PERU EL CAñóN DEL COLCA
Abierto en medio de un paisaje de terrazas andinas talladas por las civilizaciones preincaicas, rodeado por picos gigantes como el Misti y el Chachani, el Cañón del Colca traza una profunda hendidura de miles de metros de profundidad en la cordillera del sur peruano, cerca de Arequipa.
› Por Graciela Cutuli
Fotos de Graciela Cutuli
A las cinco de la tarde, cuando los últimos rayos de sol iluminan las verdes terrazas del valle del Colca, termina un viaje de tres horas desde Arequipa que nos deja en las puertas del Colca Lodge, casi a orillas del río que corre, encajonado, a los pies del complejo. En realidad es sólo una pequeña parte de su largo recorrido, que en los tramos más profundos –erosión mediante– forma el inmenso Cañón del Colca, considerado el segundo más hondo del mundo. Más de 4000 metros, aunque las mediciones varían según el momento en que hayan sido realizadas y los instrumentos utilizados. Sin tantas precisiones, igualmente el número impresiona. Desde aquí, todo lo que llegan a ver los ojos son las verdes laderas donde los pueblos preincaicos y luego los dominadores incas trazaron, con ingenieril precisión, un sistema de terrazas de cultivo en uso todavía hoy. No es raro ver a los campesinos arando con sus bueyes, como pequeños puntos en movimiento entre las líneas que delimitan las parcelas del valle: es que, a pesar de los avances que propone la modernidad, en este relieve no valen los tractores por lo empinado del terreno.
De a poco, el cielo se va tornando profundamente azul. En la bóveda oscura se van dibujando las constelaciones australes, con la Cruz del Sur señalando nuestra ubicación en el mundo, rodeada de la estela brillosa de la Vía Láctea. Es mágico, sobre todo porque lo vemos desde una piscina de aguas termales que pone una cálida barrera frente al aire fresco de la tarde que ya se hizo noche. La primera vista del Colca promete –y lo cumplirá con creces– una experiencia diferente.
HORA DE CONDORES A la mañana siguiente, el despertador suena bien temprano. “Aquí los que mandan son los cóndores”, avisa Alberto Arismendi, que nos acompaña desde Arequipa y más que guía es una suerte de chamán turístico, el iniciado en los secretos del Colca que logrará en pocos días, a fuerza de anécdotas y relatos, convertir al grupo de recién llegados en enamorados de la región. Los cóndores mandan porque su vuelo, sobre el mirador llamado la Cruz del Cóndor, se aprecia mejor en las primeras horas de la mañana: ya sabemos que por la época del año –estamos en primavera– sólo veremos ejemplares juveniles, pero la expectativa es alta. Y no es sólo nuestra: cuando llegamos al mirador, después de parar unos minutos en el pueblito de Yanque –donde un grupo de jóvenes está ensayando en la plaza la danza del wititi con sus vistosos sombreros de flecos– ya hay un gran grupo de turistas reunidos con la vista fija en el cielo.
Es una Babel de idiomas: muchos franceses, alemanes, colombianos, estadounidenses, brasileños, argentinos. Como Jeanne, una mochilera que cambió las afueras de París por la realización de un sueño que, según cuenta, perseguía desde chica: conocer de primera mano la inmensidad de las cadenas montañosas peruanas. O como Luis, un chileno que fotografía cóndores allí donde los encuentre, y cámara en mano anduvo por el sur de país, el norte de la Argentina y ahora el Cañón del Colca. De pronto, aparece recortada contra el cielo azul la silueta del ave andina, con los extremos de las alas desplegados como dedos que quisieran abrazar el horizonte: va y viene, en círculos, y baja tanto que se pone a pocos metros de las cabezas de los visitantes, agolpados contra los balcones de piedra que se asoman a la vertiginosa profundidad del cañón. Su vuelo dura unos minutos, luego desaparece como por arte de magia en sus rincones secretos. Pero no será el único: aunque la mayor parte de los cóndores en esta época del año están sobre todo al cuidado de sus pichones, un par más dará a los turistas el gusto de pasearse, como observándolos, en un vuelo emocionante y sereno, que nos hace pensar que el aire los sostiene con una mano invisible.
