ECUADOR. TURISMO COMUNITARIO EN EL VALLE DE LA MAGDALENA
A dos horas de Quito, en pleno corredor andino, es posible vivir una experiencia de turismo comunitario compartiendo vivencias cotidianas con los pobladores karankis. Días diferentes donde el ritmo cotidiano está marcado por la siembra y la cosecha de los campos, las prácticas de cocina y de bordado y los paseos al pie del imponente volcán Imbabura.
› Por Pablo Donadio
Fotos de Pablo Donadio
Una sonrisa blanca y enorme domina el rostro dorado de Isolina. Es el primer día que recibe visitantes, y no puede disimular la alegría. Su elegante sombrero de pana verde luce una pluma nueva de pavo real, el distintivo que las mujeres le colocan aquí a su tocado. Paradita sobre el puente de entrada y de impecable camisa bordada “a la mano” y faldas plisadas, espera ansiosa la llegada de nuestro grupo, con un notable brillo en sus ojos negros. La enmarca su pueblo, La Magdalena, un extenso manto cultivado donde crecen el maíz, la quinoa y las habas; un campo fértil abundante en vacas, llamas y caballos, por donde riachos y vertientes se abren camino sobre el verde y la piedra. Es toda una metáfora de la historia de estos valles, donde a fin de cuentas la vida siempre triunfa. Estos pobladores son grandes luchadores; por eso mismo han empezado a promocionar la zona y a ofrecer una visita diferente en las afueras de Quito, a apenas dos horas de la capital ecuatoriana, gracias a un interesante proyecto apoyado por una empresa de turismo.
Se trata de vivir en las casas comunitarias del pueblo karanki, los nativos del valle, acondicionadas para recibir turistas, y de compartir con ellos tareas de campo, el preparado de recetas ancestrales y el arte del bordado, con el lema de aprender y no sólo disfrutar. Caminatas, paseos a caballo y circuitos en bicicleta completan atractivos de una zona dominada por el Imbabura, el temible y fascinante volcán que marcó la historia de la región.
SABOR A CAMPO Con origen no muy claro pero sin duda prehispánico, la comunidad indígena karanki tuvo junto a los otavaleños e imbayas un tiempo de esplendor hasta la llegada de los incas. Estos pueblos ofrecieron firmes resistencias al imperio que llegaba del Cuzco, y por ello la dureza de la conquista se hizo sentir con fuerza. Isolina es de las más simpáticas descendientes, y cuando habla mira a los ojos, sin esconder la cabeza, como ocurre con la mayoría de estos campesinos. Ella vive con Ariel, su pequeño nieto de 12 años, un muchacho de rostro firme que la acompaña en las tareas con gestos pícaros y algarabía de niño, pero que se planta como el hombre de la casa cuando hay que trabajar. Pese a su buena onda, hay en ellos algunas sombras antiguas, de esos tiempos de servidumbre arrastrada por siglos, y de otras penas más cercanas.
Isolina no sabe escribir, ni leer, pero si hay algo que cuida como a su propio nieto es un libro en quechua perteneciente a su esposo. “Mi finadito marido siempre lo miraba, juntaba las hierbas del campo y me curaba de cualquier enfermedad. Yo apenitas si pude aprender a escribir mi nombre, así que sólo lo tengo de recuerdo”, dice. Cuando la furia del mar de la zona chilena de Atacama –donde estaban trabajando– se llevó a su marido y a uno de sus hijos, hombres de sierra ignorantes de la posible furia del océano, Isolina tomó las riendas del hogar y emprendió tareas de esposo. Fueron tiempos de labranza del campo, arreo de ganado, corte de la leña. Pero nada tan complicado como ese dolor imposible de sanar, ni siquiera con todas las hierbas del mundo. Sin embargo, siguió camino junto a sus cuatro hijas, que poco a poco fueron dejando el valle para vivir en Quito, y así el campo y Ariel fueron su sustento material y emocional.
Hasta que en 2009 el programa de Klein Tours le dio una nueva oportunidad. Como muchos de los empleados de la firma viven en esa región, la empresa turística propuso reestructurar y acondicionar varias viviendas, pagándole a cada vecino cada vez que llegara con turistas y al mismo tiempo abriendo un producto nuevo que ofrecer al viajero avezado. Como contraoferta se les pidió a los lugareños que mantuvieran las casas impecables, que tomaran capacitaciones de cocina y atención a clientes (ellos mismos las promueven), y que le dieran prioridad a la hora de llevar visitas, aunque cada dueño dispone de la nueva casa incluso para recibir turistas de manera particular. Así, además del descanso, en cada vivienda (hoy son siete, y se avanza en varias más) a cada persona que llega se la invita a conocer las tareas de campo y a trabajar con los animales. En las cocinas, entre las ollas inmensas, hornos de barro y maíces multicolores, se enseñan también recetas tradicionales y, desde luego, el bordado, la especialidad del pueblo. De hecho, uno de los lugares más sorprendentes de la casa de Isolina es su ropero: hay más de 50 faldas plisadas y camisas bordadas. “Se tarda unas tres semanas para bordar una camisa, y la falda cuesta lo suyo, porque hay que plancharla con tablitas de tres milímetros para que quede pareja. Debe ser precisa porque cada comunidad tiene un largo que la identifica”, cuenta. Los amantes del tejido pueden aprender técnicas de bordado con ella, diferentes en detalles de las de Otavalo o Imbaya. Una de las emocionadas con su vestidor es Clara, una argentina que pronto queda ataviada con ropajes típicos, entre chismes y recetas. Para la cena, y en cuestión de segundos, los anfitriones llenan la mesa de maíz tostado, yuca frita, pescado de laguna y chuchuca, una especie de locro con papines, mote y verduras frescas. Todo acompañado de “tomate de árbol” en jugo y el famoso “canelazo”, bebida clásica del campo con naranjilla hervida, aguardiente y canela, perfecta para la charla de sobremesa antes del descanso.
