turismo

Domingo, 8 de enero de 2012

MEXICO. CAPITAL AZTECA EN EL SIGLO XXI

Paseíto lindo y querido

Siempre afable con el visitante, más bien caótica en su inmensidad de superficie y tránsito, pero sobre todo infinitamente vital, la capital mexicana invita a descubrir su centro histórico de tinte azteca e hispano, la devoción de la Virgen de Guadalupe y el Museo Antropológico que la sitúa entre las primeras ciudades patrimoniales del mundo.

 Por Graciela Cutuli

El pasado no parece pasado en México. Ahí está, vivo y palpable, en los muros de cada uno de sus edificios y monumentos, en los murales de Diego Rivera y hasta en la cara de su gente, heredada de un mestizaje tan forzado como establecido para siempre. Con el DF –el Distrito Federal– no hay medias tintas: hay visitantes que se sienten perdidos en su caos cotidiano de tránsito y desorientados por los códigos y costumbres de la vida diaria mexicana, pero hay otros que lo aman a primera vista y se sientan rápidamente como pez en el agua en esta ciudad multiforme y gigantesca que fue alguna vez la capital de un imperio.

Una de las salas del Antropológico, el extraordinario museo de la capital mexicana.

ZOCALO Y MURALES A primera vista, el Zócalo se impone como el corazón del centro histórico. Esta plaza inmensa –la segunda más grande del mundo– es el eje de la visita a los principales monumentos públicos y religiosos que dan testimonio del pasado mexicano. Hace siglos, era un pantano. Hoy, es el lugar donde la gente se encuentra para las grandes manifestaciones políticas: en el medio hubo una historia larga y trabajosa cuyo testimonio parece brotar de cada piedra. Los aztecas construyeron a su alrededor una ciudad majestuosa, con decenas palacios, templos y edificios, los mismos que destruyeron minuciosamente los conquistadores para volver a levantar los edificios e iglesias donde fijaron su poder, en los hechos y en los símbolos.

Sobre el antiguo Palacio de Moctezuma de Tenochtitlán se estableció así el Palacio Nacional, un edificio de 1693 que es de paso obligado para todo visitante en Ciudad de México: no sólo porque fue epicentro de la agitada historia mexicana, cuyos vaivenes a menudo son difíciles de seguir y entender para el extranjero, sino sobre todo porque aquí, a lo largo de seis años, Diego Rivera pintó los espléndidos murales que relatan los largos siglos de la historia mexicana. Permanentemente transitados por grupos de turistas, la segunda planta y el espacio de la escalera principal –donde están las pinturas– son sin embargo un lugar para recorrer sin prisas y con el ojo atento a los detalles. La composición, los colores, las escenografías y los personajes plasmados por el muralista se graban en la memoria con la nitidez de una foto y permanecen en cada expresión, en cada mensaje pictórico sutilmente incluido por Rivera. Más aun tras la reciente restauración que precedió a los festejos de 2010 por el Bicentenario de la Independencia mexicana. La huella de Rivera, entretanto, está lejos de limitarse al Palacio Nacional: también hay trabajos suyos –junto a otros de Orozco y Siqueiros– en el Museo de San Ildefonso (frente al Templo Mayor) y en el cercano Ministerio de Educación.

Los murales de Diego Rivera, en un recorrido por las galerías del Palacio Nacional.

TEMPLOS Y CATEDRALES Si el Zócalo es la segunda plaza más grande del mundo, la Catedral Metropolitana –que asoma sobre su cara norte– es la iglesia más grande de América latina. Cualquiera se siente empequeñecido bajo sus inmensas cinco naves y capillas laterales, colmadas de todo tipo de expresión religiosa popular: en todo caso, es un milagro que siga en pie después de los temblores y auténticos terremotos que supieron sacudir la capital mexicana, a veces con consecuencias catastróficas. El edificio, sin embargo, vive a la sombra de otra amenaza tan notoria como permanente: el hundimiento, debido al peso ingente de la estructura y sobre todo a la escasa firmeza del subsuelo de la ciudad, construida al fin y al cabo sobre lo que era un lago.

Mientras la catedral católica sigue orgullosamente en pie, desafiando cualquier amenaza, lo que se conserva del Templo Mayor azteca son ruinas y un museo. Antiguamente corazón de la vida religiosa de Tenochtitlán, este antiguo recinto ceremonial piramidal supo tener unos 600 metros de altura y abrazaba en su interior estructuras más pequeñas. Lo más increíble es que fue descubierto en tiempos recientes, cuando se realizaban obras en el lugar. Así las ruinas salieron a la luz y se creó un Museo, que reúne más de 3000 piezas encontradas durante las excavaciones: son en total ocho salas, que conservan entre sus joyas un disco de piedra esculpida y una maqueta que revela cómo era la capital de los aztecas. Para ahondar un poco más, se puede visitar el Museo de la Ciudad de México, un auténtico centro cultural donde se suelen organizar talleres, conferencias y espectáculos, situado enfrente del Templo Jesús de Nazareth, donde se conservan los restos de Hernán Cortés. Apenas saliendo, un monumento recuerda el lugar justo donde, en aquel lejano 1519, Moctezuma recibió al conquistador español.

