Dom 02.12.2012
turismo

PATAGONIA. DE TREKKING POR LA MONTAñA

Se hace camino al andar

Cuatro caminatas patagónicas por las entrañas de la vasta región austral: el cañadón de la Buitrera en Gualjaina, el glaciar Viedma en El Chaltén, la laguna Esmeralda en Tierra del Fuego y el volcán Copahue en Caviahue. Paisajes de agua, hielo y piedra que se hacen palpables en la marcha por el extremo sur.

› Por Julián Varsavsky

La Patagonia es un paisaje de extremos: va de las inmensidades vacías en la estepa costera a los densos bosques andinos al pie de la Cordillera de los Andes. Hay, literalmente, miles de kilómetros de senderos de trekking –la Huella Andina solamente se extiende por 500 kilómetros– y en lugares como El Chaltén es posible quedarse día haciendo caminatas sin repetir la senda y caminar incluso sobre el hielo, por el desierto y hasta el borde del cráter de un volcán activo, por los reinos del viento y la soledad. A continuación, cuatro opciones de trekking para explorar la Patagonia a fondo, de manera vívida y con los pies bien plantados en la tierra.

POR LA ERA DEL HIELO El Chaltén es un pueblito cordillerano de la provincia de Santa Cruz –220 kilómetros al norte de El Calafate– donde no hay, por ejemplo, un banco. Sí hay cajeros automáticos, pero el pueblo no es por cierto un lugar para los amantes de las tecnologías y el ritmo de la vida moderna. Algo que debe quedar claro desde un principio en El Chaltén es que aquí se viene, principalmente, a caminar (el pueblo tiene el título de Capital Nacional del Trekking). La variedad de paseos es incontable y los senderos se entrecruzan unos con otros. Uno puede escalar el pico del cerro Torre o dar la Vuelta al Hielo Continental en una semana de esfuerzo extremo –aventureros de todo el mundo vienen exclusivamente a eso–, pero la propuesta para viajeros más comunes es caminar por senderos con pendientes accesibles para cualquiera con un mínimo estado físico.

De todas las alternativas de esta meca mundial del trekking, nosotros elegimos caminar sobre la superficie del glaciar Viedma. La excursión comienza navegando el lago Viedma en un catamarán para detenerse un rato frente a la pared del glaciar, que parece una gran muralla blanca agrietada de 2,5 kilómetros de ancho. Los bloques de hielo caen irregularmente para convertirse en témpanos que pasan junto a la embarcación, mientras la muralla se derrumba y regenera todo el tiempo sin terminar nunca de caer. Detrás de un caos de fulgores blancos, el glaciar se pierde zizgagueando como una lengua de hielo. Y es hacia allí donde todos queremos ir, impulsados por el magnetismo radiante del glaciar.

Luego de una hora y media de navegación desembarcamos para caminar sobre el hielo. Según el estado físico de cada uno, se elige entre una caminata de dos horas y otra de cuatro que incluye una escalada en el hielo opcional.

Con los grampones de hierro bajo las botas partimos en un grupo de 15 personas en fila india. Pero los primeros pasos de robot son algo torpes, con las dentadas suelas clavándose en el hielo. El glaciar Viedma mide casi 1000 kilómetros cuadrados, el cuádruple del célebre Perito Moreno. Y el aspecto más fascinante de su superficie es la irregularidad. Cada metro cuadrado es distinto del otro y surgen a cada paso extrañas formaciones. La sensación es la de atravesar un sinuoso laberinto con lomadas de hielo y filosos picos que forman pirámides casi perfectas. Pero de repente se abren a nuestro pies grietas de 40 metros de profundidad al fondo de las cuales corren arroyos virginales.

Lo más asombroso del glaciar son los efímeros túneles de hielo que abren los pequeños cursos de agua. Estos túneles aparecen y desaparecen de manera azarosa y permiten ingresar por una boca y salir por la otra, como por un gélido socavón de un metro y medio de alto y veinte de largo.

