en la costa de enfrente. Se llama
la Isla de los Pájaros, y como su nombre lo indica es el refugio de miles
de aves. En este arca de Noé que es la península Valdés,
la Isla de los Pájaros es seguramente el sector reservado a las aves...
Hay cormoranes, gaviotas, y ostreros; se los ve de a centenares amontonados
sobre este pedazo de roca desprendido del mar. Su forma es muy característica,
y vale la pena saber su historia. Tiene en el centro una pequeña meseta,
no muy elevada pero contrastante con las dos extremidades chatas de la isla.
Dice la leyenda que el piloto francés Antoine de Saint Exupéry,
autor de El Principito, vio la isla y se inspiró en su curiosa silueta
para describir la célebre “boa que se tragó un elefante”
en su novela.
Islas en las montañas
Puede haber islas en los lugares menos pensados: por ejemplo, en medio de las
montañas. Es lo que pasa en el Nahuel Huapi, en plena cordillera. En
la región de Bariloche todo se visita: era natural entonces que las islas
del gran lago se convirtieran en destino de populares excursiones, y hasta en
lugares donde hospedarse.
La isla Victoria es la principal de las islas del lago Nahuel Huapi. Tiene unos
20 kilómetros de largo con un ancho máximo de 4 kilómetros,
y aunque originariamente se la bautizó Victorica, un error tipográfico
hizo que finalmente se la conozca con el nombre actual. Buena parte de su superficie
es un área protegida de acceso restringido, y generalmente no se puede
conocer sino la parte central de la isla, la más angosta, donde ambos
extremos se ven unidos apenas por un pequeño istmo. Allí se construyeron
todos los edificios comerciales de la isla. El muelle de Puerto Anchorena permite
la llegada de los catamaranes procedentes de Puerto Pañuelo, que hacen
escala por unas horas en la isla Victoria durante su recorrido por el lago y
hacia la península Quetrihué, donde está el famoso bosque
de arrayanes. Desde Puerto Anchorena salen tres paseos, durante los cuales se
ven paredes rocosas con pinturas rupestres (algunas tienen poco valor arqueológico
ya que fueron redibujadas), bosques de sequoias y otras especies de árboles
exóticos como pinos, eucaliptos y fresnos. También se puede subir
a un cerro en aerosilla, aprovechar las confiterías que venden recuerdos
y comidas y conocer la casa del primer poblador blanco de la isla, Aaron Anchorena.
La otra isla del Nahuel Huapi que se visita es la Huemul. Hay que embarcar en
Puerto San Carlos, el muelle de la ciudad de Bariloche. Esta islita cobró
fama a principios de los años 50 cuando se instalaron en ella los laboratorios
de un físico austríaco encargado de un programa de fusión
nuclear. Era uno de los programas científicos impulsados por el gobierno
de Perón, secreto pero no tanto.... Hoy se visitan las ruinas de estas
instalaciones, y desde hace unos años la isla ha sido declarada Reserva
Histórica.
En el lago Nahuel Huapi hay
otras islas, que no se visitan. Cerca de la isla Huemul están la isla
de las Gallinas y la de las Gaviotas. Más lejos, sobre el islote Centinela,
se encuentra la sepultura del perito Moreno, enterrado en estas tierras fiscales
que alguna vez el gobierno argentino le dio y él convirtió en
Parque Nacional para que fueran de todos. Una curiosidad más: desde la
cumbre del cerro Otto, en las afueras de la ciudad de Bariloche, se puede fotografiar
una isla boscosa en forma de corazón.
Por el Atlántico
Sur
Para encontrar otras islas de interés turístico, hay que irse
a las extremidades más australes del país. Por supuesto, allí
está la isla Grande de Tierra del Fuego, la mayor de Sudamérica,
que parece un continente en miniatura con cadenas montañosas, lagos inmensos,
grandes estepas, paisajes variados y ciudades importantes. Para encontrar islas
más pequeñas, dignas de Robinson Crusoe, hay que navegar sobre
el Beagle: la más al oeste de todas es la isla Redonda, que se puede
conocer embarcándose en Bahía Ensenada. Un simpático puesto
que es a la vez oficina de informes turísticos y oficina de correos se
presenta como la embajada del País de la Isla Redonda. Su embarcadero
es el único lugar desde donde salen las lanchas que llegan a la isla.
