RIO NEGRO. LA CAPITAL NACIONAL DE LA AVENTURA
La Semana de la Aventura fue el marco ideal para comprobar por qué Bariloche fue recientemente designada Capital Nacional de la Aventura y reafirmar el proyecto de la Huella Andina. La ciudad, que se prepara para un verano a pleno, ofrece una amplia gama de actividades al aire libre, en los ríos y en el bosque.
› Por Guido Piotrkowski
Fotos de Guido Piotrkowski
Bariloche tuvo una visitante inesperada en el primer fin de semana de diciembre: la lluvia. Pero al mal tiempo, buena cara. Pese al mal clima que acompañó las jornadas de la cuarta Semana de la Aventura organizada por la Asociación de Turismo Activo de la Patagonia (ATAP), los visitantes no nos acobardamos. Porque de eso se trata. “Explorar, sentir, disfrutar. Esa es la clave para todo el que quiera acercarse, desde lo participativo y desde la acción, a nuestro concepto moderno de turismo de aventura”, pregonan desde la entidad. Fue así que decidimos cabalgar bajo la lluvia, caminar un tramo de la novedosa Huella Andina –un sendero troncal de 540 kilómetros a través de tres provincias y sus Parques Nacionales– y embarcarnos en un rafting por el río Manso. El encuentro se realizó en el Camping Los Baqueanos, donde se celebró la ley que nombra a la ciudad como Capital Nacional del Turismo Aventura.
CABALGANDO BAJO LA LLUVIA Luego de una primera noche con cena y minitrekking al atardecer en el refugio Neumeyer, en el hermoso Valle del Chalhuaco, donde el suelo se tapiza cada verano con la flor del amancay, nos dirigimos hacia el hogar de la familia Haneck, en la zona de ecotono (transición entre las alturas de la cordillera y los llanos de la estepa) en las afueras de Bariloche. Sin energía eléctrica, se valen de paneles solares en un lugar ideal para pasar una noche bajo el cielo estrellado, sin más sonidos que el silbido del viento y el canto de las aves. “¿Ves esos álamos allá arriba?”, pregunta y señala el Chango Haneck, propietario del lugar y organizador de las cabalgatas. “Todo este campo era la estancia de mi abuelo. Desde 1874 estamos acá. Mis bisabuelos llegaron a Buenos Aires en barco desde Alemania y años después se vinieron para el sur, primero a General Roca y después a Bariloche.” Afuera llueve, pero la tropa no se amedrenta. Chango nos provee de unos cascos negros como los que usan los jinetes de salto, y unas polainas. Mientras tanto, su hijo Pancho se encarga del asado para la vuelta y Mónica, su mujer, ceba unos mates y prepara las ensaladas.
Caminamos hacia el establo y allí, de a uno, vamos montando los caballos, que pintan bien mansos. “Son como mascotas”, dice el Chango. Partimos hacia el este, en dirección al monte de álamos del que nos hablaban antes. Andamos a paso lento entre un bosquecillo de pinos plantados por el mismo Chango varios años atrás, cuando trabajaba de bancario en el centro de Bariloche y aún no vivía aquí, pero ya soñaba con instalarse en este paraje. En el trayecto se ve un buen puñado de retamos, una planta autóctona que tira unas florcitas blancas. No hay que confundirla con la retama, que no es autóctona, da florcitas amarillas y en esta época se puede ver por doquier, sobre todo a un lado de la ruta.
“Mirá, tenés 360 grados de visual”, grita el Chango de un caballo a otro, mientras señala un arbusto muy parecido al calafate pero que, según él, no lo es. Desde aquí se pueden ver la Cordillera, el cerro López y el cerro La Buitrera, donde la erosión talló surcos en la roca, que el cóndor utiliza como nido. Llevamos más de media hora cabalgando cuando el Chango pregunta si, a pesar de la lluvia, queremos seguir. Tenemos viento a favor y no nos mojamos tanto, así que decidimos continuar. La cabalgata regular dura dos horas y la intención es completarla para llegar hasta un cerro donde el Chango promete una gran panorámica. Pero ese tramo llevaría una hora más, y ahora sí, la lluvia comienza a caer ferozmente. Entonces pegamos la vuelta.
Ya en el quincho nos secamos al calor de la salamandra y el alma vuelve al cuerpo entre mates y un guindado casero. En la pared cuelgan varias fotos familiares. En una de ellas se ve al abuelo y al tío del Chango, montados a caballo en medio de un campo desierto: ese mismo lugar que hoy es la calle Mitre, la principal de Bariloche. “Es donde está la chocolatería Tante Frida ahora”, apunta el Chango. Mientras tanto, Mónica y el Chango cuentan que se conocieron hace treinta años en un boliche que ya no existe, “El Electrón”, que funcionaba curiosamente en el predio del Centro Atómico de Bariloche. La anécdota arranca carcajadas a toda la mesa; después Mónica relata cómo llegó desde su Córdoba natal en moto y se quedó para siempre, encabezando este emprendimiento que recibe turistas todo el año, aun con 30 centímetros de nieve. Algo que, aseguran, a los brasileños les encanta. “Cuando mi abuelo falleció se dividió el campo en varias partes. La producción de ganado quedó limitada porque el campo es muy chico, y entonces decidimos dedicarnos al turismo –dice Chango–. Lo combinamos con las cabalgatas, actividades que nos gustan mucho. Mi pasión siempre fueron los caballos.”
