SUR DE INGLATERRA EL PUEBLO DE CANTERBURY
Cuentos de peregrinos
En el poblado de Canterbury, antiguo centro de peregrinaje religioso del anglicanismo, se entrecruzan las historias San Agustín, Santo Tomás Becket, Enrique VIII y Tomás Moro. Un viaje al pasado medieval de la ciudad amurallada donde en el siglo XIV Geoffrey Chaucer escribió su famosa obra Los cuentos de Canterbury, basada en relatos populares de los peregrinos.
Por Julián Varsavsky
El viaje a la Edad Media comienza en pleno centro moderno de Londres, en la estación de trenes Victoria. En el trayecto de apenas una hora con veinte minutos hasta Canterbury aparece tras la ventanilla la emblemática campiña inglesa que cubre vastas extensiones con la lisura de un campo de golf. En la última media hora de viaje se bordea una serie de pueblitos del sur de Inglaterra con aspecto medieval, semitapados por una densa neblina. El oscuro panorama y el detalle de las casitas con techo puntiagudo evocan la aldea de Sleepy Hollow, donde Tim Burton ambientó su película La Leyenda del Jinete sin Cabeza. Entre pueblo y pueblo se suceden lagos brumosos habitados por cisnes negros.
Al salir de la Estación Oeste de Canterbury estamos en la parte moderna del pueblo, donde no hay edificios altos sino simples casas bajas sin nada en particular. Seguimos hasta el final de la calle y al mirar a la izquierda se observa a lo lejos una torre fortificada con un arco en el medio que da ingreso al casco histórico de Canterbury. Una muralla erigida por los romanos hace 15 siglos, reforzada luego por normandos y sajones, encierra gran parte del kilómetro y medio que abarca la serie de construcciones declaradas Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. Ingresamos entonces por la única de las siete puertas de la ciudad vieja que llegó a nuestros días –la West Gate– construida en 1380. Y de lleno nos internamos en la historia, que se mezcla con la fábula.
Historias medievales Por la misma puerta antigua que hoy cruzan dos millones y medio de turistas por año, ingresaban también durante la Edad Media los millares de peregrinos que venían a Canterbury a pie o a caballo desde todos los rincones del reino. El motivo era rendir culto al lujoso santuario que albergaba los restos de Santo Tomás Becket, arzobispo de Canterbury, asesinado por cuatro caballeros medievales en 1170, dentro de la catedral de la ciudad. Al igual que Roma, Jerusalén y Santiago de Compostela, Canterbury era un centro de peregrinaje religioso al que los penitentes llegaban en masa para recibir a cambio la absolución de sus pecados. El escritor Geoffrey Chaucer (1335-1400) recopiló entre estos peregrinos los famosos Cuentos de Canterbury, considerado el primer libro de valor poético escrito en lengua inglesa pura.
Al avanzar por las angostas calles empedradas de Canterbury nos sumergimos de a poco en una atmósfera medieval. Esta es una de las ciudades más antiguas de Inglaterra, y por fortuna se ha respetado bastante de su arquitectura patrimonial. El casco antiguo, peatonal en gran medida, alberga parques y jardines con incontables rosas y tulipanes. Todas las casas y hasta los comercios mantienen el estilo antiguo del lugar. Al cruzar un puentecito sobre un río que atraviesa la parte occidental del pueblo, la Edad Media llega de repente. Las casas no tienen más de dos pisos y están pintadas de color blanco, con el marco de las puertas y ventanas en negro. Hay también techos de tejas rojas a dos aguas, muchos ladrillos oscuros al desnudo en las paredes, e incluso construcciones rústicas de piedra sin revocar. Algunas casas incluso tienen pared de madera y puertas de 1,60 metro de alto, con llamadores de acero. Está claro que la modernidad se cuela también en cada esquina, así como los autos en determinadas calles, pero de todas formas existen callejones sin salida absolutamente medievales, sin un solo negocio, ni cartel, ni elemento moderno que difiera en nada de lo que habrá sido el ambiente original de hace seis siglos.
