SUDAFRICA. CARISMAS Y MANíAS DE UN LUGAR ESPECIAL
Quien cruce el charco y pase de largo para ver leones y jirafas se perderá una experiencia urbana muy especial. Una ciudad que hasta inventó su propia culinaria, dueña de vistas dramáticas y una forma de vida especial.
› Por Sergio Kiernan
Es difícil entusiasmar a un malayo, o al menos lograr que quiebre su reserva y muestre esa emoción. Pero los pilotos de Air Malaysia llegan a Ciudad del Cabo y algo les pasa: flanquean el avión para que los pasajeros vean el paisaje, lo zigzaguean para que las ventanillas de cada lado tengan su vista, dicen cosas como “bienvenidos a la ciudad más hermosa del mundo”. Si lo dice un piloto...
Por bien viajado que sea uno, es un riesgo afirmar que una ciudad es lo más algo del mundo. Siempre habrá una voz disidente que se cobre la altanería con un ejemplo matador, exclusivo, poco conocido. Pero se puede proponer a la ciudad europea más vieja de Africa, a la ciudad de la Montaña de la Mesa, a la ciudad de vistas dramáticas, como una muy seria candidata al título.
Lo curioso fue que la fundaron los contadores. En el siglo XVII, Holanda era una potencia de cuidado que se daba el gusto de ganarle batallas navales a los ingleses y tenía colonias tremendamente lucrativas en Asia. El Cabo de Buena Esperanza era un paradero para emergencias –falta de agua o de comida– y para dejar el correo, recogido por barcos de todas las nacionalidades y entregado en Europa fielmente y sin cargo. Los moneymen de la Compañía de las Indias Orientales decidieron que había que crear un puesto de reabastecimiento en ese sur africano. La orden fue estricta: un puesto, con una mínima guarnición, y no una colonia. Prohibido hacer una colonia. Las colonias generan gastos.
El primer gobernador y fundador, Van Riebeek, intentó que se cumpliera la orden. Tal vez no debería haber elegido un lugar tan espectacularmente hermoso para su puesto, con esa montaña única que se estira en alas laterales puntiagudas y oculta una llanura verde, con un bosque en las laderas. La cosa es que desde el primer día esos pobres holandeses que llegaron medio que de prepo al lugar se maravillaron, se tentaron, se escaparon. A los treinta años, en 1682, Kaapstadt ya se esparcía en granjas y corrales, con un gran huerto –el Jardín de la Compañía, hoy el parque más logrado del continente– y los primeros viñedos del lado de Constantia. Esta rebelión-hormiga, de gente que se mandaba al campo con un mosquetón y un burro para tener tierra propia, explica algunos de los trazos de carácter de los sudafricanos.
Ciudad del Cabo es la primera ciudad europea en Africa –pero ni remotamente la primera ciudad del continente– y tiene un lugar especial en el imaginario cultural de Sudáfrica. Johannesburgo es mucho más grande y poderosa, Pretoria es la capital, Durban casi le gana como puerto, pero la Ciudad-Madre sigue teniendo el Parlamento y el lugar central en la cabeza del país.
El que llegue por esos rumbos hoy en día arrancará por un aeropuerto que deberíamos imitar los argentinos –cada vez más agarrados al galpón glorificado que parece ser la norma– y seguirá por una autopista que cruza el distrito industrial y la otra Ciudad del Cabo, la gran urbe negra de Khayelitsha. Este primer descubrimiento es fundamental para entender dónde está uno, en una ciudad doble dividida por clases todavía casi enteramente marcadas por el color de la piel donde cada mitad es igual a la otra, Un millón de almas.
Khayelitsha es tan grande que tiene barriadas prósperas, hospitales, estaciones de trenes, empresas, villas miseria, mercados y supermercados, miles de bares y kilómetros cuadrados de casitas aburridas pero sólidas, alegradas por alguna flor. Los blancos, solitos, no son bienvenidos pero para eso hay una enorme red de contactos que van de operadores de tours al pibe con el que se termina hablando en un café, y el sábado a la mañana los mercados mezclan todos los colores más o menos en paz. Esta mitad guarda explosivas creatividades: el pintor Ras Banana con sus carteles de peluquería, los miles de artesanos cuyos productos se venden en toda la ciudad, los talleres textiles dignos de Ali Baba y, al parecer, cada uno de los raperos del sur del país. Las fiestas, cuentan entre botellas, pueden ser míticas.
Pero la autopista sigue y sigue hasta toparse con la Montaña de la Mesa y dividirse, a la izquierda, hacia tierra adentro y a la derecha al mar. Quien tome hacia la derecha bordeará la lomada donde baja la montaña, subirá entre un hospital histórico y un bosque de Pinos de Piedra, y súbitamente, por sorpresa, verá que está en un techo de la ciudad. Es algo que termina habituando, de tanto que puede hacerse: ver en panorama el City Bowl, la gran expansión urbana de la ciudad vieja frente al mar, una imagen que sólo cansa si la vida cansa.
