Dom 18.05.2003
turismo

ARGENTINA RECORRIDOS

De isla en isla

En el imaginario colectivo, este es un país sin islas. Y sin embargo es posible dedicar largos días y muchos kilómetros a recorrer únicamente partes de Argentina rodeadas de agua. Un itinerario que recorre de la mayor y más notable, Ushuaia, a la ínfima Isla de los Pájaros en Chubut, tocando el Delta y la costa bonaerense.

Por Graciela Cutuli

Islas hay, en el mundo, de todos los tamaños y para todos los gustos. Desde aquellas que sufren el asalto del turismo masivo, como las espléndidas islas griegas o las del Caribe, hasta las más recónditas del mapa, como la pequeña y solitaria Tristán Da Cunha enclavada en la inmensidad del Atlántico. A veces basta el solo nombre de una isla para evocar un mundo exótico y de lejanía: Tasmania, la Isla de Pascua, las Marquesas, Islandia... En la Argentina estamos relativamente poco acostumbrados a esta forma de turismo, tal vez porque en la gran extensión del país sobresale sin duda la superficie continental, pero sin cruzar fronteras, sin cambiar monedas ni comprar pasajes en dólares, podemos hacer turismo insular en el país.
Es sin duda una de las maneras más sorprendentes de disfrutar las vacaciones, en un mundo hecho a escala humana, donde las distancias pueden recorrerse fácilmente a pie. En estos mundos aislados, rodeados de agua -ya sean del mar o de lagos– los libros de la infancia vienen enseguida a la mente: son islas de tesoros, islas de Robinsones, islas de criaturas misteriosas: es el mundo de la niñez y de la fantasía al alcance de la mano. Como una burbuja, las islas protegen el mundo de los sueños.

Islas en el laberinto de aguas
Islas como para perderse y recuperar el contacto con la naturaleza salvaje hay apenas saliendo de la ciudad. A pocos kilómetros del Obelisco, el Delta del Tigre es el lugar ideal. En un inextricable laberinto ocre y verde se entrelazan los brazos del Paraná y tierras donde florece, gracias al microclima, una vegetación subtropical. Los lugareños reconocen tres secciones del Delta: la primera es la más cercana al conurbano, una zona esencialmente de quintas y clubes; la segunda es una zona de casas escondidas en la vegetación, pontones sobre el agua, ríos que son rutas y lanchas que son colectivos; la tercera es la preferida de los pescadores y remonta hacia Villa Paranacito, en Entre Ríos.
El Delta es un sinfín de sorpresas para el visitante. Durante todo el siglo pasado fue refugio de excéntricos, bohemios y personajes más o menos recomendables que eligieron este dédalo vegetal y de agua, a la vez cerca y lejos del mundo. En su novela Sudeste, Haroldo Conti describe algo de este ambiente acuático y salvaje a las puertas de una de las mayores ciudades del continente. El Delta se puede recorrer, como hace la mayoría de sus casi 3.000 habitantes, con lanchas colectivas, a bordo de una lancha taxi o en una de las excursiones que se programan con salidas regulares por distintos tramos del río. En las numerosas islas hay varios recreos para pasar el día: entre ellos, El Tropezón es sin duda uno de los más conocidos. Está situado sobre una de las islas del Paraná de las Palmas, la principal vía de agua del Delta. Fue un hotel concurrido en los años 30 y su fama cobró un especial giro en el año 1938, cuando el escritor Leopoldo Lugones se suicidó en uno de sus cuartos. El hotel hoy sigue funcionando como tal, pero la habitación de Lugones se conservó a modo de museo y es una de las visitas obligadas para quien quiere conocer este Delta de las leyendas y de los personajes singulares. Hay además otro museo, sobre el río Sarmiento: se trata de la casa de vacaciones que Domingo F. Sarmiento se hizo construir en el año 1855. Tiene museo desde el año 1997, y para preservar el edificio de madera se construyó sobre éste un techo de vidrio. En el interior se conservan muebles y objetos personales de Sarmiento. Otra de las sorpresas que ofrecen las islas es la casa de Xul Solar y una hostería que parece haber sido traída por algún ciclón desde los Alpes hasta el corazón mismo del Delta: Alpenhaus, sobre el río Capitán. Los lectores de Roberto Arlt tendrán también un pensamiento especial al navegar por el río Sarmiento en su confluencia con el arroyo Abra Vieja, ya que en este lugar fueron esparcidas sus cenizas.

