CANADA. LA CIUDAD VIEJA DE QUéBEC
Québec, capital de la provincia francófona canadiense, oscila entre las líneas antiguas del Vieux Québec y la modernidad que Norteamérica expresa en la forma de rascacielos. Visita a una ciudad que ya cumplió más de 400 años, forma parte del patrimonio histórico de la Unesco y es la única al norte de México que conservó sus murallas.
Québec tiene más de cuatro siglos de historia –los festejó oficialmente en 2008– y una vocación de capital desde su nacimiento, ya que después de su fundación encabezó la amplia colonia de Nueva Francia en América del Norte y con el correr del tiempo se convirtió en lo que es hoy, la capital de Québec, provincia francófona del inmenso Canadá. El Atlántico que separa a Francia de sus antiguas posesiones norteamericanas fue separando también el idioma de Molière del que hoy se habla en esta ciudad orgullosísima de su identidad, donde tienen sede el Parlamento y gran parte de las instituciones del gobierno quebequense. Para el viajero, a primera vista la sensación es sin duda nueva: por un lado se interna en el barrio antiguo, entre murallas y con detalles que recuerdan a la madre patria francesa (sobre todo a la ciudad portuaria de St. Malo), además de la lengua que habla gran parte de los habitantes (aunque hay enclaves anglófonos también en esta provincia, vaya Leonard Cohen –oriundo de esta región– como testimonio). Pero al mismo tiempo es otro acento y un american way of life muy vinculado con el de sus poderosos vecinos... del sur. El conjunto tiene encanto o, mejor dicho, charme.
VIEUX-QUEBEC Está claro que Québec no es, precisamente, una de las ciudades más cálidas del mundo: no en lo que a temperatura se refiere, considerando que el promedio anual anda por los 4°C y que en enero puede andar tranquilamente por los -15. Y además llueve, y mucho... con nieve incluida. Pero sí es cálida su gente, dispuesta a hacer conocer el encanto de la ciudad levantada a orillas del río San Lorenzo, en torno de una colina donde se levanta el edificio más emblemático y conocido, la “postal” que se asocia con Québec a primera vista: el Chateau Frontenac, que es en realidad un hotel.
El Vieux-Québec es el barrio antiguo, el sitio donde la ciudad fue fundada en el ya lejano 1608 por Samuel de Champlain. A su vez, tiene dos sectores bien marcados: la Haute-Ville, o Ciudad Alta, se eleva sobre el cabo Diamant, que domina el río San Lorenzo y era por lo tanto una posición estratégica en el siglo XVII. Aquí están las numerosas iglesias y los monasterios que certifican la tradición católica de la población francófona quebequense, junto a los edificios de la vida pública y el famoso Chateau Frontenac. Y la franja de tierras bajas al borde del río es la Ciudad Baja, que históricamente fue habitada por el pueblo común, el grueso de los comerciantes y artesanos de los primeros siglos posteriores a la fundación. La curiosidad es que la parte alta del barrio antiguo de Québec conserva sus murallas, con sus respectivas puertas y bastiones, algo inédito en América del Norte: a pesar de los embates “modernistas” de fines del siglo XIX, que querían derribarlas para permitir la expansión urbana, prevaleció la decisión de conservarlas y así la ciudad adquirió un carácter único, consagrada por la Unesco como Patrimonio de la Humanidad en los años ’80. Hoy sus callecitas –que vale la pena recorrer en carruaje, para saborear mejor el ritmo de antaño– tienen el encanto de la arquitectura, tan diversa como histórica: unos pocos edificios quedan del siglo XVII, en tanto varios son del siglo XVIII y del XIX. Un estilo británico por allá, un toque francés por allá –sobre todo oriundo de las regiones occidentales francesas de Bretaña y Aquitania– y la coctelera de la historia devolverá el eclecticismo de este paseo al borde de edificios de piedra con vistosos carteles metálicos... un poco como en el norte de Europa, que también sabe cómo contrarrestar en el diseño urbano el clima frío y los días oscuros. También por eso los quebequenses animan el verano, que es sin duda la época recomendable para el turismo, con desfiles y festivales.
