Dom 12.05.2013
turismo

ENTRE RIOS. MUSEOS HISTóRICOS DE GUALEGUAYCHú

Amor, fantasmas y saqueos

Dos antiguos caserones del siglo XIX brindan al visitante la posibilidad de asomarse al pasado de la ciudad entrerriana. Los objetos e historias que encierran sus muros y habitaciones irán develando una Gualeguaychú sensible a los conflictos del mundo y repleta de curiosos acontecimientos y anécdotas.

› Por Wenceslao Bottaro

Fotos de Wenceslao Bottaro

En la esquina noroeste de la plaza San Martín –sitio fundacional de la ciudad–, se encuentra la Casa Museo de Haedo. Apenas unas diez cuadras la separan de la Costanera Norte, por lo que se puede llegar hasta aquí a pie disfrutando de un agradable paseo. Es la casa original más antigua de Gualeguaychú, construida hacia el final de la época colonial, en 1808. Declarada Patrimonio Histórico en 1987, aquí se conservan los bienes de la familia Haedo, además de documentos de la época del virreinato, libros, mobiliario, cuadros, fotografías, armas y otros objetos a través de los cuales se puede ir enhebrando un relato histórico que comienza hacia 1700. Recorro el museo en compañía de Natalia Derudi, responsable del área Museos de Gualeguaychú. Es una típica construcción de las llamadas casa chorizo: paredes anchas, pisos de madera, gruesas vigas sosteniendo un techo de ladrillos, una galería con parra. A medida que avanzamos apreciando los muebles –se destaca un juego de living estilo Thonet traído de Austria en 1864– y observando las vitrinas, donde se exhibe un pistolón usado en las Invasiones Inglesas, Natalia habla sobre el origen de la ciudad.

Cuenta mi anfitriona que hacia las primeras décadas del siglo XVIII las tierras de la provincia estaban en manos de unos pocos terratenientes. Pequeños grupos de criollos y españoles deambulaban por la región buscando un sitio apropiado para establecerse, pero los difusos límites de las estancias hacían difícil su asentamiento, al punto que muchas veces eran corridos con violencia por los propietarios. Sin embargo, de uno de estos grupos nómadas surgió la ciudad. “Fue el 17 de octubre de 1783, cuando el militar nicaragüense Tomás Rocamora fundó San José de Gualeguaychú”, dice Natalia y señala la pared. En un cuadro puede verse el acta fundacional redactada de puño y letra por el funcionario virreinal. Muy cerca, en otro mueble, se ven otros documentos originales de la época; en otra de las paredes hay un antiguo mapa de la ciudad.

La plaza San Martín, tan antigua como la propia Gualeguaychú.

EPOCAS DE GARIBALDI Por la época en que se fundó Gualeguaychú, la corona española estaba preocupada por sus posesiones en América del Sur, sobre todo por los portugueses, que ya habían fundado Colonia del Sacramento en la costa Este del Río de la Plata y cada tanto realizaban audaces incursiones remontando los ríos Uruguay y Paraná. A esto se sumaba que los ingleses y franceses andaban interesados en quedarse con la ruta que comunicaba el puerto de Buenos Aires con Asunción del Paraguay. Fue ante este panorama que el virrey Vértiz encomendó a Rocamora crear una red de villas sobre la margen Oeste del río Uruguay, para contener el avance de dichas potencias.

Vinculado también con esta situación internacional hay un acontecimiento que tuvo como escenario la casa de los Haedo y que los gualeguaychuenses gustan de contar, no sin cierto orgullo, como quien ostenta una herida de guerra: el saqueo de Giuseppe Garibaldi. Ese episodio ocurrió en 1845 cuando el marino italiano –en ese momento al servicio de Montevideo– tomó y saqueó la ciudad utilizando como cuartel general la casa de los Haedo, en cuyo techo hizo instalar un cañón. El botín del saqueo fue amontonado en el patio, hoy dominado por los rosales. La galería está cubierta por las hojas de la parra, testigo vivo del saqueo de Garibaldi. Los gruesos troncos se enroscan y trepan por las columnas. “Tiene más de 150 años y aún da unas uvas riquísimas”, comenta Natalia antes de despedirnos.