Historia en medio del Plata
Si una isla es un mundo en miniatura, Martín García es uno de los mejores ejemplos. Este pedazo de tierra argentina se encuentra en la parte uruguaya del Río de la Plata. Tiene una historia interesante, que se conserva en los museos y los edificios de esta diminuta porción de tierra de menos de dos kilómetros cuadrados. La historia de Martín García se remonta a los primeros años de la historia colonial del Plata. Fue avistada en 1516 por primera vez, durante la expedición de Solís, y debe su nombre a un marinero de aquel grupo que fue enterrado en ella. La isla se encuentra a unos 45 kilómetros de la costa de Buenos Aires, y se necesitan unas tres horas para llegar en lancha. También es posible llegar en avión, ya que Martín García cuenta con un pequeño aeródromo. Desde el muelle, lo primero que se ve es una batería de cañones, que formaban parte de un dispositivo pedido por Sarmiento para defender la isla durante la guerra de la Triple Alianza. No hay una verdadera ciudad con un núcleo urbano, sino que la urbanización se extiende sobre toda la parte sudoeste de la isla. Sobre la plaza Guillermo Brown se concentran algunos de los edificios más interesantes. El Centro Cívico alberga las oficinas de correo y servicios administrativos; ése fue el lugar donde estuvo detenido Hipólito Yrigoyen de 1930 a 1933, luego de haber sido derrocado. Pero hasta los años 60 hubo otros presidentes confinados en Martín García: Marcelo T. de Alvear (durante algunos meses en 1932), Juan Domingo Perón (en 1945) y Frondizi (en 1962). También se visitan las ruinas de la Prisión Naval Militar, un museo histórico, un faro y la casa de los médicos del lazareto que funcionó en la isla. En este Liliput en medio del agua los sueños se agilizan, tal como lo comprobó Rubén Darío, uno de los huéspedes más notables de Martín García.

La isla que se tragó un elefante
No tiene nada de un paraíso tropical, ni la vegetación tupida de Martín García. Sin embargo, la isla Ariadna es la única isla marítima argentina que cuenta con una posada: en otras palabras, es el único lugar en el país donde se puede pernoctar sobre una isla bañada por el salado oleaje del Atlántico. La bahía Blanca es una gran avanzada del mar en las tierras, en el fondo de la cual se encuentra la ciudad del mismo nombre. La isla Ariadna se encuentra entre la isla Trinidad y la Península Verde, en el límite exterior de la bahía. Para llegar, hay que cruzarla desde el Club de Pesca de Bahía Blanca o desde el vecino pueblo de Punta Alta. Este depende, claro, de las mareas: hay más de cuatro metros de diferencia entre las alturas de pleamar y bajamar. A marea baja, muchas partes de la bahía quedan al descubierto, convirtiéndose en un laberinto de canales y tierras apenas sumergidas, entre las cuales sobresalen grandes islas como Trinidad, Wood, Bermejo o Ariadna.
Por la riqueza de sus aguas y estas características naturales, la bahía es un lugar de alta reputación para la pesca deportiva. Durante buena parte del año se pescan bacotas, escalandrunes y gatopardos, especies de tiburones que se aventuran hasta cerca de las costas de esa región. Por esta razón la posada de la isla se llama la Posada del Tiburón. Y ya que de nombre se trata, Ariadna debe su nombre a una de las hijas del marinero inglés Wood, pionero del lugar.
Aunque la mayoría de los huéspedes sean pescadores, es posible alojarse en Ariadna como simple turista para vivir en estas singulares islas en medio de un mar que desaparece varias horas cada día, observar toninas, delfines –y hasta orcas, con mucha suerte– desde la costa y avistar numerosas especies de aves. También tiene playas y dunas de arena, y hasta los vestigios de piletones que se usaban para procesar industrialmente los cazones pescados en la región. A lo largo de la costa del Mar Argentino hay más islas, generalmente cerca de la costa. Pero la única que tiene algún interés turístico se encuentra en las aguas del golfo San José, al norte del istmo Ameghino, en la península Valdés. Rica en historia, sin embargo no se la puede pisar: sólo se la conoce desde unos catalejos instalados en la costa de enfrente. Se llama la Isla de los Pájaros, y como su nombre lo indica es el refugio de miles de aves. En este arca de Noé que es la península Valdés, la Isla de los Pájaros es seguramente el sector reservado a las aves... Hay cormoranes, gaviotas, y ostreros; se los ve de a centenares amontonados sobre este pedazo de roca desprendido del mar. Su forma es muy característica, y vale la pena saber su historia. Tiene en el centro una pequeña meseta, no muy elevada pero contrastante con las dos extremidades chatas de la isla. Dice la leyenda que el piloto francés Antoine de Saint Exupéry, autor de El Principito, vio la isla y se inspiró en su curiosa silueta para describir la célebre “boa que se tragó un elefante” en su novela.