La primera catedral Tras la caída del Imperio Romano, Canterbury fue nombrada capital del Reino de Kent, en el 560 d.C. En ese momento el cristianismo no era muy popular entre los anglosajones, y por esa razón en el 596 el papa San Gregorio decidió enviar una misión liderada por San Agustín, quien desembarcó en Inglaterra acompañado por 40 monjes. Los misioneros no fueron bien recibidos y debieron regresar a Roma de urgencia, espantados por las costumbres paganas que demostraron losanglosajones, a los que catalogaron de “salvajes”. Poco después regresaron con planes más meditados y algunas cartas de recomendación. En el Reino de Kent encontraron mejor predisposición, aprovechando que la reina Berta –hija del rey de París, ya evangelizado— profesaba tímidamente la religión de Cristo. Con el camino allanado, los misioneros ingresaron en procesión a Canterbury, con una cruz y un ícono de Cristo a la cabeza, mientras cantaban la Letanía. El propio rey Ethelbert –marido de Berta— solicitó ser bautizado al poco tiempo e invitó a sus súbditos a repetir el ejemplo. Al año siguiente había 10.000 anglosajones convertidos al cristianismo.
El proyecto mayor de San Agustín en Canterbury fue erigir una catedral, que con los siglos se convirtió en la “iglesia madre” de los anglicanos de todo el mundo. Y hoy por hoy sigue siendo la sede de la autoridad máxima de esa religión, como la catedral de San Pedro lo es para los católicos. El edificio actual, con sus majestuosas torres de piedra gris, comenzó a construirse en 1070 por órdenes del arzobispo normando Laufranc, sobre las ruinas del anterior templo levantado por San Agustín. La última remodelación importante se realizó en 1505.
En el interior de la catedral se descubren altísimos techos sostenidos por gruesas columnas y una sucesión de arcadas que reciben la luz colorida de los vitreaux. El decorado incluye estatuas de piedra, un fastuoso órgano y viejos tesoros resguardados en una silenciosa cripta del siglo XII iluminada con candelabros: platos, cálices y jarras de oro puro, sobrecargados bastones arzobispales y una gran cruz de oro con incrustaciones de piedras preciosas.
Una característica singular de esta catedral es su profusión de tumbas. Allí descansan viejos arzobispos y reyes como Enrique IV –muerto en 1413- y su esposa Juana de Navarra. Una de las que más llama la atención es la tumba de Eduardo de Gales –The Black Prince–, que tiene a su lado una reproducción de la armadura medieval del príncipe guerrero.
A esta altura ya todos se preguntan dónde está el famoso santuario de Santo Tomás Becket que atraía a los peregrinos en la Edad Media. Una placa en el suelo señala el lugar donde Becket cayó muerto, pero el santuario ya no existe porque su destrucción fue ordenada por Enrique VIII en 1538. Este despótico rey había roto con la Iglesia romana por haberle negado el derecho a divorciarse de Catalina de Aragón para casarse con Ana Bolena, a la cual más tarde ordenó decapitar bajo la acusación de adulterio.
La cabeza de Tomás Moro El episodio del divorcio de Enrique VIII, la decapitación del gran pensador Tomás Moro, y de algún modo el desarrollo del pensamiento moderno, son historias que confluyen en Canterbury. El autor de Utopía –quien afirmaba que el origen del mal no era natural ni divino, sino que estaba en la propiedad privada y en la ambición de los gobernantes— vino a parar con sus huesos a una capilla de la iglesia de Saint Dunstan, en esta ciudad. Por empezar, Tomás Moro había recibido en Canterbury parte de su formación. Enrique VIII, seducido en un principio por la inteligencia de este hombre de leyes, lo envió en misiones diplomáticas del reino a los Países Bajos y le asignó diferentes puestos de gobierno. Pero Moro renunciaría más tarde a todo cargo, por oponerse al Acta de Supremacía mediante la cual el rey se autodesignaba jefe espiritual de la Iglesia de Inglaterra –por encima del Papa— para poder autorizar su propio divorcio. Como consecuencia, Moro es encarcelado en la Torre de Londres, y al no retractarse es decapitado el 6 de julio de 1535. Años más tarde su hija logra recuperar la cabeza de Moro. Y hoy en día los restos de este santo y pensador canonizado en 1935 descansan en iglesia de Saint Dunstan, uno de los destinos más visitados de Canterbury.