BUENOS AIRES. DOS PASEOS CERCANOS
En los alrededores de Buenos Aires, dos paseos para que el fin de semana tenga algo más de campo y agua. Hacia el oeste, Navarro, ciudad con laguna y riqueza histórica, tienta con su aire de otros tiempos; hacia el norte, una nueva reserva en Tigre, Delta Terra, abre un paisaje ideal para hacer silencio y observar aves.
› Por Graciela Cutuli
Si el verdadero miniturismo implica poder levantarse, mirar el cielo y decidir el rumbo sin más trámites, la hoja de ruta posible se achica un poco y conviene no superar los 100 kilómetros del punto de partida para poder, por una vez, liberarse de las ataduras de la planificación y salir a la aventura, por pequeña o grande que sea. Los alrededores de Buenos Aires no son tan variados pero tienen dos promesas atractivas: una es el campo, la otra es el río. Basten para muestra sendos botones: uno en Navarro, “ahicito nomás”, que permite pasar el día en la laguna y echando un vistazo a su movida historia. Saliendo de la ciudad, es puro campo, interrumpido cada tanto por algún caserío. Y el otro en Tigre, que no por conocido deja de innovar: días atrás, la nueva reserva privada Delta Terra volvió a despertar el interés por su oferta de cercanía y naturaleza.
NAVARRO Una plaza, los principales edificios públicos, la iglesia y los centros de la vida social local son las primeras imágenes visibles de Navarro. Pero la ciudad, a sólo 100 kilómetros de Buenos Aires, tiene detrás una larga historia que se va descubriendo entre lo que queda y lo que no, desovillando lugares, personajes y episodios hoy algo ocultos detrás del atractivo turístico de su laguna. Sus orígenes, según cuentan las crónicas, se remontan a los tiempos en que Juan de Garay entregó en encomienda a uno de sus hombres a un cacique junto con todos sus indios. Las mismas crónicas dan distintas versiones del nombre del cacique, pero recuerdan unánimemente al hombre de Garay como el capitán Miguel Navarro, que terminaría dando su apellido a lo que fue primero un caserío, luego pueblo, hoy ciudad y también partido. De 1767 data el establecimiento, a orillas de la laguna, de una guardia contra el asedio indígena: unos años más tarde, ascendería a la categoría de fortín. En 1997, en homenaje a los 230 años de su construcción, se levantó una réplica de ese fortín que hoy se puede visitar, para descubrir cómo eran aquellos precarios ranchos de barro y paja con su empalizada de 650 palos que constituían la única defensa ante los malones: con exactitud histórica, el fortín fue orientado de la misma manera y realizado con medidas idénticas al original. Muy alentador no habría de ser el panorama si, como se cuenta, un malón perdido que buscaba atacar Luján llegó al fortín de Navarro y no quiso destruirlo porque había apenas “unos 20 milicianos flacos”. Y precisa el historiador Ricardo Tabossi: “No será épico, pero las avanzadas de la civilización sobre el desierto siguieron, con sus líneas de fronteras y fortines, la marcha de los ganados. En este sentido, la línea de frontera no fue más que un vasto cerco, un gigantesco corral levantado para encerrar la vaca. Este peregrinar de las reses explicará la fundación de Navarro”.
Lo que siguió fueron –como es recurrente en esta parte del territorio bonaerense– años de luchas, batallas y confusión política. De 1807, año de la segunda invasión inglesa, data la primera capilla de barro; de 1822 el primer juez de paz; de 1824 un nuevo malón que ataca la zona de chacras. En la esquina donde hoy está el Banco Nación nació la primera escuela pública, en 1825, y tres años más tarde el pueblo entró en los libros de historia con la batalla de Navarro: el general Lavalle derrotó en los campos del pueblo a Manuel Dorrego, legítimo gobernador de la provincia de Buenos Aires, y ordenó su fusilamiento sumario sin juicio ni sentencia. A cinco kilómetros de la ciudad, el Parque Dorrego recuerda hoy ese episodio trágico de diciembre de 1828, fuente de una larga y sangrienta sucesión de disputas entre unitarios y federales.
Navarro tiene además otro pasado, que se evoca en el Museo de Paleontología y Ciencias Naturales: la entidad comenzó a gestarse en los años ’90 cuando aparecieron los primeros restos de animales prehistóricos, como el celidoterio, el gliptodonte, los megaterios y las macrauquenias. Por aquellos tiempos, hace al menos 10.000 años, se dice que andaba también en las tierras navarrenses el temible tigre dientes de sable. Hoy, sin embargo, no hay peligro de encontrárselo en las cercanías de la laguna, el punto más concurrido de los fines de semana por los acampantes y pescadores que practican pesca de costa y embarcada en busca de tarariras y carpas.
