INDIA. MYSORE Y LAS MEJORES TELAS DE ASIA
En el sur del país, la elegante Mysore exhibe la belleza de su arquitectura y una historia destacada en las crónicas indias. Sin embargo sus visitantes acuden sobre todo por su fama de Capital de la Seda, principal atractivo junto con sus espacios dedicados al hinduismo, sus mercados de especias e inciensos o el imponente palacio donde aún vive un maharajá.
› Por Pablo Donadio
Fotos de Pablo Donadio
Las leyendas atrapan mucho más cuando se es peregrino en tierras ajenas y se anda con la percepción a flor de piel. Esa atención se torna sorpresa constante al caminar las calles de un país como la India, tan inabarcable como exótico a los ojos occidentales, que remonta historias épicas de dioses y hombres en cada construcción y en cada relato místico. Al sur del ya sureño departamento de Karnataka, Mysore se muestra como la más ordenada de las ciudades, y también una de las más modernas. Sin embargo, lo mítico y lo real se funden y se confunden aquí todo el tiempo, cuando sobrevuelan alusiones a Ganesha, Shiva o Vishnú, dioses centrales del hinduismo, o cuando se continúan enseñanzas aprendidas 5000 años atrás.
Suri nos mira raro por momentos, quizá devolviendo parte de esa mirada que nosotros posamos sobre sus cosas. El, nuestro chofer, guía y traductor del hindi al inglés, nos habla de una mujer que según la crónica religiosa debió ser entregada a un clan enemigo como pago de una deuda, pero fue salvada por uno de los dioses, que la cubrió con una seda tan larga que nunca pudo ser desenroscada. Suri concluye el relato y sonríe, y deja abierto el interrogante de la narración auténtica a la mera fantasía, o a una mezcla de ambas. Como sea, muchos indios identifican ese hecho con el nacimiento del sari, el emblemático vestido con el que la mayoría de las mujeres del país aún se viste a diario, despertando a puro color sus calles amarronadas con vivaces tonalidades. En la calle, en las casas, en las playas de Goa incluso, el fucsia de esos vestidos parece más fucsia, y lo mismo ocurre con el verde, el amarillo, el rojo, el azul. “Aquí es el mejor lugar para conseguir seda”, dice con seguridad el guía, resumiendo el paso de los tiempos que evocan las viejas rutas del comercio a la actualidad de la ciudad.
SILK Pasamos apenas unos días en Mysore recorriendo algunos puntos de interés, pero nos alcanza para notar que aquí hay más caras “gringas” que en otras ciudades del sur. Quizá por cierto parecido de los servicios hoteleros y gastronómicos a los de Occidente, o por su limpieza, cuestión que apacigua el estigma de la suciedad que tanto atemoriza a algunos viajeros. En el centro pasamos por calles que se tornan largos pasillos, ya que los puesteros tejen una línea impenetrable entre las veredas y los locales, y entre la vereda y la propia calle. Queda apenas un pasadizo para que los tuk-tuk, los mototaxis locales, pasen a pura bocina eludiendo un sinfín de objetos, feriantes y vacas también feriantes, que a esta altura ya no asombran. Una de ellas mete casi todo el cuerpo en un negocio, y es retirada con sutil ternura desde su cencerro por un presunto dueño, hasta quedar mansita en la ochava, mascando partes de un arbusto.
Entre esas calles de gente vendiendo de todo predomina la seda, y las muestras de calidad son el reflejo de una industria que se fortalece unida al otro gran desarrollo local: el turismo. Por supuesto los grandes hoteles tienen sus tiendas internas, y están las casas de marca de la avenida principal, donde las clases pudientes (de aquí y de allá) van a buscar las prendas de autor, con confecciones y bordados de oro imposibles y una suavidad sublime. Pero los mercados son lugares donde, con paciencia y unas horas, pueden producirse hallazgos como el del moderno salwar kameez (túnica de seda con mangas), pantalón y chalina incluida –utilizada por muchas jóvenes en reemplazo del sari– a 300 rupias (35 pesos argentinos). Entre frutas y verduras, inciensos y picantes, esos saris y también casimires que uno asocia más con China se posicionan entre el surtido de chales y las emblemáticas pashminas, ofrecidas desde las manos de los propios vendedores, que repiten a gritos “¡silk, silk, silk, pure silk!”. Otros más simpáticos, y pícaros, las posan directamente encima del cuerpo, y aseguran: “Beautiful, beautiful for your wife”. Si bien hay distintas calidades, aquí el sari tradicional se utiliza en casi todas las regiones y todas las clases y grupos religiosos, tanto en zonas rurales como urbanas. Todos ellos presentan una enorme variedad de tramas, colores e hilos metálicos, y existen más de cien formas distintas de ponérselo.
