Dom 12.05.2013
turismo

BOLIVIA. EL PARQUE NACIONAL MADIDI

Las entrañas de la selva

A una hora de avión desde La Paz, un viaje acuático por las entrañas del exuberante Parque Nacional Madidi, en la Amazonia boliviana, para dormir en un eco-lodge gestionado por una comunidad de la etnia tacana y conocer su modo de vida, rodeados por la asombrosa biodiversidad de los ambientes andino y amazónico.

› Por Julián Varsavsky

Fotos de Julian Varsavsky

La moderna avioneta doble hélice remonta vuelo bajo el cielo diáfano del amanecer y lo primero que se ve es el rasgo característico de la ciudad: La Paz es una urbe completa sin revocar. Dentro de una hoyada descomunal se apretujan casas por millares y edificios de hasta siete pisos que son de puro ladrillo a la vista, tiñendo el valle de un ocre unánime desde el pie hasta la cima, casi sin dejar claros. Más arriba los picos nevados de la cordillera de los Andes irradian fulgores blancos.

Una hora después aterrizamos en el pequeño aeropuerto de Rurrenabaque (el norte del departamento de La Paz) y al poner un pie afuera de la avioneta nos recibe el abrazo del trópico, caluroso y húmedo, colorido y bullanguero.

El segundo abrazo es el de Wilmer Mati –guía turístico una mitad del mes, campesino la otra–, miembro de la etnia tacana que gestiona de manera comunitaria el eco-lodge San Miguel del Bala.

Del avión pasamos a la combi y desde allí a una lancha techada, larga y angosta, que surca por 40 minutos el río Beni hasta el alojamiento en plena selva. El paisaje combina grandes montañas al fondo con selva amazónica a cada lado del río, donde se levanta una impenetrable muralla vegetal con su fauna rampante al acecho. Cada tanto nos cruzamos con otras lanchitas que van casi a ras del agua transportando a los miembros de las diferentes comunidades aborígenes que habitan a la vera del río.

Ingresamos al lodge a través de su gran comedor de madera con techo de palma. Para llegar a las siete cabañas hay que subir unos cuantos peldaños sobre la barranca bajo una bóveda vegetal. Luego del esfuerzo llega la merecida calma: las cabañas están muy separadas una de la otra y uno tiene la sensación de reposar totalmente solo en la selva, como una especie de Robinson Crusoe levemente sofisticado.

La lista de lo que no tiene este alojamiento es para muchos parte principal del atractivo: televisión, señal de teléfono, Internet, agua caliente, vidrio en las ventanas y electricidad. El listado del haber incluye: una densa selva que comienza a dos metros de la puerta y se huele a través de la ventana, protegida sólo por un mosquitero, agua fresca de vertiente en la ducha, paneles solares que acumulan energía para las tenues lamparitas en la noche (sólo los días de sol, y si no, no hay luz) y un mosquitero arriba de cada cama que nos resguarda en las sugestivas noches en las que se oyen toda clase de ruiditos de ramas, frutos que caen en el techo, croares y zumbidos de insectos.

Un rasgo paradójico de las noches en plena selva –nos separa de ella una fina plancha de hojas de palma entretejidas– es que allí nunca hay silencio sino una suma de sonidos permanentes que no se pueden individualizar. Cuando uno interioriza ese ambiente sonoro deja de oírlo y la tranquilidad se vuelve absoluta. Con la oscuridad las pupilas se dilatan y el sutil contorno de los árboles se vislumbra recortado en el cielo. Nos sentimos en el centro de un reino vegetal inabarcable para nuestra condición humana, que podría tragarnos para siempre y convertirnos en buenos salvajes.

Navegando hacia el eco-lodge San Miguel del Bala se ven lanchitas de los aborígenes que habitan en el parque.

A RECORRER En la selva amanece temprano y los primeros rayos de sol se cuelan entre las enramadas con un fulgor verde, mientras el concierto de los pájaros se vuelve ensordecedor. La noche es la prerrogativa de los insectos y el alba pertenece a las aves.

Rayitos luminosos se cuelan por el entretejido de las paredes de las cabañas elevadas sobre pilotes. El agua de la mañana es algo fría así que la ducha queda para el atardecer, cuando resulta refrescante.

