BRASIL. PLAYAS DEL NORDESTE
Crónica de un viaje a Jericoacoara, una playa de ensueño en el cálido nordeste de Brasil. Paseos en buggy entre dunas, manglares y lagunas, además de su famosa “piedra perforada”, para despertar las historias fantásticas de un pueblo fantástico.
Dunas encantadas. Pueblos que desaparecen bajo una montaña de arena y barcos cargueros repletos de harina y arroz que aparecen de la nada. Un puñado de moradores que se casaban entre sí y tenían decenas de hijos. Burros por doquier. Gallinas. Vacas. Pescado a granel. Camarón y pulpo en abundancia. Cincuenta años atrás, o más, cuando nadie en el mundo lo conocía, cuando aún era un ignoto y diminuto pueblo perdido en el estado de Ceará, en el nordeste de Brasil, Jericoacoara podía ser un pueblo más de aquellos que componen el imaginario del realismo mágico latinoamericano.
Hoy día Jerí, como se conoce ahora a esta antigua villa de pescadores, es una de las playas más ponderadas del mundo por las principales guías de viaje. Pero las viejas historias se dejan oír aún en este pueblo donde un sinfín de viajeros hunden sus pies en las calles de arena a paso lento rumbo al mar, donde una centena de bu-ggies deambulan llevando turistas de acá para allá, donde cientos de europeos y argentinos llegaron para cumplir el sueño dorado de la vida en el paraíso.
LA PLAYA DE LOS VIENTOS Jerí, el pueblo de arena, la playa de los vientos, fue “descubierto” por mochileros que comenzaron a llegar al filo de la década del ’70. Se popularizó en Brasil y todo el mundo gracias a una nota que publicó The Wa-shington Post promediando la década del ’90, que incluía a Jericoacoara en un listado de las diez mejores playas del mundo. Y partir de ahí, ya nada fue igual.
“Jerí se hizo famoso por su mezcla de dunas, palmeras, cavernas, las piscinas naturales. Eso atrajo a los primeros mochileros de boca en boca. Y cuando apareció la nota en The Washington Post, se produjo el boom. La prensa brasileña se preguntaba qué playa era aquélla, en el confín de Ceará, que ellos conocen y nosotros no”, cuenta Fabio Nobre, propietario de Aldeia dos Ventos, un parador de playa que se especializa en clases y alquiler de equipos para windsurf y kitesurf. Porque aquí el viento es gran protagonista, y muchos llegan en busca de las mejores condiciones para la práctica de estos deportes acuáticos.
Corría 1986 cuando entonces Fabio, nacido en Rio Grande do Sul pero residente en Fortaleza desde sus 15 años, decidió explorar este sitio, hasta el momento virgen. Y nunca más se fue. “Tenía una camioneta 4x4 off road y era el único que estaba en condiciones de llegar en aquella época, porque no había asfalto aún.”
Hoy en día, si bien hay una ruta pavimentada desde Fortaleza, para acceder a Jericoacoara hay que atravesar sí o sí un buen tramo de arena, ya sea por las dunas que pertenecen a lo que hoy es el Parque Nacional Jericoacoar, o entrando por la playa de Preá, el pueblo vecino, desde Jijoca, la ciudad adonde llegan los ómnibus de larga distancia. Desde ahí se puede abordar la famosa “jardinera”.
“Era un pueblo olvidado, nadie lo conocía. Sólo la gente que cambiaba pescado por harina –recuerda Jose Dorival da Silva, dueño de la primera posada de Jerí, nacido aquí pero criado en Fortaleza–. Había juntado un dinerito, me vine en 1994 y puse una pensioncita. Aquí había sólo mochileros, viajeros que se hospedaban en la casa de los pescadores. Comían, dormían, y cuando se iban les daban una propina y ellos quedaban satisfechos.”
Ricardo Jataí es el dueño de las “jardineras” que hacen el trayecto de arena, uno más de los visionarios que contribuyeron al crecimiento de Jerí. Crecimiento sustentable, armonioso, cuidado. Aquí no hay lugar para calles de asfalto, ni grandes hoteles ni bancos, ni siquiera cajeros automáticos. Aquí hay más de un centenar de posadas rústicas para todos los presupuestos, barcitos y restaurantes con excelente cocina y mucha onda, negocios de artesanías y una playa extensa, preciosa, con aguas cálidas.
Resulta que Jataí trabajaba en la empresa de ómnibus Redençao, que cubría el trayecto Fortaleza-Jijoca. “Hacia 1992 era muy poca la gente que venía, sólo los aventureros, los hippies que enfrentaban cualquier cosa para llegar. Incluso a pie, con los guías.” Y el hombre, entonces, tuvo la gran idea de reformar una camioneta Toyota. La desmontó y le colocó bancos de madera. Hoy son cuatro vehículos que hacen el trayecto y otras dos 4x4. “La bautizaron Orni: Objeto Rodovario no Identificado”, recuerda Jataí, y larga una risotada.
LA DUNA DEL OCASO Llegar a Jericoacoara al atardecer es un gran espectáculo. Un sinfín de turistas y moradores suben la duna que nace al final del pueblo y de-semboca en el mar, la “Duna do por do sol” (en castellano: duna de la puesta del sol). La gente sube como en una procesión poco antes del ocaso. En la cima, un pibe vende cocos en una heladerita de telgopor. Cerca de él otros se ganan la vida vendiendo cerveza, gaseosas y agua en un carrito playero un tanto más sofisticado. Locales y visitantes toman posición de frente al horizonte, al mar, al infinito donde Febo va a sumergirse en instantes. Flashes, mimos, besos, abrazos, sonrisas. Un grupo de brasileños toca la guitarra, mientras unos alemanes saltan duna abajo y un capoeirista corteja a una rubia nórdica.