La Azotea de Lapalma, la casa del primer médico de la ciudad, atesora toda clase de objetos históricos y curiosos.

MUSEO AZOTEA DE LAPALMA El caserón, rosado y de dos plantas, está ubicado en la esquina de San Luis y Jujuy, muy cerca del Estadio Municipal. La fachada presenta tres arcos y sobre éstos un balcón que ocupa todo el ancho del edificio en el piso superior. Tiene dos jardines. Un magnolio, aún más antiguo que la parra de los Haedo, perfuma la entrada; en el jardín posterior hay un aljibe, un viejo arado alguna vez tirado por bueyes, un pequeño ágora circular y un galpón que ahora alberga una heterogénea colección de objetos como moldes de baldosas, aperos y otras prendas para caballos, enormes libros, planchas de carbón, carteles de chapa. “La casa fue construida en 1835 por Francisco Lapalma, el primer médico que tuvo Gualeguaychú”, dice Raúl, guía del museo y un apasionado por la historia de su ciudad. Durante la visita no para de tirar datos: fechas, nombres, anécdotas y curiosidades, como la del retrato del dueño de casa. Sobre un cuadro de Francisco Lapalma que cuelga de una de las paredes, Raúl cuenta que fue obra del pintor y fotógrafo Amadeo Gras (hay una colección de antiguas cámaras fotográficas en la casona) y pide que observe con detenimiento la imagen. El retratado es casi idéntico a Abraham Lincoln, el ex presidente de Estados Unidos. “Pero mirá acá –dice Raúl, señalando la mano de Lapalma–, Gras lo pintó sosteniendo un mate para diferenciarlos y evitarse problemas por el parecido.” Ya en el jardín había comentado que el enorme aro de hierro con números romanos que vimos apoyado contra un muro pertenecía al primer reloj que tuvo la ciudad: “Fue donado por un vecino que lo rescató de una chatarrería”, dice, y sin respiro pasa a explicar por qué están allí, protegiendo la entrada de la casa, esos dos cañones de bronce: “Eran de un barco portugués que se vio en la necesidad de arrojarlos al agua para ganar velocidad y poder escapar de la flota de Guillermo Brown, que lo venía persiguiendo”, explica Raúl y enseguida indica unos signos y números grabados en el metal que lo llevan a inferir que, seguramente, con anterioridad los cañones habrían pertenecido a un buque inglés.

De cada objeto exhibido en el museo brota una historia nueva, incluso del patrimonio intangible, como es la genealogía familiar de los Lapalma. Luego de visitar una habitación algo tétrica, donde unos muñecos lucen vestidos y además se aprecian otras prendas de la familia, y a la que se accede por una estrecha y crujiente escalera, pasamos a la habitación contigua, que da al balcón del frente. Aquí se encerró un día, para no salir nunca más, Isabel Frutos, una joven de 18 años que vivió con los Lapalma hacia la mitad del siglo XIX. Ella fue, además, prima del poeta Olegario Víctor Andrade, que también vivió y escribió en esta casona, a la sombra del magnolio, sus primeros versos. La leyenda dice que Isabel murió de amor (y de inanición, porque desde que se encerró se negó a comer) y los vecinos de la casona aseguran haber visto, en varias oportunidades, una silueta fantasmal que se pasea por el balcón.

En este piso superior se exhibe, también, algo muy curioso. Sobre un pequeño esquinero hay dos trozos de madera del tamaño de una caja de saquitos de té. Ante la pregunta obvia, Raúl se larga con la historia que comienza hacia 1870. En esta fecha llegó a Gualeguaychú el primer tranvía tirado por caballos. Por una normativa gubernamental vigente en ese tiempo, la empresa concesionaria del servicio estaba obligada a adoquinar las calles que utilizaría para brindar el servicio de transporte. Pero siendo que en la zona la piedra brillaba por su ausencia hubo que recurrir a lo que había más a mano: la madera. Así fue como la calle 25 de Mayo –actual calle principal y comercial de la ciudad– alguna vez estuvo “adoquinada” con madera y sobre ella hacían resonar los cascos, marcando el paso al frente de los coches, los elegantes caballos que tiraban del tranvía. Los dos trozos que se conservan en el museo son los únicos sobrevivientes de aquella época de progreso de la ciudad.

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