Domingo, 7 de abril de 2013 | Hoy
DIARIO DE VIAJE. MICHEL DE MONTAIGNE EN ITALIA
El pensador francés Michel de Montaigne realizó en 1580 y 1581 un largo viaje por Francia, Suiza, Alemania e Italia, que lo llevó a Roma durante el pontificado de Gregorio XIII. Su Journal de Voyage, en parte redactado por un asistente y en parte por él mismo, se publicó en 1774 y sigue siendo el testimonio invalorable de un lúcido extranjero en pos de los restos de la antigua Roma yacentes bajo la floreciente ciudad barroca.
Por Michel de Montaigne *
La ciudad está, en la actualidad, construida toda a lo largo del río Tíber, a un lado y a otro. El barrio alto, que era la sede de la vieja ciudad, y por el que hacía todos los días mil paseos y visitas, está cogido por iglesias, raras mansiones y jardines de los cardenales. El pensaba, por lo claro de las apariencias, que la forma de estas montañas y pendientes estaba muy cambiada respecto de la antigua; por la altura de las ruinas; y tenía por cierto que en muchos lugares caminábamos sobre el tejado de casas enteras. Por el arco de Severo, está inclinado a pensar que estamos a más de dos picas por encima del antiguo suelo; lo cierto es que casi en todas partes se camina sobre la parte alta de los viejos muros que la lluvia y los carruajes dejan al descubierto. El combatía a los que le comparaban la libertad de Roma con la de Venecia, principalmente con estos argumentos: que las mismas casas eran tan poco seguras que, a los que andaban desahogados de medios, se les aconsejaba normalmente dejar su bolsa en custodia a los banqueros de la ciudad, para no encontrar su carruaje desvalijado, cosa que les había sucedido a varios; ítem, que andar de noche no era cosa muy segura; ítem, que este primer mes de diciembre, el general de los franciscanos fue dimitido repentinamente de su cargo y encerrado porque en su sermón, al que asistían el Papa y los cardenales, había acusado de ocio y de pompas excesivas a los prelados de la Iglesia, sin otro particular más que el de usar, con un tono un poco áspero, lugares comunes y vulgares sobre el tema; ítem, que sus propios baúles habían sido inspeccionados a la entrada de la ciudad por la aduana y registrados hasta el más mínimo detalle de cada bulto, mientras que, en la mayoría de las demás ciudades de Italia, los oficiales se contentaban con que uno se limitara a presentárselos. Que, además de eso, le habían cogido todos los libros que encontraron para inspeccionarlos; y habían tardado tanto tiempo en ello que un hombre que tuviera otra cosa que hacer los podía dar perfectamente por perdidos; amén de que el reglamento era tan extraño que las Horas de Nuestra Señora, como eran de París y no de Roma, les resultaban sospechosas, así como los libros de algunos doctores de Alemania contra los herejes, porque, al combatirlos, hacían mención de sus errores. (...)
FRENTE AL PAPA El día de Navidad fuimos a oír la misa del Papa en San Pedro, donde él logró un sitio cómodo para ver bien todas las ceremonias. Hay muchas particularidades: el Evangelio y la Epístola se dicen primero en latín y después en griego, como se hace incluso el día de Pascua y el día de San Pedro. El Papa dio la comunión a mucha gente; y oficiaban con él los cardenales Farnesio, Médicis, Caraffa y Gonzaga. Hay un instrumento para beber el cáliz, que permite tomar precauciones ante el veneno. Le pareció algo novedoso, tanto en esta misa como en otras, que el Papa y otros prelados estén casi todo el tiempo sentados, cubiertos y mirando y hablando entre ellos. Estas ceremonias le parecen más magníficas que devotas. El lenguaje del Papa es italiano, aunque deja notar su ascendiente boloñés, que es el peor idioma de Italia; y además, por su propia naturaleza, tiene un habla descuidada. Por lo demás, es un hermoso viejo, de una estatura media y erguido, con el rostro lleno de majestad, con una larga barba blanca, de una edad aproximada de ochenta años, muy sano para esta edad y muy vigoroso, más de lo deseable, sin gota, sin cólicos, sin dolor de estómago y sin ningún otro tipo de padecimientos: de una naturaleza dulce, poco apasionado por los negocios del mundo, un gran constructor; de lo que dejará en Roma y por todas partes un singular honor a su memoria, un gran limosnero, digo fuera de toda medida. (...)