Islas en las montañas
Puede haber islas en los lugares menos pensados: por ejemplo, en medio de las montañas. Es lo que pasa en el Nahuel Huapi, en plena cordillera. En la región de Bariloche todo se visita: era natural entonces que las islas del gran lago se convirtieran en destino de populares excursiones, y hasta en lugares donde hospedarse.
La isla Victoria es la principal de las islas del lago Nahuel Huapi. Tiene unos 20 kilómetros de largo con un ancho máximo de 4 kilómetros, y aunque originariamente se la bautizó Victorica, un error tipográfico hizo que finalmente se la conozca con el nombre actual. Buena parte de su superficie es un área protegida de acceso restringido, y generalmente no se puede conocer sino la parte central de la isla, la más angosta, donde ambos extremos se ven unidos apenas por un pequeño istmo. Allí se construyeron todos los edificios comerciales de la isla. El muelle de Puerto Anchorena permite la llegada de los catamaranes procedentes de Puerto Pañuelo, que hacen escala por unas horas en la isla Victoria durante su recorrido por el lago y hacia la península Quetrihué, donde está el famoso bosque de arrayanes. Desde Puerto Anchorena salen tres paseos, durante los cuales se ven paredes rocosas con pinturas rupestres (algunas tienen poco valor arqueológico ya que fueron redibujadas), bosques de sequoias y otras especies de árboles exóticos como pinos, eucaliptos y fresnos. También se puede subir a un cerro en aerosilla, aprovechar las confiterías que venden recuerdos y comidas y conocer la casa del primer poblador blanco de la isla, Aaron Anchorena.
La otra isla del Nahuel Huapi que se visita es la Huemul. Hay que embarcar en Puerto San Carlos, el muelle de la ciudad de Bariloche. Esta islita cobró fama a principios de los años 50 cuando se instalaron en ella los laboratorios de un físico austríaco encargado de un programa de fusión nuclear. Era uno de los programas científicos impulsados por el gobierno de Perón, secreto pero no tanto.... Hoy se visitan las ruinas de estas instalaciones, y desde hace unos años la isla ha sido declarada Reserva Histórica.

En el lago Nahuel Huapi hay otras islas, que no se visitan. Cerca de la isla Huemul están la isla de las Gallinas y la de las Gaviotas. Más lejos, sobre el islote Centinela, se encuentra la sepultura del perito Moreno, enterrado en estas tierras fiscales que alguna vez el gobierno argentino le dio y él convirtió en Parque Nacional para que fueran de todos. Una curiosidad más: desde la cumbre del cerro Otto, en las afueras de la ciudad de Bariloche, se puede fotografiar una isla boscosa en forma de corazón.

