Domingo, 11 de noviembre de 2012 | Hoy
BUENOS AIRES PRIMERA SECCIóN DEL DELTA
Rico en ríos, canales y arroyos que conectan y resguardan historias diarias de la vida isleña, el Delta se abre camino en la exuberancia de la naturaleza. A media hora de Buenos Aires, la región conserva casas emblemáticas, clubes sociales y hospedajes de lujo, pero también actividades en medio de la selva e historias que bien vale conocer.
Por Pablo Donadio
Fotos de Pablo Donadio
Un poco más allá del Puerto de Frutos, del Parque de la Costa y la Estación Fluvial, un mundo fascinante se enciende día a día. Cada mañana, el fresco y las primeras luces despiertan a los isleños de Tigre en canales, arroyos y ríos de la Primera Sección del Delta, esa pionera ventana al litoral. Por sus venas conectoras desandan la cotidianidad muchos niños que suben a las lanchas particulares y colectivas para ir a la escuela; navegantes que reparten provisiones en comercios y casas de familia; trabajadores que ponen a punto recreos, cabañas y clubes sociales; e infinitos prestadores turísticos que hacen convocante a la región. En todo ellos es determinante la influencia del agua, sin la cual sería imposible comprender la intensa vida lugareña y los rostros curtidos al reflejo del río. Aunque a veces parezca traicionera, especialmente en días de sudestada, es razón constitutiva de ese universo visual y sonoro que transporta personas y objetos, con sus recuerdos, sentimientos y formas de ser bien isleñas. Por estos días, cuando la primavera reverdece, sauces y coníferas, y las azaleas estallan sus rojos, las islas se tornan una Venecia salvaje para redescubrir la magia de la naturaleza.
DIAS ISLEÑOS “Es cierto: ningún barrio es igual a otro”, dice Verónica Sequeira, de la Dirección de Turismo de Tigre. Con ella partimos de la Estación Fluvial y comenzamos a recorrer algunos de los brazos poderosos que traen aguas del Paraná, como el mismísimo Luján. Sobre él vemos las construcciones más emblemáticas de una época que vio nacer a Buenos Aires, junto a edificios históricos como el del MAT (Museo de Arte de Tigre), antiguo club de familias acomodadas de comienzos del siglo XX. La lancha es comandada por Carlos “Piper” Cortenova, guía y tercera generación a cargo de la Santa Julia, embarcación botada por su abuelo en 1922. “La Primera Sección es más grande que la Ciudad de Buenos Aires, con 220 kilómetros cuadrados de islas, mientras el Delta completo tiene la dimensión de la provincia de Tucumán. Y más allá de la superficie, hay tanto para conocer que no alcanzaría la vida entera”, dice. ¿Qué historias, qué personajes?, curioseamos. “Uff... desde la etapa previa a la fundación porteña y los escenarios nacionales, a vivencias más criollas como la de los Ortiz, creadores de un canal a pala.” Tan extraordinario es el relato y tal nuestra insistencia, que la lancha vira la proa y camina río arriba hasta un muelle humilde. Piper toca la bocina hasta que un viejito se acerca: “Oiga, buen día don Ortiz. Dígame una cosa: ¿quién hizo el canal Ortiz?”. “Eh, hombre... mi padre lo hizo, ¿qué pregunta es ésa?”, dice riendo Víctor Pedro Ortiz, otra tercera generación de isleños. A los 91 años, ya no desmonta los pajonales con la guadaña, pero su memoria está intacta. Sus abuelos compraron la región del arroyo Caraguatá hacia fines del siglo XIX, cuando todo era selva y sólo los valientes se animaban a estos pagos. Su padre y cuatro tíos se criaron aquí, y pronto compraron uno de los sectores que daban al Carapachay: pero para ir y venir, los Ortiz debían sortear la selva o caminar por el contorno de esa isla alargada durante varias horas. Un buen día decidieron hacer un atajo: “Se abrió el canal con la pala unos cinco metros de ancho, por tres de hondo, más o menos. Así se cortó la isla al medio”, cuenta. Lo despedimos y vemos las cinco casas de la familia, una al lado de la otra entre matas inmensas y cañaverales, construidas cronológicamente a medida que algún Ortiz se casaba. De inmediato nos sumergimos por el túnel cerrado que lleva el nombre familiar, donde los árboles forman un techo en el que la primavera silenciosa se escabulle. De una punta a la otra apenas pasan minutos, pero la travesía es mágica, y todo el tiempo parece que el canal va a ser devorado por las fauces de aquella selva que marcó la infancia de los Ortiz. “Una de las cosas que más me gustan es hacer salidas a lugarcitos como éste –cuenta Piper–. Una vez, un alemán me alquiló la lancha para festejar su cumpleaños y cayó con el vecino, con un compañero de gimnasio y una parejita que había conocido no sé dónde. Compró carne y carbón en Tigre, y me pidió que nos mandáramos por ahí, a conocer lugares remotos. Terminamos comiendo un asado espectacular en medio de la selva de la Segunda Sección.”