Por ahí anda Guillermo Gamba, dueño de la posada Naquela, a quien conocí unos minutos antes, cuando entré al hospedaje tras cuatro horas de viaje desde Fortaleza, dejé mis cosas y salí apurado para ver la puesta del sol. “Aprovechá este atardecer, que estaba feo, lloviendo. Viniste con el sol, esperemos que dure unos días más”, dice cerveza en mano este argentino que llegó hace cuatro años para hacerse cargo de la posada que construyó su padre. Mayo es la época de lluvias por aquí, y es por eso que Guille señala mi suerte al llegar con este día espléndido, con este sol furioso que va cayendo. Igual, aquí en el nordeste, aunque llueva, siempre sale el sol y nunca, nunca, hace frío. Cuando esta nota se escribe, la estación lluviosa va concluyendo, y partir de julio las lluvias se van para no volver, por lo menos hasta el año próximo.
Poco después de que el sol cae, la procesión desciende y comienza la rueda de capoeira en la playa, frente al mar. “Vamos a jugar un poco –dice el maestro, y pasa un anuncio–. Si quieren comer bien vayan al restó de Sapao, a Dona Amelia. Si quieren japonés busquen en la Rua do Forró. Y si en algún lado los atienden mal –advierte–, me buscan. Porque ellos van a tener que atenderlos y, ¡miren que no van a pagar nada!” Comienza la música, suena el berimbau, los tambores, y los capoeiristas entran en el círculo de a dos para practicar esta lucha ancestral, un juego de acrobacias. Anochece. La rueda concluye y la playa se vacía. Se encienden las lucen en el pueblo de arena.
PASEO EN BUGGY Los buggies son parte del paisaje de Jerí. Rojos, amarillos, blancos, estos simpáticos automóviles son ideales para andar por las dunas y la arena, “con o sin emoción”, como suelen preguntar los buggeiros. En los alrededores de Jerí existen varias alternativas de paseos: los más requeridos son los que van hasta las lagunas Paraíso y Azul, o bien hasta Tatajuba, uno de los itinerarios más completos. Se parte de mañana y se vuelve luego del almuerzo.
Esta vez salimos a media mañana con Jonathan al volante y Himmer, mi compañero ocasional. Nos sentamos en el respaldo del asiento trasero, nos agarramos fuerte de la barra antivuelco y nos largamos a toda velocidad por la playa. La primera parada es frente a un lago donde se hace un paseo en bote por donde, dicen, se ven caballitos de mar. Nos miramos con Himmer y seguimos de largo. Llegamos entonces a la frontera con Mangue Seco, y atravesamos el río Guriu con el buggy montado en una balsa. Entramos en el manglar seco, un laberinto atravesado por un sendero de arena donde sólo pasa nuestro vehículo, en medio de ese enjambre de árboles que echan sus raíces en la costa de los ríos tropicales. Poco después llegamos a la vieja Tatajuba, un pueblo que fue enterrado bajo la arena hace 40 años. Dona Delmira es testigo de aquellas vivencias y es quien se encarga de contar la historia una y otra vez, a todos quienes lleguen a su lugar, un parador de madera y techo de paja. Allí se puede tomar un coco fresco o comprar alguna artesanía. Y allí está, detrás de una ventana de adobe, Dona Delmira, relatando sus vivencias. “La casa de papá quedaba al lado de la iglesia que fue enterrada. Primero cayó el techo, después las paredes. Yo me bauticé ahí, vivía al lado –dice sin respirar–. Ni las paredes quedaban en pie, el viento trajo arena, las dunas destruyeron las casas. Fue un proceso lento, duró unos quince años. Las casas se caían, pero los moradores se levantaban y sacaban la arena. Pasábamos todo el día así. Cuando almorzábamos caía toda la arena en el plato.” Finalmente hubo que mudar el pueblo. Ahora en Nueva Tatajuba viven unas 1200 personas, y tiene una iglesia que es la réplica de la antigua.
Desde el parador se ve una duna enorme, blanca, hermosa. “Los más viejos dicen que esa duna está encantada –señala Delmira–. Creemos que es así porque llegamos a ver luces en la noche. Mi suegra, que vive al lado, dice que escuchaba y veía gente conversando, pero que cuando llegaba a la duna se paraba todo. Ni rastros de nada. Aún hoy, hay días que hasta escuchamos bandas de forró”, completa Delmira. Dejamos a Dona Delmira y sus historias fantásticas y seguimos rumbo a la duna encantada, cuyo mayor encanto y emoción es tirarse en sandboard y skybunda, o culipatín en criollo. El paseo continúa entre dunas hacia las enormes Dunas del Nihuil, sitio ideal para una gran panorámica. Finalmente nos detenemos a almorzar en la Lagoa da Torta. Allí hay varios chiringuitos que ofrecen pescado y frutos de mar, vendedores ambulantes de queso a la brasa y dulces, y un montón de hamacas para dormir la siesta flotando sobre la laguna. Luego, sólo queda emprender el regreso a Jerí, donde espera un nuevo y mágico atardecer, sus calles de arena y sus noches de samba, bossa nova y forró.
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