Luego de un desayuno con frutas cosechadas en la comunidad caminamos unos kilómetros por senderos en la selva hasta el núcleo poblacional de San Miguel del Bala. Los chicos ya salieron de clase –tienen una escuelita con cuatro aulas– y juegan encaramados en un árbol caído con muchas ramas que convierten en un pequeño parque de diversiones (allí saltan, se cuelgan, se balancean, se acuestan, se sientan).

Las casas de madera y palma del pueblo están muy espaciadas entre sí, rodeadas por árboles frutales. En total son 47 familias y unos 2000 habitantes (en la región hay 24 comunidades tacana, que suman unas 5000 personas). Tienen su idioma propio y también hay tacanas en Perú, de donde provendrían estas comunidades bajando por los ríos. En la zona hay además quechuas y cuenta Wilmer que su esposa es descendiente de madre quechua y padre tacana. Los más viejos veneran a las montañas y a la madre Tierra, mientras las nuevas generaciones se inclinan más hacia el catolicismo.

En la comunidad todos viven del cultivo de arroz, pomelo, naranja, banana, papaya, coco, cacao, mandioca y caña de azúcar. Además tienen chanchos, gallinas y vacas. La mayoría son agricultores y una minoría pescadores con red. Wilmer –que tiene 30 años– nos muestra la casa donde vive con su esposa y tres hijos.

“Mi casa –cuenta– me la hizo un amigo; las hojas de palma se juntan en una tarde así que es muy barato, pero una casa así no dura más de cuatro años. Después hay que hacer otra, a menos que la hagamos con palma de jatata que es muy cara pero te dura 15 años.”

Los tacana son prácticamente autosuficientes. Lo único que compran afuera de la comunidad es sal y jabón.

Por la tarde salimos a navegar con Wilmar para desembarcar y caminar entre la maraña verde hasta un cerrado cañón de piedra surcado por un arroyo. El cañón es una rareza natural increíble, tan cerrado que todo el tiempo podemos tocar sus dos lados extendiendo los brazos, con el agua hasta las rodillas. Pero sepa el viajero que éste no es un lugar para fóbicos de las alimañas: cada tanto aparece en la pared de roca una gran araña.

Sin embargo, lo más impresionante es el espectáculo de los murciélagos. Estos mamíferos voladores de tan mala fama simplemente por ser feos, que se alimentan de insectos y frutos, habitan en la pared del cañón, en unas cuevas que están dos metros por sobre nuestras cabezas. Esos pequeños demonios alados salen por decenas y van y vienen a lo largo del cañón a vuelo rasante. Al principio uno se asusta como si estuviera en el trencito del terror, pero rápidamente se concluye que su vuelo casi ciego orientado por rebote de ondas sonoras tiene precisión milimétrica, ya que nos esquivan con una maestría de reflejos que difícilmente tenga otro animal en la tierra.

Al llegar al otro lado del cañón, trepando por algunas cascaditas, los murciélagos ya no asustan a nadie y más de un viajero se llevaría alguno a su casa como mascota. No ocurre lo mismo con la araña-escorpión que nos espera a la salida con sus dos hermosas tenazas.

Entre los canales de la selva se navega en busca de refrescantes pozos de agua donde darse un chapuzón.

POZOS DE AGUA El segundo día, Wilmer nos lleva en la lancha de la comunidad hasta un paradisíaco pozo de agua al pie de una cascada, donde nos bañamos a gusto. De regreso nos mostró la liana uña de gato: con ella, si se corta un trozo de un metro, se puede sacar hasta un litro de agua potable. Pero recomienda no hacer eso nunca por cuenta propia, porque existe otra liana muy parecida que sólo se diferencia por unas espinas, cuyo contenido es tóxico y puede matar a una persona en 15 minutos. Ellos usan esa liana para pescar, ya que la prensan obteniendo un líquido que echan al agua para matar a los peces, que quedan flotando en la superficie.

Por la tarde navegamos una hora hasta el otro complejo de cabañas de la comunidad tacana de San Miguel del Bala, que ofrece un servicio similar. La diferencia es que en este otro –ya bien adentro en las áreas más vírgenes del parque nacional– se observa más fauna.

