Dom 12.05.2013
turismo

DIARIO DE VIAJE. DE SYDNEY A PERTH EN TREN

Un italiano en Australia

El periodista y escritor italiano Beppe Servegnini fundó hace años el foro Italians, donde los italianos en el mundo cuentan sus vivencias en los más diversos países. Al foro le siguieron las “pizzas”, reuniones personales de Servegnini con sus lectores en los cinco continentes. Y esos encuentros les siguió un libro, Italians, la vuelta al mundo en 80 pizzas, donde el periodista cuenta sus impresiones del mundo.

› Por Beppe Servegnini *

Más que un reportaje, esto es una confesión: cómo un cincuentón aparentemente normal planifica, reserva, se esfuerza, lucha, discute y atraviesa el mundo para subirse a un tren que va casi siempre derecho. El viaje, 4352 kilómetros, dura tres días y tres noches. Se sale de Sydney el sábado y se llega a Perth el martes. Vías únicas. Velocidad promedio 85 kilómetros por hora, con picos de 115. El tramo más excitante es Nullarbor, tan extenso como toda Italia, atravesado por la recta ferroviaria más larga del planeta (487 kilómetros). En Australia lo pronuncian Nallabór, que viene del latín y significa “ningún árbol”. Digamos que es una definición exacta y optimista. Pero la nada tiene su encanto, para un italiano que viene del país del demasiado.

Entes de turismo, agencias de viaje y señoritas telefónicas me habían asegurado que no había lugar hasta Perth. En Adelaida debía tomar un avión. Pero los viajeros italianos no discuten: desconfían. No contestan: revisan. En la Estación Central de Sydney pregunto: “¿Hay lugar?”. Respuesta: “Tenemos una cancelación”. Un lugar, en Red Kangaroo”. Ignorando las implicaciones cromáticas de los marsupiales, respondo: “Lo tomo”.

Descubro que terminaré en segunda clase. Debe ser un destino: me sucedió también en el viaje de bodas, en el Transiberiano todavía soviético. Pero está bien igual: el Indian Pacific es otro de los grandes viajes en tren del planeta. La línea fue construida para convencer a las colonias de Australia occidental de unirse a la federación. La obra, inaugurada en 1917, fue realizada en cinco años usando picos, palas, carros y camellos. Y estaba el problema de las distintas trochas: para ir de Sydney a Perth había que cambiar de tren seis veces. Yo sólo debo cambiar de cucheta en Adelaida: se puede hacer.

Subir a un tren es una ceremonia llena de alegría y aprensión, como subir a un barco nuevo. Esta noche, y sólo por esta noche, soy huésped de Gold Kangaroo, la primera clase. La cucheta está revestida en madera y hay dos camas superpuestas, perpendiculares a los rieles. Veo un baño minúsculo, con una ducha para pitufos. Por doquier, escondites, alacenas y curiosos mecanismos. A las 14.55, mientras examino el lavabo rebatible, el tren se mueve. A las 15.05 frena de golpe y me pego la tibia contra la puerta abierta. Culpa mía: debí haber seguido los consejos Train Safe (tren seguro) publicados en la revista de a bordo y realizar los ejercicios (“Llevar la cola hacia atrás sobre el asiento. Levantar un glúteo. Repetir tres veces por lado”).

Después de una hora me traslado al vagón-sala de estar, ocupado por una comitiva de jubilados de Bega, Nueva Gales del Sur. No miran las Blue Mountains por la ventanilla: están ocupados en aplaudir al revisor, que explica la vida a bordo. El hombre se parece a Bill Clinton, y lo sabe. Como al ex presidente, le gusta seducir al auditorio. Explica que el cartel “Dress Code Apply” (respetar las reglas de vestimenta) quiere decir “prohibido usar ojotas”. Parece en efecto que, pasando de un vagón a otro, alguien dejó el pulgar.

Perth, ciudad de pioneros, con “un aire transparente y todas las cosas iluminadas”.

Sigo la exploración: atravieso el vagón-restaurante, cocinas, depósito de equipajes, segunda clase (Red Kangaroo, que me toca mañana). En el fondo –aislado, espléndido y vacío– está el Vice Royal Lounge Car, el vagón que llevó al representante de la corona británica a la ceremonia de apertura del Trans Australia Railway. Me informan que se usa solamente en ocasiones especiales. En este viaje está vacío y off limits. Sonrío, y mentalmente lo reservo.

