Dom 02.06.2013
turismo

DIARIO DE VIAJE. DE FRANCIA A LAS MALVINAS EN EL SIGLO XVIII

Escala en Montevideo

En 1763 el navegante francés Louis-Antoine de Bougainville puso en marcha su plan de colonización de las Islas Malvinas: a bordo de su embarcación El Aguila iba Dom Pernetty, un abad benedictino que escribió la extraordinaria crónica de ese viaje. La narración, que cuenta la travesía desde St. Malo a las Malvinas –con escalas importantes como Montevideo–, forma parte de la Colección Reservada del Museo del Fin del Mundo, en Ushuaia, recientemente rescatada por Eudeba.

› Por Dom Pernetty *

Montevideo es, en cierto sentido, una colonia nueva: hace apenas veinticinco años había sólo algunas chozas. Pero es el único lugar donde pueden anclar fácilmente los barcos que remontan el Río de la Plata. Hoy, es una pequeña ciudad que mejora cada día. Las calles son rectilíneas y bastante anchas, como para que tres carrozas pasen juntas. Hay una imagen que dibujé y que representa cómo se veía la ciudad desde la fragata El Aguila, mientras estábamos anclados entre el monte y la ciudad. Las casas tienen una sola planta baja bajo la estructura del techo. Hay una sola excepción en la plaza central, que pertenece al ingeniero que la hizo construir y que reside en ella. Tiene un primer piso, una especie de buhardilla y un balcón que sobresale en medio de la fachada.

En general, las casas de la ciudad están compuestas de una sala que sirve de entrada, algunos cuartos y una cocina, único lugar donde hay una chimenea para hacer fuego. O sea que esas casas están formadas por una planta baja de catorce o quince pies de altura, incluyendo el desván. La entrada de la casa del gobernador da a una sala rectangular que recibe luz de una única ventana bastante pequeña, con un vitral hecho en parte de vidrio y en parte de papel, que se cierra con una tranca. Esta sala tiene unos quince pies de ancho y dieciocho de largo. De ahí se pasa a la sala de recepción, que es casi cuadrada y más profunda que ancha. Al fondo, frente a la única ventana que le da luz, se ve una especie de tarima de seis pies de ancho, cubierta por pieles de tigre. En el medio hay un sillón para la señora gobernadora, y a cada lado seis taburetes revestidos, como el sillón, de un terciopelo carmesí. (...) En uno de los ángulos de esa sala, a un lado de la ventana, están los utensilios para tomar mate; en el otro hay una especie de armario con dos o tres estantes, donde hay algunos platos y tazas de porcelana.

La señora de la casa es la única que se sienta en la tarima cuando sus visitantes son sólo hombres, a menos que decida invitar a alguno a sentarse en los taburetes junto a ella. En general esas salas no tienen ni cielorraso ni baldosas en el piso. Desde el interior se ven las esteras sobre las que se apoyan las tejas del techo.

Los españoles de Montevideo son muy ociosos, sólo ocupan su tiempo en tomar mate, conversar y fumar cigarros. Los comerciantes y un pequeño número de artesanos son las únicas personas ocupadas de Montevideo. Aunque no se vean negocios ni carteles que los anuncien, uno puede estar seguro de encontrarlos cuando entra en una casa ubicada en el ángulo formado por la intersección de dos calles. El mismo comerciante vende vino, aguardiente, telas, ropa blanca, quincalla y otras cosas.

Los terrenos cercanos a Montevideo forman una llanura hasta donde alcanza la vista. El suelo es negro y fértil y produce mucho cuando se lo trabaja un poco. Sólo hace falta gente dispuesta a cultivarlo para convertir este país en uno de los mejores del mundo. El aire es sano, el cielo azul, los calores no son excesivos. Pero faltan árboles, sólo se los encuentra a orillas de los ríos.

Los españoles de Montevideo se visten de forma similar a los portugueses de Santa Catalina, aunque a menudo usan un gran sombrero blanco de alas abatidas y de un tamaño desmesurado. Las mujeres tienen una bonita talla y su figura es agradable, pero no se podría decir con honestidad que tienen una piel de lirio o de rosas: la tez de la cara es oscura y generalmente les faltan los dientes o no son blancos. (...)

PONCHO Y COSTUMBRES La gente común, los mulatos y los negros usan, en vez de chaqueta, una tela rayada de diferentes colores y con un orificio en el medio para pasar la cabeza. Esta tela cae sobre los brazos y llega hasta los puños. Desciende tanto sobre el pecho como por la espalda hasta la altura de las rodillas, y tiene una franja que lo rodea. Se la llama poncho o chony. Todos los jinetes la usan y les parece más cómodo que una chaqueta o un redingote. El señor gobernador nos mostró uno bordado en oro y plata que les costó trescientas y tantas piastras. En Chile se fabrican unos que cuestan dos mil piastras y en Montevideo se tomó la costumbre de su uso proveniente de esa región.

El poncho protege de la lluvia y el viento, sirve como manta por la noche y como colchón en el campo.

