CATAMARCA. DE TINOGASTA A FIAMBALá
Viñedos y olivares pintan los valles tinogastenses, enlazados con Fiambalá –destino de las termas al aire libre– por una ruta donde la cultura del adobe perdura con orgullo. Sabores, colores y actividades para darle respiro al cuerpo, en estos días en que Catamarca está bajo los reflectores del Rally Dakar, que recorre los caminos de la provincia hasta el 17 de enero.
› Por Pablo Donadio
Fotos de Pablo Donadio
Los rincones norteños reciben cada vez más emprendimientos dedicados al agro en sus múltiples formas. Aparentemente áridas y desiertas, las tierras de Tinogasta –en el sur de Catamarca– se han vuelto un vergel para viñedos y olivares, cuestión que atrajo a grandes empresas, pero también a pequeños modelos productivos con propuestas innovadoras. A su belleza paisajística, el recorrido histórico por casas e iglesias de adobe y la cercanía con circuitos de aventura como los “seismiles”, Tinogasta y Fiambalá suman una mirada comercial importante en materia agroindustrial.
ENTRE GAMELEROS “La productividad de las tierras no es nada nuevo, si en Tinogasta hay olivos con más de 400 años. En los libros del dueño de la casa se contaba incluso que abundaban las plantaciones de frutales y hortalizas, y que se trabajaba con ganadería. Pero bueno... el impulso de los inmigrantes lo podía todo”, asegura Rodolfo Benza, un bonaerense que llegó en 2001 con su esposa e hijos con el objetivo de restaurar en sus veraneos una casa familiar construida en 1884. Pero se quedó, y poco a poco forjó aquí su lugar, especialmente en ese edificio puesto en valor como un hotel, pero también como la primera posta de uno de los atractivos turísticos por excelencia en la región: la Ruta del Adobe.
A lo largo de más de 50 kilómetros entre Tinogasta y Fiambalá, el circuito convoca a turistas argentinos y extranjeros asombrados por la utilidad, durabilidad y belleza de un sistema de construcción que hace gala de la cultura del adobe, una forma de entender la vida que sigue muy viva por estas latitudes. “Por eso quisimos restaurar el Hostal de Adobe Casa Grande con los materiales originales del lugar”, agrega Benza.
Antes de iniciar esa ruta, partimos hacia uno de los emprendimientos asentados entre los paisajes montañosos, donde las bardas protegen los cultivos más naturales. Esas praderas son, vistas desde lejos, como una pintura borrosa de un verde intenso, enmarcada en las rojas paredes de los cerros. Allí nacen las uvas y las aceitunas más destacadas de la provincia, la razón por la cual Tinogasta crece en el mercado vitivinícola y olivero a gran velocidad. Junto a las Termas de la Aguadita, en “el rincón mágico de la sierra” –según el ingeniero agrónomo Horacio Fernández Méndez, especialista en olivos– Altos de Tinogasta es uno de esos jóvenes proyectos. Allí, de poco, crece un interesante modelo donde pueden comprarse parcelas para tener aceite y vino propios con gestión a cargo de la empresa, obteniendo así un rinde de la bodega y la planta elaboradora de aceite. En la región conviven los avances empresariales con la tradición arraigada en muchos chacareros de trabajar a mano, con sacrificio y a la vieja usanza.
La historia de los gameleros es parte de ese oficio de empeño y amor propio. Su tarea consiste en andar los surcos entre viñedos para extraer la uva. Algunos lo hacen con tijeras, mientras los más duchos quiebran los racimos directamente con las manos, hasta llenar su gamela o bolsa, con capacidad de unos 50 kilos. Esa carga es depositada luego en los camiones, a cambio de una moneda que el conductor le tira en la gamela a cada trabajador. Los días de pago, cada hombre canjea sus monedas por dinero. Es un trabajo temporario y cansador, bajo un sol franco y casi sin pausa, pero le rinde a cada gamelero un extra muy valioso que puede llegar a los 4000 pesos, con lo que equilibran los bajos ingresos anuales que se perciben aquí.
CULTURA DEL ADOBE Tulio Robaudi es guía y profesor de historia del Colegio Sor Pierina, de Tinogasta, además de encargado del Museo Arqueológico Municipal. Con él emprendemos el recorrido por la Ruta del Adobe desde la propia Casa Grande, establecida como la posta número 1. La salida se inicia por la RN60 y tiene el objetivo de visitar casas y templos históricos, recogiendo relatos de poblaciones originarias que han dejado vestigios como el del asentamiento Watungasta, a orillas del río La Troya, un centro alfarero y agrícola decaído a partir de la llegada de los españoles. Conocido como “pueblo de los grandes adivinos”, célebres por sus sustancias alucinógenas, marcaron la historia del lugar entre 1471 y 1536. Unos 15 kilómetros al norte se llega a El Puesto, un pueblito con algunas centenas de habitantes: allí está el Oratorio de los Orquera, creado en 1740 como primera iglesia consagrada a la Virgen del Rosario, bajo la antigua tradición familiar de tener rincones sagrados cuando no había templos cercanos. El lugar, perfectamente conservado, no fue levantado con los clásicos ladrillos de adobe, sino por medio de un entablado relleno de barro, paja y arcilla, formando paredes macizas de 70 centímetros, casi indestructibles. Adentro, una imagen de la escuela cusqueña de 1717 muestra a la Virgen amamantando al niño Jesús.