Vuelvo a Gold Kangaroo, entre los eufóricos jubilados de Nueva Gales del Sur. Algunos saben todo sobre trenes, y se intercambian textos esotéricos. El conductor-acompañante se llama Malcolm, y me invita a su mesa para cenar. Tiene 50 años y se parece al mayor de los hermanos Dalton en Lucky-Luke: alto, enjuto, mandíbula larga, una mueca ferozmente amigable. Esta noche decidió que debe ocuparse de mi educación ferroviaria. “Hasta hace poco –explica– autos y motos todo terreno podían bordear los rieles. Pero cada vez que se les rompía el vehículo, para que el conductor no se asara en el outback el Indian Pacific paraba. Así que ahora está prohibido.”

En nuestra mesa se sientan también Bill –australiano, 70 años, compañero de escuela del ex primer ministro John Howard– y Carl, inglés, 40 años. Lo despidieron de una empresa farmacéutica: con la indemnización decidió viajar. Cuenta sobre su hijo adolescente obsesionado por los ópalos y explica la diferencia entre singlets, doublets y triplets. Viene a saludarnos el cocinero de Liverpool. Tomamos syrah y desplazamos los relojes 30 minutos hacia adelante. Malcolm-Dalton me dice: “Tú y yo somos iguales. Bus drivers (choferes de ómnibus) y travel writers (escritores de viaje) trabajan en vacaciones”. (...)

En la oscuridad austral, el Indian Pacific pasó por Bookaloo, Wirraminna, Kultanaby y Kingoonya: lugares que podrían interesar a los nuevos padres italianos, siempre en busca de nombres originales para sus hijos. Al alba llega a Tarcoola, fundada por buscadores de oro en 1901. Tenía 2000 habitantes, hoy tiene 2 (dos): sigue siendo el punto de encuentro entre Indian Pacific (este-oeste, Perth-Sydney) y The Ghan (sur-norte, Adelaida-Darwin). Los trenes paran ocho veces a la semana, y algunos se bajan. Nosotros no.

Entramos en el Nullabor, pasamos Ooldea: 30 kilómetros más al norte está Maralinga, donde los ingleses probaron bombas atómicas de 1956 a 1963, tras haber desalojado a los aborígenes. Nos detenemos, poco después, en Cook. Bajamos a fotografiar los carteles. Entre los mejores: “Nuestro hospital te necesita: enférmate”. Y “If you are a crook / Come to Cook” (si eres bandido, ven a Cook). Pero ni siquiera los delincuentes quieren vivir aquí. Oficialmente, Cook tiene 4 (cuatro) habitantes. Pero no se ven. Probablemente, se escondieron para no ser fotografiados.

Canguros en las Blue Mountains, montañas que se ven desde el tren al partir de Sydney.

Encuentro en el piso un tornillo grande como una botella y lo levanto como souvenir (si me lo olvido en el equipaje de mano, me detienen en el aeropuerto). Salimos de nuevo. Voy hacia el penúltimo vagón, el exclusivo y prohibido Vice Royal Lounge Car. Me acomodo en el sillón y durante dos horas miro la tierra roja, el cielo azul y las grandes águilas (wedge-tail-eagles) que suben hasta 2000 metros, ignorando al tren del que son símbolo. Cada tanto llega una persona de uniforme y, gentilmente, me pregunta por qué estoy allí. Respondo sonriendo: “Soy italiano”. La explicación parece convencer a todos, y me quedo admirando el ocaso sobre Nullarbor. Dentro de poco será el aperitivo con los jubilados, la cena, las nuevas gaffes del hermano Dalton. Hay modos peores de pasar una velada. (...)

Bajo en Perth, Australia del Oeste. Bella luz marítima, y bello encontrarla al final de un continente, bajando del tren.

INMIGRACION E ILUMINACION Perth es una ciudad a la que le encontré sólo dos defectos: pocos taxis y algunas moscas. Por lo demás, un aire transparente como en Los Angeles en los años ’70: todas las cosas iluminadas. Me cuenta John Kinder, profesor de Italian Studies en la Universidad de Australia del Oeste: “Es un puesto de avanzada, y la gente toma iniciativas. Si no haces las cosas, nadie viene a hacerlas por ti”. La gran ciudad más cercana está en Bali, luego viene Adelaida. Perh –nombre escocés, muchos ingleses, la primera lengua extranjera sigue siendo el italiano llevado por nuestros inmigrantes– es la ciudad más aislada del planeta. (...) La combinación de vidrio, verde, río y mar; los barrios bien marcados; la ausencia de multitud; el aire de bienestar (gracias a las riquezas mineras que le hacen agua a la boca a China): el lugar es tan funcional que resulta sospechoso. En una entrevista con la radio local, ayer pregunté: “¿No será que por casualidad estamos en Second Life, y no me lo dijeron?”z

* Beppe Servegnini. Italians, il giro del mondo in 80 pizze. Milano, Rizzoli, 2008.

Traducción: Graciela Cutuli.

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