Y por supuesto, no es posible irse de Navarro sin visitar la Pulpería de Moreira, vinculada con las historias de mítico bandido gaucho, y La Protegida, un almacén-museo en una esquina rosada que en un abrir y cerrar de ojos traslada al visitante a los comienzos del siglo XX. Era antes de los tiempos del tren (que hoy se recuerdan en el Museo Ferroviario): La Protegida era una compañía de diligencias que servía de transporte a los vecinos de Navarro, y ese nombre pasó al almacén-museo hoy instalado en lo que fue el almacén del Turco Emilio, un tradicional negocio del pueblo. En los alrededores está otro clásico de Navarro: el restaurante de campo La Lechuza, una antigua pulpería famosa por su pollo al horno de barro. Y quien recorra los 30 kilómetros de tierra que separan Navarro de Las Marianas, un pueblito en medio de la pampa, no se podrá perder la visita a la pulpería El Recreo, donde no hay turistas sino gauchos que vienen a desgranar historias de campo en esta usina de la vida social rural. Las Marianas atrae también a algunos curiosos en busca de los paisajes que ilustraron el disco de León Gieco Bandidos rurales.
DELTA TERRA A veces lo bueno, si cerca, dos veces bueno. ¿Cómo no pensarlo del Tigre, ese ecosistema único situado a las puertas de la gran ciudad, donde la naturaleza se impone a pesar del hombre y donde la particular geografía generó una forma de vida y una cultura propias? Cualquier guía lo describiría como una de las salidas preferidas de los porteños para el fin de semana: paseos náuticos, salidas a remo, almuerzos al borde del agua, descanso y spas matizan la propuesta de estas tierras bautizadas en homenaje al yaguareté, hoy ya alejado de estas tierras. En ese paisaje nació, hace pocos días, una nueva reserva privada que propone descubrir la naturaleza del Tigre no desde el agua sino desde la tierra.
Para llegar a Delta Terra hay que embarcarse en el Puerto de Frutos, navegar unos 20 minutos en las lanchas de Natventure, seguir por el río La Espera (cuyo nombre viene de los tiempos en que los recolectores de frutas esperaban la barca que los llevaba al puerto) y finalmente por el arroyo Rama Negra Chico. Delta Terra resulta de la articulación entre el sector privado y la Fundación Félix de Azara, cuyos científicos pusieron en marcha un centro de interpretación ya en funcionamiento y forman a los guías que acompañan en el recorrido. El resultado es un refugio de vida silvestre ideal para pasar un día, empezando por el centro de visitantes –donde los paneles explican cómo se formó el delta del Paraná y cómo es la flora y fauna de la zona, incluyendo réplicas de algunas especies emblemáticas– para seguir luego por dos senderos que se pueden recorrer en compañía de expertos o bien en forma autoguiada, si cada uno quiere seguir a su propio ritmo. Pueden llevar entre 45 minutos y una hora y media... o mucho más, si se quiere sacar fotos de aves y aprender a reconocer las especies por su canto. “Este es un paisaje protegido –explica Adrián Giacchino, presidente de la Fundación Félix de Azara–, una de las categorías más blandas de las áreas protegidas. Hay que tener en cuenta que es una zona muy modificada, cuyo principal valor es el educativo, por la cercanía con la ciudad. En esta primera sección aspiramos a que la gente se interiorice sobre el Delta en general.” La recorrida confirma sus palabras: este paisaje profundamente modificado por el hombre, pero aún profundamente sujeto al ritmo natural, varía cada día según la subida y bajada de las mareas que lo vinculan con el Mar Argentino. “Por lo mismo –subraya el guía Esteban Carini, que nos acompaña en la visita– la visita a Delta Terra puede cambiar mucho de un día a otro: si una vez las aguas pueden estar altas, llenando al tope los cursos de agua, otras veces los arroyos quedan prácticamente secos y se pueden cruzar a pie. Cada día tendrá su propio encanto.”
Este es un paisaje de especies nativas profundamente entrelazadas con las exóticas, donde a veces sorprenden flores que parecen decorativas de un jardín, y otras tramos de una auténtica selva en galería. No es fácil, desde luego, avistar especies silvestres: las hay, porque en ruidos y huellas se advierte su presencia, pero estando tan cerca de una zona poblada los animales buscan el mayor refugio posible, a veces incluso completamente ocultos en la espesura del humedal. En total, los responsables de Delta Terra identificaron 16 puntos panorámicos en la reserva, y están en construcción algunos miradores donde se los podrá apreciar en toda su amplitud. Lo cierto es que se oye, sorpresivamente, la voz de las pavas de monte, y aquí y allá sobrevuelan los arbustos variedades como la tacuarita azul, el sietevestidos, el carpintero y el zorzal colorado. Hay que tener, eso sí, la vista bien entrenada: cualquier guía distingue el doble de especies que un visitante primerizo. Pero entre el comienzo y el fin del recorrido ya se nota la diferencia.
El proyecto de Delta Terra incluirá a corto plazo un vivero de especies nativas (levantado sobre lo que fue un histórico vivero de la región) y un centro de rescate de fauna para curar y, en lo posible devolver a la naturaleza, ejemplares de fauna rioplatense que hayan sido víctimas de comercio ilegal o del mascotismo. El círculo se completa con la huerta orgánica que proveerá al restaurante local un acuario con especies del Paraná y servicios turísticos para quienes quieran, por ejemplo, animarse a explorar en kayak los canales internos de la reserva.
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