Ciudad del Cabo tiene, como toda ciudad, sus geografías mentales. Está el Centro, olvidable y por suerte chiquito, el único lugar donde hay algunas torres bancarias y donde terminan las autopistas. Del Centro se puede huir de varias maneras, pero una encantadora es subiendo Long Street, la Calle Larga que conserva una bella colección de edificios victorianos, varias cuadras de veredas cubiertas que protegen del solazo, y varios de los mejores bares del lugar. Quien la camine con paciencia encontrará las dos mejores librerías de esta ciudad no muy rica en libros, el African Music Store –fuente de tesoros como el Township Jazz o la música bailable zulú– y lugares donde tomar excelente express, pizzas recordables y curiosidades como bifes de cocodrilo o guisos de springbok.
Long Street tiene la ventaja agregada de quedarse hasta más tarde en un lugar donde todo cierra temprano, y de estar a mano de lugares como el Jardín, la Calle Reina Victoria, con sus edificios judiciales y ceñudos, y esa formidable torta que es el Mount Nelson Hotel, alguna cuadra a la izquierda desde el remate. Al Nelson le dicen, argentinamente, la Casa Rosada, y hace un siglo largo que es un hotel lujoso y amortizado. Los sábados se puede tomar el High Tea en los jardines, bajo las bouganvillas en flor, como si el Imperio todavía gobernara y fuera natural tener un maitre d`hotel hindú con acento londinense.
Más demóticamente, Upper Long –simplemente la parte en que la calle se empina– es rica en restaurantes étnicos, en una sucursal de esa gran idea que es el Ocean Basket, inventora de la paella por metro, y en negocios vintage. Quien sea bueno en caminar podrá descansar en el Melissa frente a la Boereskol, un boliche de buenos tés, mejores café y algunas tortas memorables. Más arriba está la montaña y la delicia del barrio de Gardens, donde todos deberían vivir.
Claro que no todo es montaña. El lado oeste de la costa urbana fue tomado hace mucho por fábricas y astilleros, con lo que las casas se esparcieron hacia el este. La primera parada es el barrio de Bo-Kaap, la zona malaya con sus mezquitas, tiendas y restaurantes. Ahí y en su parte baja y más gentrificada, el Waterkant, se puede empezar a entender un fenómeno muy peculiar de Ciudad del Cabo. Es que, así como Buenos Aires es única en el mundo por haberse inventado su propia música, esta ciudad se inventó su propia comida. Así surge la aventura de probar la cocina Cape Malay.
Que es producto de tres siglos de convivencia, tirante y despareja, pero real. Los holandeses del Cabo fueron de lo más racista y duro, pero con contradicciones. Así como dejaron de hablar holandés y adoptaron la jerga de sus sirvientes, el afrikaans, conservaron apenas la manía del queso y cubrieron todo, absolutamente todo, en especies. Quien coma un asado lo recibirá cubierto de especies, orgullosamente mezcladas por el asador de acuerdo a una receta propia y secreta. Quien pida una hamburguesa la verá cubierta de salsa yambalaya y cribada de verduras pungentes y curries amables. Y quien se juegue será recompensado por bobotis y rotis, curries y masalas que tienen una maravilla en común: a menos que uno insista, no queman. Es que el estilo local es cruzar todo de sabores –hasta doce especies para una salsita– sin que sea obligatorio el picante.
Estas maravillas culinarias exceden el Bo-Kaap y se estiran por las playas y los barrios residenciales hacia el este. Recorren Green Point y Sea Point, siguen por la rocosa Clifton y se vuelven a abrir en Camp’s Bay, hoy la playa más concurrida y paqueta de la ciudad. Con un metro cuadrado de altísima cotización, Camp’s Bay se entiende de una mirada: es una playa blanquísima al pie de los Doce Apóstoles, la cadena de panes de azúcar que continúan la Montaña de la Mesa.
Todas estas cumbres muestran muy seguido un fenómeno curiosísimo, el de una nube propia, algodonada y gruesa, que en el día más ventoso y despejado se queda pegada a las rocas allá arriba.
Del otro lado de esas montañas, tierra adentro, se despliegan los barrios residenciales que van de Groot Schuur, donde vivía el magnate Rhodes y ahora vive el presidente cuando visita la ciudad, hasta la magnificencia de Constantia. Si tener Camp’s Bay en Ciudad del Cabo es como tener Ipanema en Belgrano, tener Constantia es como si Villa La Angostura estuviera en Flores. Los caminos meandrosos de montaña llevan de barrio en barrio bajo árboles enormes, asomando entre viñedos y estirándose hasta la otra costa de la península, en Muizenberg y False Bay. Guía en mano, se puede hacer turismo enológico o picnics entre los pinos, o buscar restaurantes de ensueño en un campo que está a veinte minutos del centro. Groot Constantia, la granja y viñedo fundada en 1682, es el corazón histórico del distrito, una mezcla notable de museo, restaurantes, prado y hectáreas de vides en producción.
Cada visitante que se tome su tiempo tendrá sus manías. La cerveza en el Pink de la calle Loop, cualquiera de los Café E Vida, la yambalaya de El Mojito, los camarones en algún barcito de playa, el café feroz del flamante Been There en Strand. Y si todo falla, basta buscar el camino del Kloof, girar a la derecha y llegar al mirador de Lion’s Head para ver caer el sol sobre este sueño urbano. Ciudad del Cabo es para beberla con los ojos, un caramelo visual.
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