Seguimos camino atravesando pueblitos donde se conservan numerosas casas centenarias, que fusionan la construcción colonial con el adobe, indemne aquí gracias a las escasas lluvias. Hay presencia del cemento, que ha significado para muchos un sinónimo de progreso, pero en esas mismas casitas modernas conviven los materiales históricos: incluso algunas bodegas aplican las técnicas mixtas de construcción que enseñaron los diaguitas, gracias al éxito que el ladrillo de barro proporciona para el control térmico, reteniendo el calor en las frías noches de invierno y la frescura en verano.
Unos kilómetros adelante hace su aparición la iglesia de Andacollo, solitaria desde que en 1930 una creciente del río se llevó puesto el pueblo de La Falda, por lo que sus pobladores decidieron aquerenciarse más al norte. Levantada a mediados del siglo XIX, reconstruida en 2001 y luego una vez más tras un sismo registrado años después, reluce hoy con dos torres de campanario, cuatro columnas y una entrada con arco de medio punto, bajo molduras exquisitamente talladas. Muy cerca el pueblito de Anillaco –homónimo del riojano– muestra también su impecable templo, el más antiguo en pie en la provincia. Iniciado en 1712 bajo órdenes del primer español instalado aquí a fines del siglo XVII, Juan Bazán de Pedraza, se distingue por un altar labrado íntegramente en adobe por pobladores originarios. En el interior, el piso muestra los distintos niveles sociales: el primero dedicado a los dueños de casa y sacerdotes, el segundo para las clases altas y los amigos, el último para los indios.
A LAS TERMAS Dos kilómetros antes de la entrada a Fiambalá visitamos la Comandancia de Plaza de Armas, un complejo con dos salones principales y dependencias que encierran un colosal patio central, ideado por Diego Carrizo de Frite, a quien se le atribuye haber traído desde Chile la primera cepa de vid. Junto con la iglesia San Pedro, la comandancia constituye el último eslabón de la Ruta del Adobe. El lugar, muy utilizado para reuniones tiempo atrás, posee curiosas pinturas encargadas a mestizos, que debían pintar ángeles inspirados en los militares españoles, quienes aseguraban que esos ángeles eran como ellos, pero con alas. Luego de ver con asombro tales imágenes entramos al templo de 1770, el único de la ruta pintado a cal, consagrado al santo caminador. Aquí hay una fiesta anual donde los fieles le cambian los zapatos a San Pedro año tras año, ya que se le gastan de tanto andar. “El santito es muy caminador. Y si usted no se portó bien, no le va a dejar cambiarle los zapatos: siempre le quedan chicos. Ahora, si se portó bien, seguro tendrá suerte”, cuenta la cuidadora.
Desde allí, no hace falta entrar a la ciudad para llegar a las famosas termas enclavadas en plena montaña. Ubicadas a 12 kilómetros de la urbanización, a 2000 metros de altura y con una temperatura de 53 a 60 grados, las aguas son hipertérmicas, alcalinas, hipotónicas, ricas en algas verdes de influencia sedativa y oxigenante. Pasamos la tarde allí, y de regreso a Tinogasta –luego de unos mates a orillas de la laguna sin nombre– Tulio recuerda dos sitios “que no deben perderse antes de volver”: uno queda en el barrio El Buen Retiro, lugar del molino pionero en el tratamiento del trigo del pueblo. Su antiguo dueño aún lo cuida como un tesoro: “Por este embudo se metía el cereal –señala con la mano derecha don Pablo Ruiz, de 80 años– y una vez que pasaba la noria se pasaba a este cajón para clasificar la harina blanca y la morocha, ideal para el pan integral.” El hombre continúa su relato: “A partir de los años ‘60 dejamos de trabajar, aunque siempre se hacía algo. Era más cómodo ir a la panadería, y más barato también”. Por desolado que parezca el lugar, don Ruiz cuenta que lo visitan muy seguido, no sólo de las escuelas locales que promueven el valor del trabajo artesanal sino de ciudades como Mendoza o La Plata, interesadas en el antiguo funcionamiento del molino, cuyo sistema tenía un batidor para limpiar el cereal activado gracias a la fuerza del agua de la acequia. Nos despedimos de don Ruiz y partimos al otro destino recomendado: Santa Rosa, en las afueras de Tinogasta. Allí se encuentra Los Olivos, un parque donde nos recibe Santiago Iván Moreno bajo la sombra de olivos centenarios. “La idea es mejorar la calidad de vida y disfrutar de un lugar tranquilo y amigable, que está levantado con materiales de la zona, como el adobe y la caña, incluso en la pileta.” Hay camping, proveeduría, quincho común, cancha de fútbol, mesa de ping-pong y un parque enorme que conduce a la pileta. Lo destacado, razón de su apodo “La república de los niños”, son las construcciones en miniatura también de adobe– para que los chicos tengan todo a su medida.
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