En cierto momento la caminata por la Era del Hielo se detiene para tomar un whisky on the rocks enfriado con hielo del glaciar frente a un gran sumidero. Este curioso fenómeno consiste en unos hoyos azules en la superficie que miden de tres a diez metros de ancho y alcanzan 40 metros de profundidad. A veces los pequeños cursos de agua que caracolean sobre el glaciar desembocan en un sumidero y caen por él agrandándolo, para generar atronadoras gargantas que tragan miles de litros de agua por minuto, horadando el glaciar hasta su lecho de piedra.

Al rato de caminar sobre el paisaje sonoro del glaciar nos acostumbramos al eco permanente de pequeños y grandes estallidos que parecen tiroteos lejanos y atronadores cañonazos. Al fondo de la gran masa de hielo parecen ocurrir violentas tempestades con remansos de paz, acompañados por el rumor del agua y el sonido del viento cortado por las puntas del hielo. Y al adentrarnos cada vez más en la dimensión blanquecina –por momentos uno ve hielo hasta el infinito a los cuatro costados– nos invade la sensación de estar avanzando, a paso firme, hacia los confines de un mundo blanco que encierra los misterios más recónditos de la legendaria Patagonia.

El cañadón de la Buitrera, toda la monstruosidad contenida de la piedra.

EN EL ULTIMO CONFIN Cuando uno llega a la bahía de Ushuaia y se detiene a observar su paisaje portuario, lo envuelve la impresión de estar frente el arquetipo de los puertos del mundo. Es como ver el último puerto antes del “fin”, donde conviven lujosos cruceros con fantasmales barcos carcomidos por el óxido y barquitos pesqueros que, al lado de un transatlántico, parecen un cascarón de nuez. En el paisaje melancólico y frío algo subraya que hemos llegado a la Patagonia más austral, solitaria y remota, después de la cual ya no hay otra cosa más que el viento, el frío y la soledad gélida de la Antártida.

Para salir al encuentro de los paisajes del finis terrae, hay que alejarse un poco de la ciudad con un vehículo hasta la densidad del bosque andinopatagónico para emprender una caminata. Y una de las mejores que se pueden hacer es la que llega hasta la romántica laguna Esmeralda. No es por cierto una simple caminata sino un esforzado trekking de cinco horas por un camino semianegado lleno de piedras, que al final del recorrido recompensa el esfuerzo con un paisaje de belleza extrema.

El sendero comienza 20 kilómetros al norte de Ushuaia en el Valle de Tierra Mayor, al pie de la Cordillera de los Andes. Desde el borde de la carretera nos internamos en un bosque y en el camino fuimos sorteando arroyos sinuosos con truchas que se veían a simple vista. Más adelante cruzamos un bosque centenario de lengas y coihues, para desembocar en un enorme turbal. Esta formación es una depresión creada por un glaciar que ya no existe, en cuyo lugar quedó un terreno muy húmedo donde la materia orgánica casi no se descompone debido a las bajas temperaturas. Allí crecen algunas gramíneas y por sobre todo mucho musgo, que al morir se acumula formando el acolchonado terreno anegadizo del turbal.

Al fondo del valle se levantaba una gran cadena montañosa hacia donde nos dirigimos por un camino que sube a un cerro rocoso de 30 metros de altura. Y caminando sobre el filo del cerro llegamos a una descomunal hoyada en cuyo centro está la laguna inmóvil color esmeralda, perfectamente redonda. Sobre el agua flotaban trozos de hielo a la deriva y en la orilla unos troncos secos nos sirvieron de asiento para un almuerzo glorioso, perfectamente solos frente a la quintaesencia de nuestra Patagonia idealizada desde siempre. Era el paisaje del fin del mundo a nuestros pies, elevado a su máxima expresión.

RUMBO AL CRATER Caviahue es un pueblo de montaña del noroeste de Neuquén adonde se llega por un camino de cornisa flanqueado por esbeltas araucarias, ese árbol de copa aparasolada que existía ya en la época de los dinosaurios. En el verano –ya sea desde los pueblos vecinos de Caviahue o Copahue– se pueden hacer varias caminatas, como la que recorre Las Siete Cascadas y la que va al cerro Pirámide. Pero hay consenso general en que la más espectacular es la que va hasta el cráter del volcán Copahue, uno de los paisajes más asombrosos de la Patagonia.