LA CARCEL DE LOS BURROSAlberto es experto en birdwatching, una actividad que apasiona a muchos extranjeros de paso por Perú, y como si fuera una enciclopedia viviente de las especies y sus nombres científicos nos va poniendo al tanto de la vida alada en el Colca. Que tiene todos los extremos: el gigantesco cóndor, pero también el diminuto colibrí, atraído en particular por una vistosa campanilla roja llamada cantuta. Es la flor regional, pero también la flor nacional de Perú: la misma que, según una famosa canción “en el río se cayó / púsose contento el río / su perfume se llevó”.
Dejando atrás Cruz del Cóndor, vamos parando a lo largo del valle en otros miradores, como los de Huayrapunko o Antahuilque, donde siempre hay algún grupo de jovencitas de las etnias locales ofreciendo artesanías y productos típicos, sobre todo coloridos tejidos de alpaca. A veces visten rápidamente, por el tiempo de una foto, con su ondulante pollera y sus vistosos sombreros a las turistas que bajan por unos minutos de los vehículos para observar el paisaje; otras veces ofrecen jugosos higos de tuna a la tentación de los caminantes. Bastará un par de veces para que pronto todos aprendamos a reconocerlas: las cabanas usan un sombrero totalmente bordado, colorido y firme para protegerse del sol. Las collaguas tienen se tocan, en cambio, con un sombrero blanco, sólo bordado en los bordes: según sus colores y el agregado o no de flores, el iniciado sabrá si son solteras o casadas. Como los tiempos cambian, los hombres ya no usan los trajes tradicionales y, entre las mujeres, se los ve sobre todo en las de más edad. Las jóvenes prefieren pantalones, como pasa en todas partes del mundo, pero todas sin excepción llevan en la cabeza su sombrero distintivo.
Y si algunas cosas cambian, otras permanecen profundamente arraigadas en los hábitos de cada pueblo. Cuenta nuestro guía que es habitual ver en las chacras del Cañón del Colca espinas dispuestas alrededor para que no entren los burros a comerse las plantas tan trabajosamente sembradas: pero si los animales, tan testarudos como indica su fama, logran igual entrar a la zona de cultivo, el responsable de la parcela tiene derecho a apresarlo y llevarlo a la municipalidad. De allí tiene que retirarlo su dueño a la mañana siguiente, previo pago de una multa, y si la plata no le alcanza, será el dueño del terreno dañado por el ignoto Platero andino quien se quede con el animal. No es leyenda sino una curiosa forma de “cárcel de burros”, bien vigente en la cultura local.
VALLE DE INGENIEROS Desde el mirador Antahuilque, la geografía parece salir de los libros para materializarse y dar una clase a cielo abierto: rodeados de laderas escalonadas, con la vista dirigida hacia la profundidad, se nos hace visible el lugar en que se va terminando el valle y comienza la inmensa falla geológica que es el Cañón del Colca. En un punto del camino divisamos el Mismi, un coloso volcánico de unos 5500 metros de altura que se considera como el más lejano origen del Amazonas. En otro, la armoniosa silueta blanca de alguna iglesita perdida en el valle. Y desde la ruta misma, sobre la ladera que baja al serpenteante río del fondo, la “litomaqueta de Choquetico”, una piedra que revela la habilidad de los incas para diseñar acueductos y canales, sobre piedras que luego quedaban como referencia, en forma de maqueta lítica.
“Los incas –subraya Alberto– tenían técnicas más avanzadas. No es difícil descubrir si una terraza fue realizada por pueblos anteriores o por los incas mismos, cuando llegaron al valle en torno del 1250 de nuestra era. Porque las anteriores tienen sólo piedra y tierra, mientras las que ellos construyeron ya revelan, en las sucesivas capas de tierra, pedregullo, arcilla y arena, su conocimiento del drenaje del suelo y los sistemas de riego.”
Aquí mismo, pero a nuestras espaldas, se ve una serie de orificios en la piedra de donde sale un líquido rojizo: es aquí donde los arqueólogos que investigaron la zona encontraron una serie de fardos funerarios de momias preincaicas. Una brújula nos revela rápidamente que son tumbas orientadas hacia el Este: significa que es un buen augurio para esos difuntos, ya que sólo se enterraba mirando hacia el Oeste a los indeseables, a quienes no se quería ver renacer.