PASEO HISTORICO A la mañana siguiente el sol comienza a asomarse tímidamente alumbrando los campos, y al rato la gente está entre gallinas, perros y ovejas trabajando la tierra. Por la ventana vemos a Ariel pateando piedritas hacia la escuela, y decidimos salir nosotros también a disfrutar del fresco con el mate en mano. “La señora Paolita dice que aquí es el lugar más tranquilo, que no hay bulla de perros, ni de hombres, ja, ja”, bromea Isolina. Paola es una italiana que llegó al valle para hacerse cargo de las capacitaciones y se transformó en referente social, clave para el desarrollo de las casas turísticas pero también para el trabajo de canalización del agua, o el arreglo del salón municipal, donde se reúne la comunidad. Siempre visita la casa de Isolina, que es una de las más altas, a 3200 metros de altura, y donde las nubes llegan cada tarde para taparlo todo. La casa aún no tiene nombre, aunque cuentan en secreto (parece que es algo formal su bautismo) que se llamará Los Alisos, por el florido árbol que está detrás y acaricia el techo de tejas justo sobre las tres habitaciones donde se recibe gente.
Sus paredes conservan la estructura original de campo, con adobe y cemento, aportando simpleza y un toque rústico. La anfitriona la muestra con orgullo, y relojea cada tanto la siembra, sus animales, la comida. Mucho se ha adaptado a la modernidad (hay wi-fi y alarma, por ejemplo), y se ampliaron los cuartos individuales con baño privado, al estilo de una hostería tres estrellas. Pero sigue siendo una casita familiar, en estilo y en gestos. Por ejemplo, cada noche, y pese a tener hogar a leña y estufas eléctricas, Isolina lleva a cada cama una bolsa de agua caliente, la imagen misma del hogar. Afuera, desde el verde, La Magdalena mira a la lejana Ibarra, la ciudad de 190.000 habitantes que es réplica de la sepultada en 1868, tras un fulminante estallido del Imbabura que la borró del mapa por completo. En cada caminata pueblerina o paseo a la laguna de Yahuarcocha, los nativos ofrecen su respeto y agradecen a aquel volcán, acaso por la tranquilidad que viven hoy. Cuentan de sus abuelos que después de aquella nube tóxica los valles de Angochagua, La Esperanza, La Magdalena y la “nueva” Ibarra fueron poblándose con el impulso de una cooperativa formada por los que quedaron vivos, descendientes también de esclavos africanos traídos por la colonia. “Pocas personas se salvaron, y una palmera muy alta que la ceniza no tapó es un símbolo de las adversidades que afrontaron estos pueblos: primero los incas, luego los españoles, y después la naturaleza”, relata Carmen Bayas, guía local.
Pasamos un par de días más allí, aprendiendo mucho de la vida campera y dándonos gustos también, como el helado casero de paila, y la visita a las pirámides de la Estancia Zuleta, un misterioso atractivo cercano. Al partir, Isolina queda pequeñita en la inmensidad del valle y las montañas sombreadas de nubes. Desde lejos no sabemos si sonríe o llora por la despedida. Es difícil pensar que esta tierra y las solitarias islas Galápagos, a las que partimos raudamente, sean una misma nación. Aquí las piedras cuentan la historia de los pueblos y se amontonan en rincones para adorar al sol desde hace milenios. En las Galápagos, en cambio, se cuentan de a millones de años, haciéndose y deshaciéndose, explotando y hundiéndose. Sin embargo, la hostilidad de esos suelos no ha podido contra la vida, y allí las iguanas del sol aprendieron a nadar para alimentarse de algas; las tortugas extendieron sus cuellos para alcanzar arbustos, y los pingüinos se adaptaron al agua tibia. Después de todo, quizá no sea tan diferente de lo que han hecho los pueblos ancestrales en la sierra, la costa o la selva, cambiando de forma frente a la inclemencia de la naturaleza y las guerras, y sobreviviendo en busca de una nueva oportunidad.
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