Nos aproximamos a la ladera del volcán en una camioneta 4x4 que nos dejó sobre un mallín, un terreno semianegado con un pastito muy verde alimentado por una vertiente de agua. La caminata es en una pendiente de 45 grados y el esfuerzo se hace sentir. Pero es una caminata simple, relajada y con descansos para reponer fuerzas. A las dos horas de caminata ya alcanzábamos los 2970 metros sobre el nivel del mar –un tercio del monte Everest– sin haber hecho tanto esfuerzo ni mayor hazaña. Y lo más llamativo fue pisar las nieves eternas del volcán en pleno verano.

El guía nos explicó que el Copahue es un volcán activo y surgieron caras de preocupación. “Pero ojo, activo significa que tiene actividad interna, no que vaya a explotar”, nos aclaró mientras unas densas fumarolas salían del cráter produciendo un vaho sulfuroso que nos daba de lleno en la cara. Y para nuestra sorpresa, adentro del volcán no había lava ni fuego sino agua y el hielo de un glaciar.

La panorámica de los valles desde el cráter es patagónica como pocas. Un simple paneo con la mirada abarca la Cordillera de los Andes, los picos de los volcanes Lanín y Domuyo, y la herradura del lago Caviahue. Al mirar hacia adentro calculamos que el diámetro del cráter mide 300 metros, cubierto casi en su totalidad por una laguna ácida color verde fosforescente consecuencia del azufre.

El suelo bullía y burbujeaba produciendo pequeñísimas fumarolas. Era como estar parados sobre una olla a presión con fuerzas descomunales haciendo temblar la tierra debajo nuestro. Una hipersensibilidad alimentada por la sensación de libertad absoluta que generan los espacios infinitos nos llevó a todos a un estado de gracia, que alcanzaría su punto culminante dos horas después –ya de regreso en Copahue– cuando nos sumergimos literalmente en el producto del volcán (la laguna de barro sulfuroso de la termas). Allí nos dejamos flotar boca arriba con los brazos en cruz, como levitando mientras las burbujas de gas que salían de las entrañas de volcán nos cosquilleaban el cuerpo.

PIEDRA MISTERIOSA Cuando uno se acerca por la carretera desde el pueblo de Gualjaina hacia Piedra Parada –en el noroeste de Chubut– no encuentra a simple vista explicación alguna para dar cuenta de cómo semejante piedra quedó parada de esa forma, en medio de una pampa a la vera del río Chubut. Su recta pared parece construida por el hombre, pero es de origen natural. El hecho es que la piedra se levanta como un capricho de la naturaleza, guardiana de indescifrables pinturas rupestres de los antiguos aborígenes del lugar.

Llegamos a la localidad de Gualjaina atraídos por el magnetismo de esa gran roca para internarnos a pie por el cañadón de la Buitrera. La caminata comienza frente a la Piedra Parada, esa mole de 260 metros de altura por 100 de ancho que fue un pequeño cráter de volcán hace 45 millones de años. Al cañadón de La Buitrera ingresamos por un sendero entre dos paredones de 50 metros con extrañas formaciones geológicas como el puntiagudo Manto de la Virgen. Según el guía el cañadón es resultado de una falla geológica, es decir que no fue horadado por ningún río sino que la tierra se abrió cuando todo esto fue un infierno de magma incandescente. Por eso las rectas paredes que alcanzan los 250 metros de alto.

Durante la caminata vimos pasar a vuelo rasante y gritando desaforado a un halcón peregrino, el ave rapaz más veloz de la tierra (atrapa piezas en vuelo a 210 kilómetros por hora). Y también llegamos por un sendero adyacente a un increíble puente natural de piedra. Pero una y otra vez nos rondaba la pregunta acerca de la misteriosa Piedra Parada. El guía –versado en geología– nos dio los porqués cada vez que se lo solicitamos, con una claridad meridiana (la piedra es una columna de lava solidificada). Pero así y todo la explicación parece insuficiente ante el misterio de la piedra, que se metió incluso en los más raros sueños de algunos viajeros.

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