CAMINOS DEL MANSO Un día después encaramos hacia el Valle del Manso. Allí, a orillas del lago Steffen, nos preparamos para recorrer la última etapa de la Huella Andina dentro del Parque Nacional Nahuel Huapi. “Vamos a hacer un recorrido de la Huella que se inicia aquí. Son tres kilómetros hasta el camping Viejo Manzano, que es de un poblador de la zona, y ahí vamos a tomar las balsas para una flotada Manso abajo. Es un sendero de baja dificultad, apto para todo el mundo”, explica –al mismo tiempo que se presenta– el guardaparque Daniel Willing, encargado de la seccional lago Steffen. El hombre también deja unas recomendaciones, las mismas que se aplican en los Parques y a lo largo de toda la Huella Andina: están prohibidas las mascotas, hacer fuego, y hay que llevarse los residuos.
Estamos ubicados geográficamente en el bosque andino patagónico. Este sector es seco, y aquí predomina el ciprés. “Pero en la picada, al estar tan cerca del río van a encontrar muchos coihues y también una parte donde hay helechos”, explica Juan Gouda, de profesión forestal, que no es lo mismo que ingeniero forestal, según aclara el hombre, que estudió en Suecia. “Hace cien años el trabajo de los forestales era recuperar los bosques que se habían talado para la minería, para la agricultura extensiva y la ganadería, y para cuidar los cotos de caza del rey. Nosotros, que nos llamamos forestales, trabajamos el manejo de bosques nativos, de ecosistemas. Yo me formé allá porque acá se estudia cómo plantar pinos y eucaliptos, y yo quería aprender a manejar un bosque. Es otro concepto.”
Caminamos entonces por este bosque cerrado. Hacia abajo se escucha el río fluir. A medida que andamos, Juan va contando algunas curiosidades: “El coihue y el ciprés matan por sombra al retamo, al radal, al ñire, a la laura y todas las especies de matorral que encontrás acá. Este es un bosque que está recuperándose de incendios que ocurrieron hace cien años, cuando la zona fue colonizada por los blancos. Y esas otras especies van a volver a aparecer cuando venga otro fuego”.
Llegamos a un punto donde nos topamos con unos pinos enormes. “El pino es exótico, y es un gran error –interviene el guardaparque–. Todo el mundo plantaba álamos y pinos como costumbre.” Luego de una buena caminata llegamos al camping Villa Manzano, en un lugar precioso y verde, al lado del río y rodeado de cerros. Allí nos reciben con mate y torta frita, como para renovar energías antes del rafting.
A LOS BOTES En la orilla nos espera Alejandro Rosales, responsable de Extremo Sur, junto con Mariano y Wara, los guías. Este es un rafting sencillo, clase dos, con algún que otro tramo clase tres. Apto para todo público, se puede hacer con chicos desde los seis años en adelante. Extremo Sur también propone una incursión en el río Manso de nivel cuatro, más cerca de la frontera con Chile, y una flotada el río Limay que se puede realizar durante todo el año. “Es un río mucho más grande, pero con poco movimiento”, aclara Rosales.
Antes de embarcar, Mariano da una clase de remo y seguridad, fundamental antes de cualquier flotada. “El río acá es muy tranquilo, como para entrar en calor y para coordinar. Ya después van a empezar los rápidos. Son unos 13 kilómetros hasta Caleuche, donde nos esperan con un asadito”, dice Alejandro. La excursión, explica, es también apta para personas con discapacidad. “Hemos llevado gente en silla de ruedas y no videntes. Es un servicio para todo el mundo, puede hacerlo todo el que esté con ganas de estar dos o tres horas al aire libre.”
Una vez ataviados con el mameluco impermeable, cascos reglamentarios y remos, embarcamos y partimos río abajo, dejándonos arrastrar lentamente por la corriente. Mientras tanto Wara, la guía, cuenta un poco qué es lo que vemos y podremos ver a nuestro alrededor. Sabe, y mucho, acerca de la naturaleza que nos rodea, las altas cumbres, las corrientes y la vegetación exuberante. Estamos cerca de la selva valdiviana, el bosque húmedo que se desarrolla en plenitud al otro lado de la cordillera, en Chile, donde las precipitaciones caen antes de ser detenidas por la monumental pared natural que es el cordón de los Andes. Hay coihues, cipreses, arrayanes, maitenes, radales y caña colihue. Una bandurria pasa volando y alguien señala un martín pescador que descansa sobre la rama de un árbol. También aparecen, cada tanto, unos teros ruidosos.
La aguas son tan cristalinas que se ve el fondo, pero las truchas son tan rápidas que cuando Wara señala alguna nunca logramos verla. Un rato después, comenzamos a tomar velocidad y emoción a medida que aparecen los rápidos que alguien bautizó con nombres como Uvasal, Banda de Billar, Diente de Hipopótamo, Montaña Rusa y Roca Magnética. Dos horas después, llegamos a destino. La aventura recién empieza.
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