El estilo de vida de los españoles es muy simple. Los hombres que no trabajan en el comercio se levantan muy tarde, al igual que las mujeres, y después se quedan de brazos cruzados hasta que se les ocurra ir a fumar un cigarro con su vecino. A menudo se los ve en grupos de cuatro o cinco, frente a alguna casa, fumando y charlando. Otros montan a caballo y van a pasear, pero no por la llanura sino por las calles de la ciudad. A veces, cuando encuentran un grupo de personas, bajan del caballo y se unen a la conversación. Se pueden quedar así dos horas, sin hablar de nada en particular, fumando y tomando mate. Después suben de nuevo al caballo y se van. Es muy raro que un español se pasee a pie, y en las calles se ven tantos caballos como hombres. Por la mañana, las mujeres se quedan sentadas en un taburete en un rincón de su vestidor. Apoyan sus pies en una alfombra de cáñamo sobre la cual se tienden cueros de animales salvajes o pieles de tigre.

Tocan la guitarra u otro instrumento y cantan, y toman mate mientras las negras se ocupan de la comida.

El almuerzo se sirve entre las doce y media y la una y consiste en carne de vaca preparada de distintas maneras, pero siempre con mucho pimiento y mucho azafrán. A veces se sirve un guiso de oveja, que llaman carnero. Otras veces hay pescado y, ocasionalmente, algún ave. Hay buenas presas de caza, pero los españoles no son aficionados a este ejercicio que, seguramente, les resulta demasiado fatigoso. El postre está hecho con dulces.

Después del almuerzo, los señores y sus esclavos hacen lo que se llama la siesta, o sea que se desvisten, se acuestan y duermen dos o tres horas. Los obreros, que viven sólo del trabajo de sus manos, también se toman esas horas de descanso. Esta pérdida de una buena parte de la jornada de trabajo es la causa de que se hagan tan pocas cosas y, también, de que la mano de obra sea tan cara. Quizás esa inercia se deba también a que hay abundancia de plata.

No es extraño que sean indolentes. La carne no les cuesta más que el trabajo de matar a un toro, sacarle el cuero y cortarlo en trozos para después preparar la carne. El pan es muy barato. El cuero de toros y vacas sirve para hacer bolsos de todo tipo y para cubrir una parte de sus casas. Esos cueros son tan comunes que, en las calles poco transitadas, en las plazas y en los muros de los jardines se encuentran pedazos dispersos.

A pesar de que cada casa tiene su jardín, hay muy pocos que están cultivados. Solamente vi uno bien mantenido, y seguramente se debía a que el jardinero era inglés. También escasean las verduras. La especie más cultivada es el azafrán o el cártamo, para las sopas y las salsas.

Es común que los españoles tengan una amante. A las que tienen hijos, les dan una cierta legitimidad al reconocer públicamente que son los padres. En ese caso esos hijos heredan casi como hijos legítimos. No hay ninguna vergüenza asociada al hecho de ser bastardo porque la ley autoriza este tipo de nacimientos, al punto de dar al bastardo el título de gentilhombre. Estas leyes parecen más conformes con un sentimiento de humanidad, ya que no castigan a un niño inocente por el crimen de su padre (...).

Como Montevideo no está muy poblada, se alientan las deserciones de las tropas extranjeras. En nuestra estadía perdimos a seis marineros y a un colono destinado a las Islas Malvinas. El gobernador, obedeciendo al pedido del señor de Bougainville, que prometió diez piastras por cada desertor que le trajeran, mandó dragones en su búsqueda, pero no los pudieron encontrar. Pienso que aunque les hubiesen prometido cien piastras, no hubiesen arrestado a ninguno, ya que es el interés de España que se queden muchos hombres en esta región para poblarla.

En Montevideo no se permite vender mercadería a ningún extranjero. Sin embargo, a pesar de las dificultades que hay para desembarcarlas y el peligro que se corre al venderlas, muchos de los oficiales y de la gente de la tripulación que habían traído pacotilla con la esperanza de venderla en la isla de Francia o en las Indias Orientales, a donde habían creído que nos dirigíamos, decidieron venderlas allí. Como nuestro barco fue el primero en llegar después de la declaración de paz, todo se vendió muy bien. Los guardias sólo confiscaron algunos paquetes que habíamos llevado imprudentemente y el señor de Bougainville aprobó con entusiasmo ese rigor, lo que convenció a los españoles de que no autorizaba el contrabando.

Posteriormente, dándoles un poco de dinero a los guardias españoles y al oficial que los comandaba, logramos evitar toda dificultad. Como se suponía que no teníamos dinero español, sólo monedas francesas que no se pueden usar en ese país, el señor de Bougainville pidió y obtuvo el permiso de vender vino, aguardiente, aceite y varias otras mercaderías que tenía en exceso para saldar todas las deudas del barco, y de esa manera la armonía entre los españoles y nosotros duró durante toda nuestra escala en Montevideo.

* Historia de un viaje a las Islas Malvinas. Colección Reservada del Museo del Fin del Mundo. Buenos Aires, Eudeba, 2012.

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