Dom 13.01.2013
turismo

CHILE. GéISERES, LAGUNAS Y SALARES DE ALTURA

Atacama,desierto sin fin

San Pedro es un pequeño pueblo de adobe en medio de una árida región del norte chileno. A su alrededor brotan géiseres a 4000 metros de altura, se forman salares donde habitan diversas especies de flamencos, surgen lagunas que permiten flotar como en el Mar Muerto y estallan atardeceres mágicos.

› Por Guido Piotrkowski

Fotos de Guido Piotrkowski

Por la mañana el sol raja la tierra, que aquí es árida como en ningún otro lugar del mundo. La primera impresión al caminar por Caracoles, la calle principal de San Pedro de Atacama, es la de estar en un pueblo del far west estadounidense un tanto aggiornado. Calles polvorientas pero prolijas, restaurantes varios con carteles en inglés y español que ofrecen desde un breakfast hasta un salmón a la mantequilla o un ceviche a la peruana. Agencias de viajes que brotan, una al lado de la otra, como los mismos géiseres que proponen visitar. Posadas, hostels y hoteles cinco estrellas que pasan desapercibidos tras los paredones de adobe. La oferta también comprende “tours astronómicos” –el cielo diáfano de aquí es ideal para la observación de los astros–, excursiones a salares remotos y pueblos perdidos.

Los perros callejeros, kiltros, como los llaman aquí, pululan en busca de una sombrita donde echarse, mientras un puñado de turistas japoneses deambulan atónitos, y una joven nacida en Santiago de Chile, criada en Nueva York y con acento español, los intercepta para venderles una excursión. Así es la postal siglo XXI de San Pedro de Atacama, un antiquísmo pueblo extraviado en la inmensidad del desierto chileno.

El mapa indica que está ubicado en la tercera región del norte de Chile, a 100 kilómetros de Calama y 170 kilómetros al sur del paso de Jama, que surca la cordillera a 4000 metros de altura y conecta el norte de este jirón de tierra que es Chile con la Quebrada de Humahuaca. También está a un pasito de Bolivia, a unos 50 kilómetros del paso Hito Cajon.

“Por Caracoles pasaba el ganado –cuenta Elías, un morocho de pelo largo con rasgos indígenas–. Mi bisabuelo hacía trueque, cambiaba algarrobo y chañar por vacas. Y cruzaba la cordillera a pie”, dice este joven nativo del vecino pueblo de Toconao. “La gente no quiere el turismo allí”, asegura Elías, sentado en el umbral de una casa en la calle Tocopina, a resguardo del sol impiadoso del mediodía atacameño.

“San Pedro es el pueblo más cosmopolita de Chile”, afirma Jorge, un artesano que se gana la vida inventando lámparas de metal con apliques en piedras preciosas. Jorge es de Santiago y vive aquí desde hace cuatro años. Tiene su taller y puesto de venta en Pueblo de Artesanos, el único lugar donde se pueden comprar productos locales, ya que en los negocios del centro y en el mercado todo es de Bolivia y Perú. “La primera vez que vine fue porque un amigo me dijo que aquí se vendía bien, pero este lugar no existía”, recuerda Jorge. “En temporada alta se vende muy bien, llegan turistas de todas partes del mundo. Es impresionante.”

Vista del volcán Licancabur, el vigía permanente de los paisajes atacameños.

ATACAMA 360 San Pedro se encuentra a más de 2000 metros sobre el nivel del mar, y mascar coca o tomar un té de la misma planta resulta el mejor paliativo para combatir el mal de altura. Pero también hay que andar despacio, tomarse las cosas con calma y no comer abundante, aunque el chef del hotel Kunza se empeñe en que uno haga todo lo contrario. El hotel, además de ostentar una excelente culinaria, amplias y cálidas habitaciones, ofrece todas las excursiones posibles en los alrededores de este oasis.