Ruinas del Templo Mayor de la antigua Tenochtitlán, en pleno centro del Distrito Federal.

TLATELOLCO Y GUADALUPE El principal mercado azteca se encontraba en la zona de Tlatelolco, la misma donde se produjo, en 1521, la última batalla previa a la caída de Tenochtitlán. Hoy se encuentra aquí la Plaza de las Tres Culturas, donde las ruinas de un templo azteca son vecinas del edificio del Ministerio del Exterior. Pero entre los puntos más conocidos está la Plaza Garibaldi, el tradicional sitio donde se reúnen los mariachis –sobre todo el atardecer– para tocar y ofrecer sus servicios para las fiestas, cumpleaños y festejos de los mexicanos. A pesar de la tradición, la zona se ve hoy algo desolada y muchos hoteles aconsejan a los turistas que se muevan con cuidado o con la compañía de un guía si quieren recorrer la plaza o conocer los bares donde tocan los mariachis.

A esta altura, ya se habrá visto y vuelto a ver el Paseo de la Reforma, la avenida nacida con vocación de Champs-Elysées que el emperador Maximiliano proyectó para conectar su residencia en el Castillo de Chapultepec con el Palacio Nacional. Hoy no tiene nada que ver con los aires principescos de lo que se llamara Paseo de la Emperatriz, que cayó bajo la picota de la revolución encabezada por Benito Juárez. Lo mismo que los reyes importados de Europa con la pretensión de construir un imperio como en el Viejo Continente. Ya se sabe que la historia terminó trágicamente: pero la avenida sobrevivió, con nuevo nombre, y se transformó con rascacielos y bulevares a lo largo de todo el siglo XX.

Siguiendo precisamente el trazado de la Reforma, sin amilanarse por el tránsito y las distancias –que son grandes en esta ciudad extensa y populosa– se llega a otro punto ineludible de la Ciudad de México: la Nueva Basílica de Guadalupe, una de las iglesias católicas más visitadas del mundo (se estima que unos veinte millones de personas pasan por aquí cada año, casi la mitad de ellos en diciembre cuando se celebra el día de la Virgen de Guadalupe). La iglesia antigua, que se inauguró apenas comenzado el siglo XVIII, es un gran edificio barroco que resistió mal el paso de los siglos y dio paso a la construcción de la Nueva Basílica. Objeto de importantes restauraciones por el mismo motivo que la Catedral –su peso y la inestabilidad del suelo– está ahora consagrada a Cristo Rey, aunque aquí sigue viva la memoria del milagro de Juan Diego y sus visiones de la Virgen, el desencadenante de la intensa devoción que aún viven los mexicanos y que tiene eje en la Nueva Basílica. Para ella, en contraste con el barroco de la original –con quien comparte la enorme plaza llamada Atrio de las Américas–, se eligió un diseño moderno y circular que sin duda no resiste tan bien el paso del tiempo y de las modas arquitectónicas como las torres de la anterior. Inaugurada en 1976, la iglesia se construyó en hormigón con acero y se cubrió con lámina de cobre oxidada, lo que le da un característico color verde. Monumental en todos los sentidos, su forma permite que la imagen de la Virgen de la Guadalupe situada detrás del altar sea observada desde cualquier rincón. Pero igualmente hay una pasarela por debajo, con cintas transportadoras, que permiten a los peregrinos pasar delante sin prisa y sin pausa.

Lustrabotas y velotaxis ecológicos en las calles del centro.

EL ANTROPOLOGICO No puede faltar entre los grandes museos del mundo: es el Louvre de América y uno de los lugares que sí o sí hay que conocer en una visita a Ciudad de México. No importa que haya mucho o poco tiempo, ni que el visitante no sea asiduo a los museos: los tesoros que hay aquí impactan al más profano y permiten descubrir piezas imponentes de las culturas precolombinas mexicanas. El edificio, que se construyó en los años ’60 en el Bosque de Chapultepec, ofrece un itinerario por 23 salas de muestra permanente y una temporaria: aquí está, por ejemplo, la Piedra del Sol, que los antiguos mexicanos legaron a sus herederos como corazón simbólico de su cultura. En la planta baja están las salas con las principales piezas arqueológicas recuperadas en distintos sitios del territorio mexicano; en el primer piso hay en cambio una serie de recintos que exhiben la diversidad etnográfica y las tradiciones del México actual. Desde el poblamiento de América, con maquetas sobre el modo de vida de los primitivos pueblos mesoamericanos, hasta su evolución en los distintos siglos y períodos según la clasificación de los historiadores, se suceden cronológicamente cientos de estatuas, objetos de culto, cerámicas, el calendario azteca, la reproducción de un templo maya, momias indígenas: la lista podría no tener fin, pero es tan fascinante como extensa por su variedad y riqueza. Las mismas que hoy defienden los mexicanos junto con la herencia de algunos de los pueblos más extraordinarios que América haya conocido jamás

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