Se puede pernoctar y combinar la sensación de vivir en el mundo cerrado
de una isla con la de permanecer en uno de los confines de este mundo. En medio
del canal de Beagle, con los Andes al norte y las montañas afiladas de
Navarino del otro, el paisaje tiene una belleza áspera y en el aire flota
el perfume a autenticidad que suele acompañar las grandes aventuras.
De los muchos islotes que hay en el canal de Beagle, el más conocido
de todos es el Faro Les Eclaireurs, apenas un peñón rocoso que
sobresale del agua. La silueta roja del faro brilla bajo el sol subpolar (cuando
hay sol, lo que no es siempre el caso) y pone una única mancha de color
vivo en los matices grises y azules del canal y las montañas. En los
arrecifes, cerca del faro, se ven colonias de lobos marinos y cormoranes reales.
Más al este, la isla Gable es la mayor del canal, del lado argentino.
Es una etapa en las excursiones marítimas que se hacen desde Ushuauaia
hasta la estancia Harberton, un poco más al este. En uno de los islotes
hay una pingüinera y en toda esta parte de la costa el paisaje está
marcado por las lengas “banderas”, árboles deformados por
el viento incesante (que permite el crecimiento de las ramas sólo en
el costado menos expuesto, dando esta particular forma de bandera al árbol).
Las demás islas son muy emblemáticas. La más cercana a
las costas es la isla de los Estados. Los intentos de poblarla fueron abandonados
hace tiempo, tal como fue abandonado el penal militar que funcionó en
este lugar de atormentadas costas. Es un pedazo de cordillera que brota del
mar, y este relieve –sumado a la latitud donde se encuentra y las difíciles
condiciones de acceso– restringe considerablemente el desarrollo del turismo.
En una palabra, es la isla perfecta: aislada, salvaje, con una fauna y una flora
preservadas de la acción humana. Le faltan, sin duda, arenas blancas,
palmeras y algo de calor tropical, pero es el precio a pagar para conocer la
única isla prácticamente virgen de toda la Argentina. Se visita
con excursiones de varios días que salen desde Ushuauaia, por supuesto
durante el verano. Hay que informarse en el puerto para conocer las empresas
y los precios, ya que cambian cada temporada.
En los agitados mares australes hay otras islas –Sandwich, Orcadas, Georgias
y Shetland del Sur– accesibles solamente a los cruceros antárticos
o para miembros de expediciones polares. Y desde luego también las Malvinas,
abiertas desde hace unos años nuevamente a la llegada de los argentinos.
Al no prosperar el proyecto de abrir una ruta aérea entre Buenos Aires
y Puerto Argentino, hay que resignarse a tomar el avión en Punta Arenas,
en Chile, para volar hasta Mount Pleasant, el aeropuerto militar de la isla,
el único que puede recibir aviones grandes.
La acogida de los militares británicos dista de ser calurosa, y no es
nada turística. Pero se ve compensada por la capital diminuta de las
islas, que resultan toda una experiencia. Pese a que hay menos de 2000 habitantes,
hay una atmósfera de centro urbano, por microscópico que sea:
allí está todo el encanto de Puerto Argentino, en su particular
estatuto y en el choque cultural que produce esta porción de islas de
habla y culturainglesa tan resistentes al reclamo de la Argentina. En los negocios
se encuentran todos los productos de Londres, en los pubs se juega a los dardos
tomando cerveza por las tardes, como en cualquier pub del West End, y los domingos
de verano se organizan concursos hípicos. En las dos islas principales,
hay mucho más para ver y hacer: avistar colonias de las cinco especies
de pingüinos que viven en las Malvinas, ver las ruinas del fortín
francés, el primer establecimiento europeo en las islas, los cementerios
militares –argentino e inglés– y la segunda aglomeración
humana insular: Goose Green, una veintena de casas alrededor de un gran galpón
que sirve a la vez de club social, de sala de eventos y de iglesia. Si las islas
son un mundo aparte, las Malvinas lo son realmente. Doblemente aparte, por vivir
tan aisladas del continente más cercano. Pero esto es otra historia.
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