Vamos hacia la Laguna de Chaxa, ubicada a unos 60 kilómetros. Desde la ruta, que surca la Quebrada de Jeré, se puede ver la apabullante cadena volcánica que rodea Atacama. El omnipresente Licancabur, guardián de estas latitudes, el Jurique y el Toco, luego el Pili y más adelante el Láscar, un volcán que está activo y cuya fumarola se puede ver sobre todo por la mañana. La guía Sofía Mardones cuenta que varias comunidades viven al pie de este volcán. “La gente no quiere dejar su hogar, porque son tierras que han pasado de generación en generación. Un par de años atrás se pudo mover el pueblo unos cinco kilómetros más abajo. Así, en caso de algún cataclismo, te da cinco minutos más para arrancar”, bromea. “Los pobladores no están asustados. Somos nosotros, los afuerinos, los que no estamos acostumbrados a vivir tan cerca de un volcán activo, y eso nos da miedo.”

Toconao es un pueblo mínimo, fantasmal a la hora de la siesta. Una pequeña y prolija plaza, la iglesia y el campanario de San Lucas. Un almacén en la esquina y una calle que se pierde en línea recta hacia el desierto infinito. El santuario conserva su estructura original en liparita –piedra volcánica típica del lugar–, sus techos con vigas de chañar y una escalera caracol hecha de madera de cardón. El campanario fue construido enfrente, como en todos los pueblos atacameños. Si bien la iglesia fue restaurada, mantiene su fisonomía y materiales originales.

Poco después de romper con la siesta pueblerina, la excursión continúa rumbo a la laguna para ver a las estrellas del Altiplano: los rozagantes y señoriales flamencos. Aquí habitan tres especies: el andino, el chileno y el de la Puna. El chileno es conocido cono el “flamenco bailarín” porque sus patas, que tienen un dedo más que las de sus primos, revuelven el barro en busca de alimento, y al escarbar giran sobre sí mismos.

“Como verán, estamos encerrados”, dice Sofía apenas pone un pie en este terreno salado. Así es: 360 grados de picos montañosos y volcanes “encierran” este salar, el tercero más grande del mundo y el que posee el 40 por ciento de las reservas mundiales de litio. La guía advierte que se debe caminar por el sendero marcado y recomienda no hacer mucho bullicio para no asustar a la fauna. El sendero fue abierto entre las puntiagudas piedras de sal, que le dan al lugar cierto aspecto lunar. Al final del caminito hay un mirador, desde donde los flamencos se pueden ver muy cerca. Manuel Silvestre, pelo largo, negro y lacio, tiene la tarea de controlar que los turistas no hagan lo que no deben. El hombre, un tanto hosco, es guía de la comunidad de Toconao, cuyos pobladores son los encargados de cuidar esta reserva. Por un convenio entre las comunidades originarias y la Corporación Nacional Forestal, las reservas de la zona son protegidas por los pobladores originarios desde 2002. “Esta labor nace por la demanda ancestral de los territorios, que pertenecen históricamente a las comunidades. Genera puestos de trabajo, revaloriza nuestra cultura y evita la migración hacia la ciudad”, explica Manuel, mientras dos ejemplares de patas largas y cuerpo rosado despegan de la laguna en un vuelo rasante. Cae el sol, dando paso al primero de una serie de atardeceres mágicos.

El Valle de la Luna, un paisaje donde la vista se extiende sobre un relieve sin fin.

MAR MUERTO Y VALLE DE LA LUNA Como todas las mañanas aquí, está soleado. Hoy toca la laguna Cejar, donde –dicen– se puede flotar como en el Mar Muerto. El viaje es corto, unos pocos kilómetros separan el pueblo de este paraje inhóspito. Al llegar, sorprende que sean dos las lagunas y no una sola. Pero sólo está permitido bañarse en una de ellas, mientras que se puede caminar por un sendero alrededor de la otra. Que, al parecer, es la Cejar verdadera.

Camino entonces alrededor de la “verdadera”, y luego avanzo lentamente a la Cejar falsa. Sumerjo mis pies en el agua; está helada. Algunos que ya están haciendo la plancha aseguran, a los gritos, que una corriente cálida pasa por debajo de ellos. Tentado, nado hacia allí y de a poco siento cómo la corriente me envuelve y hace más placentera la aventura. Al salir, una picada suculenta está servida en la playita.

