Domingo, 24 de junio de 2012 | Hoy
CORRIENTES. EXCURSIONES EN LOS ESTEROS DEL IBERá
Crónica de un viaje al gran pantanal argentino, con excursiones nocturnas por la selva, cabalgatas entre los bañados y paseos fuera de la laguna de Iberá, para conocer la cultura del paisano correntino inmerso en este mundo de naturaleza generosa y gente cordial.
Por Julián Varsavsky
Los Esteros del Iberá, ese gran pantanal 65 veces más grande que la Ciudad de Buenos Aires, se visitan por lo general en dos agitados días que, a lo sumo, alcanzan para sendas salidas en lancha y algún paseo adicional. Pero las agradables posadas que rodean la laguna de Iberá justifican extender la estadía, aunque sólo sea para tumbarse en las hamacas que cuelgan bajo las galerías de esas casonas de campo con pileta. La otra razón para extender la estadía es que desde el pueblo de Colonia Pellegrini se pueden hacer excursiones alternativas no incluidas en un paquete clásico, que ofrecen un acercamiento más a fondo al submundo acuático y sobre todo cultural de los Esteros del Iberá. Gracias al aislamiento de la zona, no sólo se ha mantenido la biodiversidad, sino también una cultura muy propia de los habitantes del lugar.
NATURALEZA NOCTURNA En la noche los Esteros del Iberá son otro mundo, con vida propia y otros actores. Una de las posibilidades, por lo tanto, es descubrirlos durante una navegación nocturna. La otra es recorrer sus alrededores de la mano de José Martin, un guía local nacido en la zona que la conoce con sumo detalle y lleva a los viajeros en su camioneta para descubrir secretos en la oscuridad.
La especie que se lleva todas las miradas es la vizcacha –que tiene algo de ratón y algo de conejo–, a la que descubrimos sobre una pequeña lomada. Allí tienen sus madrigueras, de donde salen por centenares en la noche para corretear por todos lados.
“De chico, acá en el campo, yo no tenía juguetes y el primero que tuve me lo regaló una vizcacha: un jeep de plástico que encontré junto a sus nidos”, cuenta José Martin mientras nos muestra el cachivacherío que hay alrededor de las cuevitas. A simple vista parece un basural hecho por el hombre, pero es obra de los roedores. Allí hay palos y ramas de todo tipo, algún zapato, botellas de vidrio y bolsas de plástico, guantes, excrementos de otros animales, cartones y fragmentos de lana. Por qué tienen esa costumbre de traer objetos perdidos es algo que nadie sabe en la zona, pero cuando algo se extravía en el campo se lo suele ir a buscar a las vizcacheras y es común encontrarlo. De allí viene el término “viejo vizcacha” para los ancianos que acostumbran juntar trastos inservibles en un galpón.
José hizo un paneo con la linterna y vimos centenares de pares de ojitos de vizcachas que nos miraban también con asombro. De regreso en el vehículo salimos a la ruta, y al costado José divisó con sus ojos de lince una corzuela con su cría. Luego de cruzar el petraplén llegamos a la sede de los guardaparques para hacer una caminata por una selva en galería. En apenas 30 segundos apareció otra corzuela pastando a metros de nosotros, rodeada de carpinchos a los que es posible acercarse hasta tenerlos al alcance de la mano.
Al ingresar en la selva aparecieron dos mariposas nocturnas del tamaño de una mano posadas en un tronco. Un tatú negro –una especie de mulita– cruzó el sendero sin apuro, muy concentrado, rastreando cascarudos. Y una gatita parda con manchas de leopardo, semidomesticada, nos acompañó por un buen rato hasta que escuchó un ruido, se paralizó por un instante en posición de ataque y desapareció de un salto entre el follaje tras una presa.
En un momento José apagó la linterna para mostrarnos que de noche en la selva en galería no se ve absolutamente nada. Al encenderla otra vez alumbró un árbol donde una pareja de benteveos amarillos iban por el quinto sueño.
Cuando el sol desaparece, el proceso de reciclaje natural en la selva se acelera: de día absorbe calor, mientras el aire caliente se lleva las fragancias hacia arriba. Y de noche todo se enfría, mientras se descompone la materia orgánica de animales y vegetales muertos. Los zorrinos escarban la tierra y la acumulación de aromas de la noche atrae a los insectos que polinizan las flores. Los murciélagos, por su parte, comen frutos y desperdigan semillas. Esa mezcla de olores incluye el de la tierra mojada por el rocío y el del almizcle que segregan el zorro y el aguará popé –una especie de la familia del mapache también conocida como osito lavador– para marcar el territorio.
Al rato de estar caminando a ritmo pausado por el angosto sendero de tierra con puentecitos de troncos, el guía pidió atención para oír los sonidos de la selva. En el silencio nocturno el crujido de una rama rasgó la noche, el chistido de una lechuza ordenó silencio, un tero dio una señal de alerta y el croar de las ranas conformó un coro sin ton ni son. Cada tipo de rana tiene su propio canto, como el de la ranita hila pulchela, que semeja gotitas de cristal rompiendo contra el suelo. Y cada tanto arranca el sonido como de locomotora del sapo curucú. Entre el canto de las aves, sobresalen el “cuuú... cucú” de la lechuza alicuco y el silbido del pájaro curiango, cuyos ojitos brillan como rubíes ante la luz de la linterna.
