FRANCIA. VISITA A VERSALLES
Fastuoso, imponente, radiante. Toda la grandeur francesa del Palacio de Versalles, la residencia que Luis XIV quiso poner a la altura de su apodo de Rey Sol. Cortesanos, espejos, porcelanas y oropeles se suceden en los pasillos de este monumento rodeado de jardines que son una obra maestra del paisajismo y lograron, como los venerables muros del palacio, sobrevivir al furor de la Revolución.
› Por Graciela Cutuli
Lo llaman chateau (castillo) de Versailles, pero no queda nada del modesto castillo primitivo que Luis XIII hizo construir como pabellón de caza a principios del siglo XVII. Hoy es un palais (palacio) con todas las letras, tal como lo quiso y concretó Luis XIV, el Rey Sol, aquel para quien el Estado no era otro que él mismo. O al menos así lo dice la leyenda, que le calza a la perfección al rey Borbón de firme peluca, calzas blancas y manto azul con armiño y flores de lis, según su retrato más difundido. A él se le debe la transformación de la construcción original en este palacio desmesurado que encarnó dos ideales al mismo tiempo: el arte clásico francés y el absolutismo real. Un largo proceso que comenzó a partir de 1670, con la instalación de los Aposentos del Rey y de la Reina –incluyendo la mágica Galería de los Espejos– y siguió con sucesivas ampliaciones y agregados hasta llegar a las 2300 habitaciones actuales, repartidas sobre más de 63.000 metros cuadrados. Su época de oro duraría algo más de un siglo: después llegó la Revolución y arrasó con los oros y oropeles de la monarquía. En toda Francia se incendiaron castillos, se derribaron iglesias y se destruyeron archivos, pero Versalles, símbolo de símbolos, quedó en pie.
DE VISITA A la hora de preparar la visita, turista prevenido vale por dos. Sucede que uno no es ni el primero ni el único que piensa en dedicarle un día a Versalles, y si además la visita está prevista para un fin de semana o durante algún período de vacaciones francesas o europeas, la multitud dispuesta a seguir el mismo recorrido puede acobardar hasta al japonés más experimentado. Lo más prudente para reducir al menos en parte las largas esperas es comprar e imprimir previamente las entradas en el sitio del palacio (la buena noticia es que los menores de 18 no pagan); lo segundo más prudente es llegar bien temprano, a las 8.00 de la mañana, la hora en que abren los jardines (el resto abre a las 9.00). Lo tercero, viajar en la red de trenes RER desde cualquier lugar del centro o la periferia de París: no sólo se evitarán problemas de estacionamiento, sino que tampoco hará falta mapa alguno para llegar, basta seguir la corriente de pasajeros que tienen el mismo destino que uno. Y después, armarse de paciencia: Versalles lo vale.
El esplendor de hoy contrasta con lo que es difícil de imaginar para el viajero moderno: una ubicación “ingrata y triste”, sin bosques, agua ni aire, según los críticos de la época, incluyendo al poderoso consejero Colbert, que prefería sin medias tintas el palacio del Louvre. Tal vez no contaba con la voluntad del rey y su corte de arquitectos y paisajistas, capaces de transformar el terreno más desfavorable en el más fastuoso palacio de Europa. En 1664 se puede establecer uno de los primeros hitos de la historia de Versalles: una impresionante fiesta de una semana llamada “Les plaisirs de l’isle enchantée” (Los placeres de la isla encantada), inspirada en el Orlando furioso y la Jerusalén liberada de Tasso, y con obras de Molière.
Dos años más tarde comenzó la transformación del castillo en palacio, con una superficie triplicada y una decoración lujosa cuyo eje fue la representación del sol. De allí en adelante siguieron la construcción del Grand Canal; los jardines de Le Notre; la fiesta Grand Divertissement Royal de Versailles (Gran diversión real de Versalles) en 1668; la ampliación de Le Vau con “el envoltorio” –un segundo edificio que rodeaba al primero, ya demasiado pequeño para la corte del rey–; la construcción de los Aposentos del Rey y de la Reina; el Trianon y sus edificios adyacentes, una serie de mansiones palaciegas donde se alojaban los grandes cortesanos, familias que hicieron la historia de la aristocracia francesa como Guise, Noailles y Bouillon. Versalles se convirtió así en la materialización de una idea: el absolutismo que Luis XIV encabezó y llevó a su máximo apogeo, centralizando la administración de un modo que perduraría siglos y marcaría para siempre la historia de Francia. En 1677, el Rey Sol decidió fijar finalmente residencia en Versalles, y encargó el proyecto para completar el palacio al célebre Mansart.