Hoy amanecemos de suerte: llueve. Si uno sabe disfrutarla, la experiencia pluvial en la selva puede ser sublime, sumergiéndonos en otra de las dimensiones del mundo vegetal. En primer lugar llega el alivio de la brisa fresca y las primeras gotas en la cara lavando el sudor. El canto aviario se retrasa y los aromas cambian potenciándose con la humedad y las nuevas combinaciones. La de la selva es una humedad limpia y aireada, opuesta a la del cemento enmohecido de los departamentos en la ciudad. El barro del suelo da la sensación de que no ensucia –el concepto de suciedad no existe en la selva, a menos que el hombre deje su huella consumista– y uno se acostumbra a que la tierra en la ropa, en los zapatos o en los pies es una marca natural inevitable que a los aborígenes no les incomoda en lo más mínimo. El piso de sus casas es de tierra, así que siempre está limpio.

La lluvia se detiene con el clarear del alba y salimos a observar aves. El premio mayor llega con una pareja de tucanes picoteando frutos en un árbol. En el paredón de roca, donde anidan los guacamayos llamados parabas, vemos varias decenas de estas fastuosas aves –sin dudas del paraíso– que se arrojan hacia la selva como flechas rojas cruzando el firmamento para procurarse el alimento. Por lo general los viajeros están dos noches en este albergue para observar la fauna y una noche en el anterior.

Wilmer Mati, guía y campesino de la etnia tacana que recibe a los viajeros.

UN CEPO AL MACHISMO El Parque Nacional Madidi es uno de los mejores lugares de nuestra América para sumergirse unos días en la selva, de manera confortable pero sin lujos. Aquí los anfitriones pertenecen a una comunidad tacana que hace diez años se propuso incluir al turismo como una forma más de desarrollo sustentable, a partir del crédito y la formación recibida de una ONG danesa. Unos 400 visitantes por año –la mayoría europeos– se alojan en San Miguel del Bala, donde la consigna de los anfitriones es muy clara y sencilla: recibir a los viajeros tratando de que se sientan cómodos y, por sobre todo, mostrarse ante ellos de manera natural siguiendo su vida normal, sin shows musicales ni ritos forzados.

“Nosotros estábamos perdiendo nuestro idioma porque hasta hace pocos años al ser indígena eras la persona más pequeña y no valías nada. Te avergonzabas y lo primero que hacías era perder tu lengua. Ahora, en cambio, hemos recuperado nuestra dignidad y somos reconocidos dentro de un Estado plurinacional que tiene 36 idiomas. Ya nadie nos puede echar de nuestras tierras como antes, porque el gobierno nos ha otorgado título de propiedad y nos reconoce como ciudadanos con los mismos derechos que los demás. Por eso estamos orgullosos de nuestra cultura y nos mostramos tal como somos, incluso con aquellas cosas que a simple vista a algunos les pueden chocar”, dice Wilmer con su voz bajita pero con firmeza de hierro.

Y lo dice frente a un cepo, una herramienta de castigo que se usa desde hace generaciones en la aldea y que los viajeros observan con asombro. El cepo, donde se aprietan entre dos maderos los pies de quien comete una falta, hay que verlo en el contexto de un lugar alejado en la selva con mínima presencia del Estado. La etnia tacana estaba, hasta hace muy pocos años, totalmente desamparada por los gobiernos de turno y se veía incluso perseguida por gente ligada a ellos. Por lo tanto tienen –aún hoy– sus códigos de convivencia y penalidades para el que cometa una falta grave. No tienen multas ni calabozos sino un cepo.

“¿Cuándo fue la última vez que lo usaron?”, le pregunto a Wilmer sorprendido por el hallazgo. “Fue el 29 de septiembre, en la fiesta del pueblo. Un hombre se había emborrachado y le estaba pegando a su mujer. Entonces nuestro cacique elegido por votación determinó que le pusieran los pies acá por una hora hasta que se le hinchen mucho”, explica Wilmer con tono pedagógico. “¿Y dio resultado?”, vuelvo a preguntar. “Nunca más le volvió a pegar; la justicia comunitaria funciona muy bien”, concluye mi anfitrión.

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