LA VIEJA Y LA NUEVA ROMA En cuanto a la grandeza de Roma, el señor de Montaigne decía que el espacio que rodea los muros, que está más de dos tercios vacío, incluyendo la vieja y la nueva Roma, podía igualar al recinto que se podía hacer alrededor de París incluyendo todos los arrabales de un extremo a otro; pero si se cuenta el tamaño de plazas públicas y belleza de las calles y de las casas, Roma gana con mucho. Encontraba también el frío del invierno muy parecido al de Gascuña. Hubo heladas fuertes cerca de Navidad y vientos fríos insoportables. Es cierto que en ese momento mismo truena, hiela y hay rayos muy a menudo. Los palacios tienen muchas piezas unas tras otras. Uno pasa por tres o cuatro salas antes de llegar a la sala principal. En algunos lugares donde el señor de Montaigne comió de manera ceremonial, la comida no está donde se celebra el almuerzo, sino en otra sala primera y allí van a buscarle a uno de beber cuando lo pide; allí está preparada la vajilla de plata. El jueves 26 de enero, el señor de Montaigne había ido a ver el monte Janiculum, pasado el Tíber, y a contemplar las singularidades de ese lugar, entre otras, una ruina de un viejo muro que se había producido dos días antes, y a contemplar el emplazamiento de todas las zonas de Roma que no se ven desde ningún otro lugar tan claramente. De allí había descendido al Vaticano para ver las estatuas guardadas en los nichos de Belvedere, y la hermosa galería que el Papa ha levantado con pinturas de todas las partes de Italia, que está a punto de terminar, y allí perdió su bolsa y lo que había dentro; le pareció que eso había sucedido al dar limosna dos o tres veces, y, como el tiempo era muy lluvioso y desagradable, en lugar de volver la bolsa a su bolsillo, se le debió colar entre los pliegues de su casaca. En todos esos días no se entretuvo en otra cosa más que en estudiar Roma. Al principio había tomado un guía francés; pero, al despedirse éste por algún capricho, él se picó en llegar a dominar, con su propio esfuerzo, esta materia, con la ayuda de mapas y libros que se hacía leer por la noche, y de día iba a los sitios a poner en práctica su aprendizaje; tanto que en pocos días hubiera fácilmente guiado él a su guía. El decía “que de Roma no se veía sino el cielo bajo el cual había estado asentada y la planta de su construcción; que lo que de ella sabía era un saber abstracto y contemplativo, en el que no había nada sensible; que los que decían que al menos se veían las ruinas de Roma decían demasiado; pues las ruinas de una construcción tan espantosa merecerían más honor y reverencia en su memoria; que esto no era más que su sepulcro. El mundo, enemigo de su larga dominación, había primero roto y desmembrado todos los miembros de este cuerpo admirable; y, como incluso del todo muerto, alterado y desfigurado le producía horror, había enterrado su misma ruina. Que estas pequeñas muestras de su ruina que aparecían aún sobre la tumba era la fortuna quien las había conservado para testimonio de esta magnificencia infinita que tantos siglos, tantos fuegos y la conjura del mundo reiterada tantas veces para su ruina no habían podido apagar por completo. Pero era verosímil que estos miembros desdibujados que le quedaban fueran los menos dignos, y que la furia de los enemigos de esta gloria inmortal les había llevado primero a arruinar lo más hermoso y más digno; que los edificios de esta Roma bastarda que se veían en este momento unidos a los restos antiguos, aunque tuviesen algo para causar admiración a nuestros siglos presentes, le hacían recordar propiamente los nidos que los gorriones y las cornejas cuelgan en Francia de las bóvedas y paredes de las iglesias que los hugonotes acaban de demoler. Le daba incluso miedo, viendo el espacio que ocupa esta tumba, que no lo reconocieran por entero, y que la sepultura misma estuviese en su mayor parte enterrada; y que esto de ver que un derrumbamiento tan miserable, como de trozos de tejas y de cacharros rotos, había alcanzado en la Antigüedad tan excesivo tamaño que iguala en altura y anchura a muchas montañas naturales (pues él lo comparaba en altura con el monte de Gurson y le parecía que era el doble de ancho) era una orden expresa de los destinos, para hacer sentir al mundo su conspiración contra la gloria y preeminencia de esta ciudad, mediante un testimonio tan nuevo y extraordinario de su grandeza. Decía que no podía estar de acuerdo fácilmente, visto el poco espacio y lugar que tienen algunos de estos siete montes, y sobre todo los más famosos, como el Capitolino y el Palatino, en que allí se alineara un número tan grande de edificios. Viendo únicamente lo que queda del templo de la Paz, en el Forum Romanum, desde el que se ve aún el desprendimiento completamente al aire como de una gran montaña, diseminado en innumerables rocas espantosas, no parece que dos edificaciones así pudiesen ocupar todo el espacio del monte del Capitolio, en el que había sus buenos 25 o 30 templos, además de varias casas privadas. Pero, a decir verdad, las diversas conjeturas que uno hace a partir de la pintura antigua de la ciudad no tienen casi verosimilitud, pues su planta misma ha cambiado completamente de forma; algunos de estos vallejos están ahora colmados, incluso en los lugares más bajos que allí hubiere; como, por ejemplo, en el del Velabrum, que al estar en bajo recibía las aguas residuales de la ciudad y tenía un lago, elevado enormemente con montes de la altura de los naturales que están a su alrededor, cosa que se iba haciendo por la acumulación y amontonamiento de ruinas de estos grandes edificios; y el monte Savello no es otra cosa que la ruina de una parte del teatro de Marcellus. El creía que un antiguo romano no podría reconocer el asentamiento de la ciudad si la viese. A menudo ha sucedido que, después de haber excavado bien a fondo en la tierra, no se llegaba más que a encontrar la parte de arriba de una columna muy alta que aún estaba en pie más abajo. No se buscan otros cimientos en las casas sino las viejas techumbres o bóvedas, como se ve en todas las bodegas, ni tampoco el sostén de la antigua cimentación, ni de un muro que esté firme. Antes bien, sobre las mismas fracturas de los viejos edificios tal como el azar los ha dejado, al desparramarse, han plantado el pie de sus palacios nuevos, como si se tratara de grandes placas de rocas firmes y seguras.
* Diario de viaje a Italia a través de Suiza y Alemania.
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