LA GALERIA DE LOS ESPEJOS La obra maestra del arquitecto, cuyo nombre pasó a la lengua popular por las “mansardas” que son un símbolo de la vida bohemia de París, fue la fastuosa Galería de los Espejos de Versalles. Aunque es difícil, dada la afluencia de visitantes, conviene hacer un ejercicio de abstracción y tratar de imaginar estos salones en los tiempos de su inauguración cuando no había luz eléctrica: un submundo de personajes de librea vivía al servicio de la corte y las intrigas palaciegas eran el pan de cada día. Ridicule, una película de Patrice Leconte ambientada en Versalles alrededor de 1780, retrató con ironía y buen pulso histórico algo de la vida cotidiana en la corte bajo los últimos reyes de Francia. Creada para impresionar, la Galería lo sigue logrando incluso tres siglos y medio más tarde, con sus 73 metros de largo, 10 de ancho y 357 espejos iluminados por 17 ventanas. En los tiempos de su creación, se encendían unas 3000 velas para realzar su decoración rococó a la caída del sol. El sitio elegido para construirla fue una antigua terraza, que una vez cubierta dejó definitivamente fuera de la vista las antiguas fachadas de Versalles, y como no se daba puntada sin hilo, además de la belleza artística Francia reafirmó de esta manera la capacidad de La Glacerie, una fábrica de cristales y espejos que pretendía asentar la artesanía francesa ante el gigante de la época, las cristalerías de Venecia.
Lo que rodea a los espejos es una profusión que se diría infinita de arcadas, adornos de bronce repujado, referencias mitológicas y pinturas de Le Brun: todo lo demás –muebles y estatuas– desapareció con la Revolución. La historia quiso que la Galería de los Espejos fuera escenario de varios episodios que dejaron huella: el arresto del cardenal de Rohan como consecuencia del escándalo del collar de la reina en 1785; la recepción de los embajadores de Siam y Persia entre fines del siglo XVII y principios del XVIII; las fiestas por el casamiento del delfín que sería Luis XVI y María Antonieta; la firma del Tratado de Versalles que puso fin a la Primera Guerra Mundial; el encuentro entre Charles de Gaulle y John Kennedy.
Desde la Galería de los Espejos se ve la imponente perspectiva de los jardines creados por Le Notre, que corren desde la fachada del palacio hasta las rejas que permiten el acceso al conjunto. Lejos de ser un mero accesorio, los jardines son una obra de arte en sí misma, que requirió unos 40 años de trabajo para llegar a su forma final después de haber transformado definitivamente el paisaje original hecho de bosques, pantanos y pastizales. Un ejército de hombres intervino en esta obra monumental, sobre todo para los medios de la época, trasladando tierra en carretillas y plantando árboles importados desde todos los rincones de Francia.
GRAND TRIANON, PETIT TRIANON Según el tipo de “pasaporte” que se haya elegido, se podrán visitar el palacio principal, el Grand Trianon, el Petit Trianon y los jardines de Versalles: todo depende de los intereses y disponibilidades de tiempo de cada uno. Vale recordar, para quienes quieren ver las famosas fuentes danzantes, que no están en funcionamiento todo el tiempo, y, sobre todo, que las distancias entre una parte y otra del complejo de Versalles están a la altura de la grandeur del palacio, de modo que conviene prever calzado cómodo, tiempo y paciencia para los horarios pico.
El Grand Trianon, un palacio aparte que Luis XIV quiso como refugio de sus aventuras con Madame de Montespan, es otra obra maestra de Mansart, “refinada y deliciosa”, de inspiración italiana y célebre por sus jardines “a la francesa”. Es decir, ordenados y prolijamente podados siguiendo las reglas del ars topiaire como el que inventaron aquellos pioneros “manos de tijera”. Aquí el Rey Sol alojó a parte de su familia; más tarde María Antonieta lo utilizó para diversas representaciones, pero sin embargo prefirió siempre el Petit Trianon, que le había regalado Luis XVI. El Petit Trianon y la Aldea, donde la princesa austríaca jugaba a la pastora mezclando ingenuidad con desprecio por la realidad, forman parte de los Dominios de la Reina, abiertos en 2006 luego de una cuidadosa restauración: la visita a este lugar siempre debería estar seguida por otra a la Conserjería, la cárcel del centro de París donde ella terminó sus días, para seguir los contrastes de su trágico itinerario vital. Antes de avizorar la catástrofe, María Antonieta hizo del Petit Trianon un refugio personal de aires “campestres”, donde se podía vivir una vida supuestamente simple alejada de la etiqueta del gran palacio. También aquí el mobiliario original fue barrido por la Revolución; lo que se puede ver data de la época del Primer Imperio, cuando Napoleón lo recuperó y lo utilizó para algunas visitas junto con María Luisa.
Quienes hayan llegado temprano habrán podido terminar el recorrido en el día. Pero si se quiere profundizar aún más en la historia de Versalles, es posible sumarse a las visitas guiadas que, de la mano de un experto, permiten abrir la puerta de aposentos habitualmente cerrados, sobre todo los apartamentos privados de Luis XV y Luis XIV, la Opera y la Capilla Real. Otra opción es salir y, cuando el tiempo acompaña, terminar la visita en el Gran Canal vecino, donde se pueden alquilar botes a remo, hacer un picnic en los alrededores y admirar las vistas del palacio, tal como lo hicieron el Rey Sol y sus cortesanos en los tiempos en que llegar de París a Versailles era una aventura reservada a un puñado de privilegiados.
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