PUEBLO A PUEBLO Los pueblos del valle parecen detenidos en el tiempo. No tanto en la plaza o la calle principal, que son los lugares donde paran los vehículos de turistas con su carga de visitantes, generalmente por un rato corto porque los tiempos siempre resultan escasos y las distancias, largas. Pero basta salirse un poco de esos pocos metros concurridos para descubrir las manzanas silenciosas hechas de casas de puro adobe, donde algunas ancianas de rostro curtido miran impasibles a los recién llegados y los chiquitos juegan, ajenos al inexistente peligro de autos, en medio de las calles de tierra y piedra. Mientras tanto, la animación se concentra en la calle principal. Como en Maca, que tiene una preciosa iglesia y toda una romería de puestos y puestitos de artesanía. Pero sobre todo tiene al aguilucho “Juan el bueno”, que llegó al pueblo hace 17 años con un ala rota, y desde entonces se convirtió en la mascota de pobladores y visitantes, que se hacen fotografiar por unos pocos soles con el ave en el brazo o la cabeza. Varios pobladores del Colca parecen tener esta habilidad para domesticar rapaces, como en la plaza de Yanque: también allí un grupo de mujeres ofrece posar con un aguilucho andino a los turistas de paso, con la misma naturalidad con que ofrecen higos de tuna o sancayo, otro fruto de la zona.
Un poco más adelante, antes de volver para hacer noche en las Casitas del Colca, nuestro itinerario invita a un alto en Conocota, un pueblo que a media tarde parece detenido en el tiempo. Después de conseguir que se corra un burro obstinado que se nos cruza en el camino, avanzamos por una callecita en plena reparación y, guiados por una señora que suma a su atuendo tradicional una vistosa radio portátil colgada a la espalda, desembocamos en la iglesia. Apenas se ve alguna persona en la calle. Es un día cualquiera, sin celebraciones especiales, un día de transcurrir cotidiano de parsimonia y silencio. Aquí todo cambia, sin embargo, en algunas ocasiones: si hay un casamiento, por ejemplo, un acontecimiento en el que participa el pueblo entero sin necesidad de invitaciones de por medio. Y sobre todo durante los “pagos a la tierra”, que se realizan en febrero y en agosto, cuando, según las creencias, la Pachamama está más receptiva a las ofrendas –en particular carne de alpaca y maíz– que le organizan los pobladores.
AGUAS QUE CURANNuestro último alto del día es en los baños termales La Calera de Chivay, uno de los principales pueblos de la región. Como es la hora en que terminan las excursiones por el valle, ya varios turistas están llegando para darse un baño reparador en estas piletas cuyas aguas rondan los 38 grados. Son curativas, pero respetando los tiempos de inmersión muchos las utilizan para recreación. La Calera está a unos 3600 msnm y recibe las aguas termales del volcán Cotallumi, donde afloran con una temperatura de 80 grados. Son parte de una oferta termal que Perú está potenciando y desarrollando en los últimos años, aunque la zona de Arequipa en particular –donde están también los conocidos baños de Yura– se vio algo afectada por el fuerte sismo que sacudió la región hace una década. Hace pocas semanas la elección de Lima como sede de Termatalia, una feria termal nacida en España, puso de relieve la importancia de los Andes como destino para este tipo de turismo, que busca combinar el conocimiento del terreno y la exploración de los pueblos con el bienestar que brinda el agua. En Chivay en particular, La Calera invita también a recorrer un pequeño museo sobre las culturas cabana y collagua, con buenas recreaciones de las ofrendas a la tierra, la vida rural, los trajes tradicionales y las viviendas originarias. Además, en el camino se puede ver el puente de piedra conocido como Puente Inca, porque se dice que los jefes de las comunidades locales lo cruzaban continuamente para ir hasta los baños termales.
La gira del día termina en las Casitas del Colca, un complejo hotelero situado del otro lado del río, justo enfrente del Colca Lodge. La vista es inmensa: a los pies de cada “casita” –el diminutivo es sólo cariñoso, porque en realidad son construcciones de un inédito confort sumergidas en el bosque– se extiende sin fin la vista del curso de agua y el valle con sus terrazas. De aquí no nos iremos sin antes haber saludado efusivamente a las mascotas del lugar, un grupo de deliciosas y hambrientas alpacas bebés que se alimentan con mamadera y nos regalan, con sus miradas mansas y sus pieles suaves, una de las últimas postales del viaje.
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