A la salida del bosque, José alumbró el borde de la laguna de Iberá y vimos decenas de pares de ojitos rojos de los yacarés. Y al regresar a la camioneta hubo que espantar a un montón de carpinchos instalados debajo del auto para disfrutar del calorcito del motor.
EL GAUCHO CORRENTINO Al día siguiente, luego de navegar por los esteros desde nuestra posada, José Martin nos vino a buscar para ir al campo de sus padres, que viven en el mismo rancho donde él nació, en los esteros de Chamba Trapo, a 17 kilómetros de la laguna de Iberá.
A diferencia del típico gaucho de la zona –hosco y cerrado, con el facón listo en la cintura–, los padres de José son abiertos y les encanta charlar con los visitantes, muy orgullosos de mostrarles su rancho de adobe. Lili y Amadeo Martin viven solos con sus hijas y se acuestan y levantan con el sol, a pesar de que eso ya no es tan necesario desde que hace cinco años les llegó la electricidad.
A diferencia de las casas de adobe del noroeste del país, que se hacen con ladrillos, el rancho correntino se levanta con un “enchorizado” de barro y espartillo colocado en una estructura de palos y cañas tacuara. Las puertas y ventanas son pequeñas, para aislar el interior, tanto del frío como del extremo calor veraniego, en tanto el techo es a dos aguas con cielo raso de paja, junco y zinc. El interior es bastante oscuro, y una característica del gaucho correntino es que vive la mayor parte del tiempo fuera del rancho.
La jornada en el campo comienza entre las tres y las cuatro de la mañana, con unos mates. Luego se ordeña una vaca en el corral para tener leche fresquita y se desayuna mbaipú –un guiso de harina y carne– con un vaso de leche. A eso de las 6.30 –lejos del sol del mediodía– comienzan las tareas más duras, como enlazar un novillo para curarle una “bichera”, cortarle los cuernos filosos a un toro, arrear el ganado o matar una vaca. La mujer se queda en casa entregada a quehaceres domésticos, como cocer pacientemente una papaya para convertirla en un dulce almibarado.
Al mediodía la mujer espera a su “machimbrado” –así se llama al hombre cuando no está casado, sino juntado– con el mate listo. Luego es hora del almuerzo y la sagrada siesta, mientras afuera del rancho el ambiente se hace irrespirable por el calor.
La actividad de la tarde es más tranquila: es la hora en que se preparan cueros para vender, se arrean las ovejas, se elaboran chorizos caseros, se sala la carne para el charqui y se riega la huerta. A esta altura queda claro que los Martin son prácticamente autosuficientes y, como la ferretería más cercana está a 120 kilómetros, ellos mismos fabrican sus herramientas con todo tipo de hierros viejos que guardan en un galpón, como buenos vizcacheros. En el rancho se puede ver la bisagra de una puerta armada con dos chapas viejas y una máquina lijadora de cueros fabricada con el motorcito de un ventilador. Mientras tanto, en el cambalache del galpón se ven pesas de campo, un estira alambre, un yunque, motores y baterías viejas, un cortahierro, punzones, monturas de caballo, marcas para ganado, serruchos y chatarras varias.
A CABALLO Después de unos mates con los Martin comienza una cabalgata por los alrededores, donde confluyen tres ambientes muy distintos: la selva paranaense de altos árboles de lapacho y palmeras pindó, el espinal entrerriano con sus montes bajos de espinillos y ñandubay, y el distrito chaqueño con sus bosquecitos de palmera caranday, quebrachos blancos y cactus.
Los caballos son mansos y obedientes, y caminan sin prisa por el agua de los esteros y entre los palmares. La charla con el gaucho José –quien tiene ojos azules porque lleva sangre suiza mezclada con criolla– continuó sin prisa con la explicación del trueque que todavía existe en la zona, donde por ejemplo dos vacas valen un freezer o una máquina para hacer chorizos. Y en los almacenes de Colonia Pellegrini es común que alguien llegue con huevos en lugar de dinero para cambiarlos por pan o leche.
Luego de dos horas de cabalgata regresamos al rancho de don Amadeo, quien tenía listo un asado, el plato diario del gaucho correntino, para quien “una comida sin carne no es comida”. Luego del almuerzo dormimos una siesta correntina en una hamaca atada entre dos árboles para luego salir a caminar con José por los esteros y palmares de Cambá Trapo. El guía, con olfato salvaje, descubre a los animales por el olor, como una pareja de aguará popés que dormían en la copa de un árbol camuflados entre unas epífitas. Durante el paseo recorrimos tramos de selva, palmares y bosques xerófilos, mientras a lo lejos vimos corzuelas con sus crías y un ciervo de los pantanos.
El bosque pertenece a la familia Martin, que decidió alambrarlo para crear una reserva natural y evitar así que se metan las vacas. Tiempo atrás fueron tentados para arrendar el área de la reserva por tres meses a un productor de arroz, que planeaba talar el monte y anegar todo con agua de los esteros. José, un ecologista nato, andaba por esos días haciendo malabares para sacar un crédito que le permitiera comprar una camioneta y hacer agroturismo en ese bosque. Los arroceros, en una sola temporada, le entregaban limpio y sin necesidad de trabajar el capital para comprarse dos camionetas. José lo pensó mucho –“por tres noches no pude dormir”, asegura–, pero eligió preservar el bosque de su infancia, sacar el crédito y poco a poco ir pagándolo con lo que le dejan los pequeños grupos de turistas a los que lleva, simplemente, a mostrarles cómo es su vida y su naturaleza.
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