Por el Atlántico Sur
Para encontrar otras islas de interés turístico, hay que irse a las extremidades más australes del país. Por supuesto, allí está la isla Grande de Tierra del Fuego, la mayor de Sudamérica, que parece un continente en miniatura con cadenas montañosas, lagos inmensos, grandes estepas, paisajes variados y ciudades importantes. Para encontrar islas más pequeñas, dignas de Robinson Crusoe, hay que navegar sobre el Beagle: la más al oeste de todas es la isla Redonda, que se puede conocer embarcándose en Bahía Ensenada. Un simpático puesto que es a la vez oficina de informes turísticos y oficina de correos se presenta como la embajada del País de la Isla Redonda. Su embarcadero es el único lugar desde donde salen las lanchas que llegan a la isla. Se puede pernoctar y combinar la sensación de vivir en el mundo cerrado de una isla con la de permanecer en uno de los confines de este mundo. En medio del canal de Beagle, con los Andes al norte y las montañas afiladas de Navarino del otro, el paisaje tiene una belleza áspera y en el aire flota el perfume a autenticidad que suele acompañar las grandes aventuras.
De los muchos islotes que hay en el canal de Beagle, el más conocido de todos es el Faro Les Eclaireurs, apenas un peñón rocoso que sobresale del agua. La silueta roja del faro brilla bajo el sol subpolar (cuando hay sol, lo que no es siempre el caso) y pone una única mancha de color vivo en los matices grises y azules del canal y las montañas. En los arrecifes, cerca del faro, se ven colonias de lobos marinos y cormoranes reales. Más al este, la isla Gable es la mayor del canal, del lado argentino. Es una etapa en las excursiones marítimas que se hacen desde Ushuauaia hasta la estancia Harberton, un poco más al este. En uno de los islotes hay una pingüinera y en toda esta parte de la costa el paisaje está marcado por las lengas “banderas”, árboles deformados por el viento incesante (que permite el crecimiento de las ramas sólo en el costado menos expuesto, dando esta particular forma de bandera al árbol).
Las demás islas son muy emblemáticas. La más cercana a las costas es la isla de los Estados. Los intentos de poblarla fueron abandonados hace tiempo, tal como fue abandonado el penal militar que funcionó en este lugar de atormentadas costas. Es un pedazo de cordillera que brota del mar, y este relieve –sumado a la latitud donde se encuentra y las difíciles condiciones de acceso– restringe considerablemente el desarrollo del turismo. En una palabra, es la isla perfecta: aislada, salvaje, con una fauna y una flora preservadas de la acción humana. Le faltan, sin duda, arenas blancas, palmeras y algo de calor tropical, pero es el precio a pagar para conocer la única isla prácticamente virgen de toda la Argentina. Se visita con excursiones de varios días que salen desde Ushuauaia, por supuesto durante el verano. Hay que informarse en el puerto para conocer las empresas y los precios, ya que cambian cada temporada.
En los agitados mares australes hay otras islas –Sandwich, Orcadas, Georgias y Shetland del Sur– accesibles solamente a los cruceros antárticos o para miembros de expediciones polares. Y desde luego también las Malvinas, abiertas desde hace unos años nuevamente a la llegada de los argentinos. Al no prosperar el proyecto de abrir una ruta aérea entre Buenos Aires y Puerto Argentino, hay que resignarse a tomar el avión en Punta Arenas, en Chile, para volar hasta Mount Pleasant, el aeropuerto militar de la isla, el único que puede recibir aviones grandes.
La acogida de los militares británicos dista de ser calurosa, y no es nada turística. Pero se ve compensada por la capital diminuta de las islas, que resultan toda una experiencia. Pese a que hay menos de 2000 habitantes, hay una atmósfera de centro urbano, por microscópico que sea: allí está todo el encanto de Puerto Argentino, en su particular estatuto y en el choque cultural que produce esta porción de islas de habla y culturainglesa tan resistentes al reclamo de la Argentina. En los negocios se encuentran todos los productos de Londres, en los pubs se juega a los dardos tomando cerveza por las tardes, como en cualquier pub del West End, y los domingos de verano se organizan concursos hípicos. En las dos islas principales, hay mucho más para ver y hacer: avistar colonias de las cinco especies de pingüinos que viven en las Malvinas, ver las ruinas del fortín francés, el primer establecimiento europeo en las islas, los cementerios militares –argentino e inglés– y la segunda aglomeración humana insular: Goose Green, una veintena de casas alrededor de un gran galpón que sirve a la vez de club social, de sala de eventos y de iglesia. Si las islas son un mundo aparte, las Malvinas lo son realmente. Doblemente aparte, por vivir tan aisladas del continente más cercano. Pero esto es otra historia.

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