CRONICAS. DE GRAN BRETAñA A SIBERIA
El gran bazar del ferrocarril. Un viaje en tren por Turquía, Extremo Oriente y Siberia es una extensa crónica del tour realizado a principios de los años ’70 por el norteamericano Paul Theroux. Partiendo de Londres, llegó hasta Japón, atravesando Europa, Medio Oriente y Asia; y una vez en su destino siberiano, regresó a través de Rusia. Aquí el comienzo del viaje, de la londinense Victoria Station a la parisina Gare du Nord.
› Por Paul Theroux *
EL TREN DE LAS 15.30 DE LONDRES A PARIS Desde que era niño, cuando vivía cerca de la vía férrea de la compañía Boston & Maine, raras veces oí el paso de un tren sin sentir deseos de montar en él. Esos silbidos parecen cantos embrujados: los ferrocarriles son bazares irresistibles, que serpentean perfectamente nivelados por las desigualdades de cualquier paisaje, mejorando tu estado de ánimo con la velocidad y sin volcar nunca tu bebida. El tren es capaz de infundirte tranquilidad en lugares horribles, no tiene nada que ver con los angustiosos sudores de muerte que provocan los aviones, el mareo de los autobuses de largos trayectos o la parálisis que aflige al que va en automóvil. Si un tren es grande y confortable, ni siquiera necesitas un destino; un asiento en un rincón es suficiente y puedes ser uno de esos viajeros que están quietos en movimiento, avanzando sin llegar ni sentir la necesidad de llegar a ninguna parte, como aquel hombre afortunado que vive en los ferrocarriles italianos porque está retirado y tiene un pase. Mejor es viajar en primera clase que llegar o, como dijo una vez el novelista inglés Michael Frayn, parafraseando a McLuhan, “el viaje es la meta”. Pero yo había escogido Asia, y cuando recordaba que se encontraba medio mundo más allá, no podía menos que sentir alegría.
Luego Asia apareció del otro lado de la ventanilla, y fui transportado a través de ella en esos expresos que van a Oriente, admirando tanto el bazar del interior del tren como aquellos otros ante los que pasábamos silbando. Cualquier cosa es posible en un tren: una deliciosa comida, una visita de unos jugadores de naipes, una intriga amorosa, un buen sueño por la noche y monólogos de personas extrañas construidos como novelas cortas rusas. Tenía intención de subir a todos los trenes que encontrase, desde la londinense Victoria Station a Tokyo Central; tomar el ramal de Simla, la vía que cruzaba el paso del Jaybar y la vía que enlaza los ferrocarriles indios con los de Ceilán; el expreso de Mandalay, el Flecha de Oro malayo, las líneas locales de Vietnam y los trenes con nombres fascinantes: el Orient Express, el Estrella del Norte y el transiberiano. Yo buscaba trenes y encontraba pasajeros.
El primero de ellos fue Duffill. Lo recuerdo porque su nombre se convirtió más tarde en un verbo, primero de Molesworth, luego mío. Se encontraba delante de mí, en el andén 7 de Victoria Station: “Salidas para el continente”. Era viejo y su ropa le estaba grande, como si en un momento de prisa hubiera echado mano de las primeras prendas que hubiese encontrado o como si acabase de salir del hospital. Avanzaba lentamente y llevaba unos paquetes deformados, envueltos en papel marrón. Todos tenían un rótulo con su nombre, R. Duffill, y su dirección, Splendid Palas Hotel, Estambul. Ibamos a viajar juntos. Una viuda caricaturesca con un severo velo habría sido mejor recibida, y si su bolsa estuviese llena de ginebra y dinero heredado, tanto mejor. Pero no había ninguna viuda; había excursionistas, vendedores, chicas francesas con sus desabridos amigos y parejas inglesas de cabellos grises que, cargados de novelas, parecían estar embarcándose en costosos adulterios literarios. Nadie iría más lejos de Liubliana. Duffill iba a Estambul; yo me preguntaba con qué pretexto. Por mi parte, estaba haciendo una escapada más o menos a escondidas; no tenía empleo estable y nadie se fijaría en mí si, después de guardar silencio, me despedía de mi mujer con un beso y tomaba solo el tren de las 15.30.
El tren cruzaba ruidosamente Clapham. Cuando decidí que el viaje era mitad huida y mitad persecución ya habíamos dejado atrás las casitas de ladrillo, los patios de carbón y los estrechos jardines traseros de los suburbios del sur de Londres y estábamos pasando junto a los campos de juego de Dulwich College, donde unos niños hacían ejercicio perezosamente sin haberse desprendido de las corbatas. Me había amoldado al movimiento del tren y había olvidado los titulares sensacionalistas de los periódicos que había estado leyendo por la mañana y que por fortuna no hablaban del “novelista desaparecido”. Luego pasamos por delante de una hilera de casas un poco separadas entre sí, entramos en el túnel y, después de viajar un minuto en completa oscuridad, fuimos disparados prodigiosamente hacia un nuevo escenario, unos prados abiertos, unas vacas que pacían y unos granjeros recogiendo el heno con sus blusones azules. Habíamos salido a la superficie en las afueras de Londres, una ciudad gris, húmeda y subterránea. En Sevenoaks pasamos otro túnel, otro atisbo de lo bucólico, campos con caballos piafando, algunas ovejas echadas en la hierba, unos cuervos posados en un secadero de lúpulo y desde una ventanilla atisbamos un barrio de casas prefabricadas. Por la otra ventanilla vimos una granja del siglo XVII y más vacas. Esto es Inglaterra: los suburbios se entrelazan con las granjas. En varios pasos a nivel, las carreteras rurales estaban abarrotadas de automóviles. Los pasajeros del tren contemplaban el tráfico con miradas rencorosas y parecían murmurar: “¡Parad, imbéciles!”.