Algunos aseguran que en esa forma de colocarlo puede deducirse la procedencia geográfica, el estado amoroso, la riqueza o la inocencia de cada mujer. El sari es mencionado en la literatura y retratado en la pintura hindú desde el año 3000 a.C., y su tela permite, para quien no va a vestirlo, utilizar por muy buen precio su extensión (seis metros de largo por un metro de ancho) como materia prima de cortinas, almohadones y tapizados. Invocando los tiempos de esplendor indio, sus colores, encajes y adornos remiten a esos imperios exuberantes y superpoderosos que se ven tanto en las viejas pinturas de los museos como en las calles actuales.
LUZ Y FANTASIA Desde un rincón del centro se ven las tribunas del inmenso estadio de cricket, el deporte nacional que es lo que el fútbol en la Argentina, y que despierta por Sachin Tendulkar –el Messi indio– pasiones irracionales. Mysore es famosa también por las fiestas que tienen lugar durante el festival Dasara, cuando la ciudad recibe un gran número de turistas, que llegan todo el año en busca de la gran atracción promocionada desde el gobierno: el Palacio del Mahará. Antes de conocerlo pasamos por el otro gran mercado, donde hay frutas, verduras, flores e inciensos, y también puestos callejeros que se multiplican y compiten con artículos de bazar y adornos en piedra. En uno de los más concurridos se vende por peso un masala (combinación familiar de especias) a base de Darjeeling, el té-tesoro hindú en hojas. Otros tés verdes con jengibre, tés negros con vainilla y canela o solos (los más fuertes e intensos) se van en cajitas de madera con cada comprador, mientras los vendedores corren a buscar vasijas con más productos. Anís en flor, curry y especias para condimentar arroz brillan en canastas de mimbre junto a polvos violetas y amarillos. También aparecen canastos con rosas, claveles y jazmines, algunas tejidas por mujeres mayores y vendidas a las jóvenes que están por casarse o que tendrán su fiesta de compromiso en breve. Verse bien, y oler bien, es parte de un uso y requerimiento cotidiano en la vida diaria de los indios, inscripto del mismo modo que las vestimentas en los libros sagrados. Pero no se trata sólo de perfumes corporales, sino también, o sobre todo, de aceites esenciales como el del sándalo. Protegido en la ciudad por leyes vigentes contra la tala, y venerable por su historia y propiedades, nos aseguran en uno de los negocios que la variedad producida en Mysore es la mejor del planeta, y que su madera y aceites derivados son requeridos por los grandes mercados mundiales. La recorrida continúa con el influjo de unos mantras que salen desde un parlante lejano. Otras melodías del mudra y más sonidos del sitar se cuelan entre los pasillos e invitan a la siesta, pero debemos llegar a destino. Finalmente, damos con la avenida que conduce al imponente palacio de estilo indio-sarraceno, vieja residencia de los monarcas Wodeyar, una de las dinastías más antiguas de la región sur. Los Wodeyar son la historia misma de Mysore, pero también su presente. Desde mediados del siglo XIX los sucesivos reyes de la familia que se afincaron aquí impulsaron programas educativos, culturales y artísticos que favorecieron el desarrollo social, y su popularidad fue tal que cuando la India consiguió su independencia del imperio británico, el pueblo indio eligió al monarca Wodeyar como su primer gobernador. Actualmente esta simpatía sigue existiendo y Narasimharaja Wodeyar, actual heredero de la dinastía, representaba hasta hace poco a Mysore por el Partido del Congreso el Parlamento federal. Miles de personas llegan a diario al palacio, y quedan imantados por las altísimas columnas, los pórticos de madera maciza, las pinturas centenarias y otras reliquias de su casa, como los carros que llevaban los elefantes del rey tiempo atrás. De noche, cuando las puertas se cierran y todo parece concluir, el palacio se ilumina por completo en un espectáculo de luz y sonido que se las trae. Y los domingos, al caer el sol, se encienden las 70.000 bombillas colocadas en el perímetro, formando juegos de espejos, cristales y cúpulas con forma de bulbos. Entonces, y casi a la altura de los relatos fantásticos de sus leyendas, la India luminosa y legendaria brilla una vez más entre lo mágico y lo real.
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