ECOTURISMO Es llamativo escuchar cómo los isleños hablan de Tigre como “el continente”, pese a que la ciudad está rodeada por ríos y, si bien está unida por puentes al Puerto de Frutos y el Paseo Victorica, no es más que otra gran isla. Y es que estos cayos han estado (y están) en constante crecimiento: el transporte de grandes cantidades de sedimentos desde el Paraná y la arcilla del Pilcomayo y el Bermejo sumó unos 2000 kilómetros cuadrados de islas en los últimos cinco siglos. Se calcula que la sucesión de islotes crece alrededor de 50 metros por año hacia Buenos Aires, y si el hombre no interviniese con los dragados, indispensables para el traslado cotidiano, aseguran que en unos 300 años las islas ocuparían Puerto Madero.
Tomamos el Carapachay como quien sube a una autopista y ladeamos grandes porciones de tierra con mansiones que fueron propiedad de personajes célebres y hoy pertenecen al municipio. También pequeños trozos donde algunos pilotes frágiles sostienen casas de madera, por donde pasan lanchas chicas y botes canadienses, pero también yates que “cortan” camino para trepar al Paraná de las Palmas, donde el wakeboard y la pesca son imperdibles. Otros muelles con curiosa historia alumbran el paseo, como el caso del que vio nacer a la sidra Real, uno de los primeros productos con valor agregado sobre aquel que colonizó la región, la fruta. Al rato estamos en el kilómetro 13, en otro paraíso silvestre que nos convoca para el ecoturismo. “El plan es salir a recorrer la zona a caballo y luego caminar por el monte, ingresando a la laguna Grande y los paisajes poco contaminados de la región”, dice Rosana Di Mecola, dueña de las 60 hectáreas de Bonanza Delta Aventura, que también ofrece circuitos de bicicleta, salidas en kayak, una extensa tirolesa y otros juegos para pasar el día. Además el lugar tiene hospedaje y una excelente gastronomía que suele coronar las excursiones con un gran asado criollo. Ante semejante propuesta no tenemos más que aceptar, y salimos con ella y otros guías de la zona por los caminos altos que eluden bañados y lagunitas muy presentes tras días de sudestada. Luego de un largo traqueteo nos internamos en paisajes selváticos y vemos algunas aves nativas, huellas de nutrias y un curioso emprendimiento donde se crían búfalos. El entorno verde nos propone la caminata por un sendero repleto de helechos silvestres y enredaderas, que sorteamos sin problema hasta la imponente laguna, ideal para el descanso y el mate. Estamos allí un rato y luego tomamos otro sendero sin marcar para encontrar el regreso a la casa, con el llamador humeante de su parrilla. “Es clave un buen almuerzo”, dice Patricia, guía y asadora. Y no se equivoca. Más que satisfechos seguimos camino sobre el lomo marrón del Carapachay hasta entrar en la confluencia del río Capitán y el arroyo Pacífico, donde espera el muelle de 393 Capitán Club, nuestro último destino. “El driving y el spa son la razón central de las visitas, porque el hospedaje y la gastronomía son muy buenos, y pueden hacerse varias actividades náuticas en nuestra laguna, pero esa combinación de golf y relax es exclusiva”, dice Nicolás Santiñan, responsable de la cocina internacional del complejo. Pasamos el resto de la tarde allí, saboreamos el café y disfrutamos del mirador privilegiado que tiene hacia el río, cuando el sol va posándose ya sobre el agua. El regreso incluye algunos atajos que Piper conoce por canales más barriales. Su padre y su abuelo solían distribuir fruta y otros productos ingresando por allí. “Cuando murió mi viejo continué su laburo, y varias veces encaré por ríos que no tienen ni un solo muelle en kilómetros, hasta que allá lejos te parece ver unas casitas.” Como lo hiciera en otros tiempos el tren, pensamos, uniendo parajes y acercando el campo a la ciudad. O las islas al continente, en este caso.
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