El cielo era viejo. Colegiales con sus blazers de color azul oscuro, sus bates de críquet y sus carteras escolares, con los calcetines que se les caían, sonreían bobamente en el andén de Tonbridge. Pasamos velozmente junto a ellos arrebatándoles las bobaliconas sonrisas. No nos deteníamos, ni siquiera en las estaciones más importantes. Yo las contemplaba desde el vagón restaurante, mientras tomaba una taza de té, y el señor Duffill, también encorvado sobre su té, no perdía de vista sus paquetes y removía el contenido de la taza con el depresor de lengua de un médico. Atravesamos los campos de lúpulo que daban a Kent en septiembre un aspecto mediterráneo; pasamos ante un campamento de gitanos, catorce destartaladas caravanas, cada una con su propia pila indestructible de basura delante de la puerta de entrada; pasamos frente a una granja y, cuarenta pasos más allá, ante el perímetro de una urbanización que tenía gran cantidad de prendas de vestir colgando de una cuerda: bragas, calcetines, calzoncillos y medias que formaban un mensaje elaborado, como banderas de señales puestas en el mísero convoy de aquellas casas. El hecho de que no parásemos confería a este tren inglés un aire de apresurada determinación. Avanzábamos velozmente hacia la costa, para cruzar el canal de la Mancha. Pero en eso no había auténtico dramatismo. Duffill pidió una segunda taza de té. Dejamos atrás Ashford y cruzamos los pastos ondulados de Romney Marsh, en dirección a Folkestone. Entonces, ya había dejado atrás Inglaterra. Lo mismo habían hecho los otros pasajeros. Volví a mi compartimiento para oír a los italianos levantar la voz, sintiéndose quizá envalentonados al pensar que ya nos encontrábamos al borde de Inglaterra. Varios nigerianos, que hasta aquel momento sólo habían sido un cuarteto de cabezas que se movían (dos sombreros de fieltro, un turbante y una peluca enorme y enmarañada), comenzaron a hablar en yoruba, y parecían deletrear cada palabra que pronunciaban chasqueando los labios al completar las sílabas. (...)
PARIS En la Gare du Nord, mi vagón fue enganchado a otra locomotora. Duffill y yo contemplamos esa operación desde el andén y luego subimos. Le costó mucho tiempo y esfuerzo encaramarse al vagón y luego estuvo un rato jadeando. Todavía permanecía de pie, boqueando, cuando el tren arrancó a fin de realizar el trayecto de veinte minutos a la Gare de Lyon para reunirnos con el resto del Direct-Orient Express. Eran más de las once y la mayoría de los bloques de apartamentos estaban sumidos en la oscuridad. Pero en una ventana había luz. Tal vez se celebraba una fiesta y era como una pintura de un interior de ciudad, colgada e iluminada en medio de azoteas y balcones envueltos en la penumbra. El tren pasó y dejó aquella ventana impresa en mis ojos: dos hombres y dos mujeres sentados alrededor de una mesa en la que había tres botellas de vino, los restos de una copiosa cena, unas tazas de café y un frutero. Todo lo que se veía, y también los hombres en mangas de camisa, demostraba una amable intimidad, la triste comedia de una reunión de amigos. (...)
El tren hizo su lento circuito por París discurriendo entre los oscuros edificios y lanzando su estridente frsiiiiifronnnng a los oídos de las mujeres durmientes. La Gare de Lyon estaba animada, con ese encanto de medianoche hecho de luces y de locomotoras humeantes, y al otro lado de los raíles la lona que cubría uno de los trenes lo convertía en una oruga dispuesta a abrirse paso a través de Francia devorando cuanto encontrara en su camino. En el andén, los pasajeros que acababan de llegar bostezaban, rendidos por la fatiga. Los mozos de cuerda se apoyaban en las carretillas y miraban a las personas que luchaban con sus maletas. Nuestro vagón fue enganchado al resto del expreso Directo de Oriente. El topetazo abrió las puertas corredizas del compartimiento y me echó sobre el regazo de la señora sentada frente de mí, haciendo que se despertara, sorprendidaz
* Autor de El gran bazar del ferrocarril. Un viaje en tren por Turquía, Extremo Oriente y Siberia, Santillana, 2009.
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