Luego del almuerzo vamos hacia el Valle de la Luna. Esta vez el guía es Cristian, un documentalista que vino a registrar imágenes para su ópera prima, se apasionó por el lugar y se quedó a vivir. “Vamos a meternos al corazón de la Cordillera de la Sal –avisa–. Nos aprestamos a recorrer los principales puntos del Valle de la Luna atacameño: las Tres Marías, el Anfiteatro, la Duna Mayor y las Cuevas de Sal”. Vamos en camioneta, pero también se puede llegar en bicicleta.

“Este era un lugar de mineros y minas de sal que creció mucho por influencia de Gustavo Le Paige, un cura belga que, más allá de fomentar el catolicismo, se ocupó del turismo, la arqueología, la geología y la geografía. Fue un pionero”, asegura Cristian. Le Paige vivió aquí unos 40 años. Se dice que era una persona muy “docta”, que hablaba siete idiomas y sabía “de todo”, desde arqueología a matemática. El Museo y una calle de San Pedro llevan su nombre. “Era un capo –agrega Cristian–. Claro que también tiene sus detractores, porque extrajo muchas cosas de acá, como artesanías y cerámicas que se llevó a museos de Europa”.

El primer punto por el que pasamos es la formación de las Tres Marías, que originalmente se llamaban Los Vigilantes, pero Le Paige le cambió el nombre. Ya no son tres sino dos porque un turista se subió para la foto y derrumbó la piedra en cuestión. Luego pasamos por el Anfiteatro y nos metemos en las cavernas, donde necesitamos encender las linternas, y andar agachados. El recorrido desemboca en un cañadón desde donde hay una hermosa vista del valle. Antes de que caiga el sol, nos dirigimos al Mirador de la Piedra del Coyote, desde donde hay una espectacular vista a un anfiteatro natural.

Magia y vapores en los géiseres del Tatio, cuando apenas amanece, a 4000 metros de altura.

ENSUEÑO DE ALTURATercer y último día. El indicado para la travesía más larga y esperada, la excursión a los géiseres del Tatio, un complejo geotérmico que abarca un área de diez kilómetros cuadrados, el grupo de géiseres más grande del hemisferio sur y el tercero más grande del mundo. Hay que partir temprano para poder llegar entre las seis y las siete de mañana, la hora en que las fumarolas son más intensas.

Madrugamos y emprendemos viaje a las cinco de la mañana. Todavía es de noche. Un rato después, soñoliento, contemplo el amanecer a través de los vidrios empañados de la camioneta. A lo lejos, se ven las columnas de humo que emanan de los géiseres. Demoramos unas dos horas en llegar hasta allí, a más de 4200 metros de altura. Ya está claro, y el termómetro marca 15 bajo cero. Pero qué importa, el lugar amerita congelarse, y bajamos entonces a caminar por este planeta de ensueño en el que un grupo de siluetas se dibuja a contraluz del sol que se eleva tras las montañas y entre las fumarolas.

Es difícil moverse con tanto frío. Pero todos parecemos conscientes de estar en uno de esos lugares únicos en el mundo, que de tan únicos parecen de otra galaxia, un lugar al que no se vuelve todos los días. Así, abrigados hasta la médula, disfrutamos como niños del paisaje indómito, bromeamos a pesar del sueño y la boca entumecida, hacemos fotos a pesar de que, aun con guantes, cuesta sacar las manos de los bolsillos. Pero también hay que ser precavidos: el agua aquí brota a unos 85 grados, por lo tanto es riesgoso acercarse demasiado a los “hornos” del géiser, que se van formando a medida que expulsa el agua.

Más allá, hay unos piletones termales donde unos pocos valientes se atreven a bañarse. Por la forma en que se zambullen y el largo tiempo que se quedan disfrutando del baño, pienso que debe ser delicioso, pero esta vez no me atrevo. Aunque la temperatura subió un poco y salió el sol, el frío es tremendo en este paraje.

Me conformo con haber llegado hasta aquí, uno de esos lugares irrepetibles, mágicos, casi de otro planeta. Por suerte pertenece al nuestro, y está aquí nomás, cruzando la cordillera.

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