CHATEAU FRONTENAC Se llama castillo, pero en realidad es un hotel, el más famoso de Québec y probablemente uno de los más famosos de América del Norte. Se levanta en la Ciudad Alta, sobre el cabo Diamant y con vista al río San Lorenzo. El nombre es un homenaje a Louis de Buade, conde de Frontenac, que gobernó la colonia de Nueva Francia a fines del siglo XVII: sin embargo, el hotel en cuestión se levantó dos siglos más tarde, cuando la ciudad quiso contar con un gran establecimiento y le encargó el proyecto –luego realizado por el arquitecto Bruce Price– a Eugene-Etienne Taché. En la base de todo estaban los ferrocarriles canadienses, que promovían la construcción de “hoteles castillo” justamente para hacer populares los viajes en tren: el Chateau Frontenac fue el primero, y está orgulloso de ser considerado como uno de los hoteles más fotografiados del mundo.
En la capital de la provincia francófona, el lugar elegido para construirlo tenía un significado clave: está muy cerca del sitio fundacional de la ciudadela de Québec, junto a la terraza Dufferin. La terraza, un punto panorámico situado unos 600 metros sobre el San Lorenzo, es uno de los lugares privilegiados de la ciudad: la vista desde su gran pasarela de madera, jalonada de atracciones, bancos y miradores, se extiende sobre toda la zona sur y los alrededores, incluyendo el espléndido Chateau Frontenac, que por las noches se ilumina mágicamente y recuerda –tal como fue la intención de su arquitecto– el perfil de los castillos franceses. No es casualidad que la impresión más duradera de los visitantes en el Viejo Québec sea la de haber visitado “la Europa de Norteamérica”. Como es de imaginar, el hotel pertenece hoy a una cadena de resorts de lujo, pero sin alojarse es posible conocerlo también a través de las visitas guiadas que se organizan periódicamente. Para verlo, uno de los mejores lugares es en Lévis, un suburbio situado del otro lado del río, y la Ciudadela de Québec.
LA CIUDADELA Al sur del hotel, vinculada a través de la terraza Dufferin, se levanta la Ciudadela de Québec, otro de los lugares de visita obligada al conocer la ciudad. De pasado militar y defensivo, con reputación de inexpugnable, durante la Segunda Guerra Mundial fue la sede de dos reuniones de los jefes de Estado aliados: allí se tomó en 1943 una famosa foto de Franklin D. Roosevelt, Winston Churchill y William Mackenzie King (premier canadiense, el más duradero de la historia del Commonwealth) que suele ilustrar los libros de historia del conflicto. Todavía hoy la Ciudadela es sede de un regimiento y una de las residencias oficiales del gobernador general de Canadá (la principal está en Ottawa). En el interior funciona un museo sobre historia militar, que reconstruye batallas históricas y una vieja prisión.
Claro que la Québec antigua tiene lugares menos austeros: como la bonita Nôtre-Dame-des-Victoires, una iglesita de piedra del siglo XVIII situada en la Place Royal en la Ciudad Baja, varias casas históricas, un buen puñado de iglesias y conventos como el de las Ursulinas y los Agustinos y, sobre todo, muchas callecitas comerciales donde dejarse ir y pasear tranquilamente entre la tentación de un negocio y otro. Si es verano, hay que aprovechar también las horas más cálidas para pasear por los numerosos parques; y si es invierno, la capital francófona canadiense tiene también mucha diversión puertas adentro en museos (como el de la Civilización y el Naval) y centros comerciales (además, a unos 250 kilómetros están Montreal y su famosísima ciudad subterránea, una larguísima red de túneles que conforman una auténtica urbe bajo tierra para escapar del clima extremo que predomina entre diciembre y marzo). También comercial, pero distinto, es el popular Marché du Vieux-Port, donde no hay estación del año que no esté representada en toda clase de productos. Este es un buen lugar para ir a comer informalmente, probar algunas especialidades locales y, por supuesto, comprar jarabe de arce, que es algo así como la versión canadiense del dulce de leche (empalagoso pero irreemplazable para los nativos a la hora de acompañar un buen panqueque). Finalmente, desde la pequeña rue du Petit-Champlain, al pie del cabo Diamant, se puede subir hacia la parte alta sin esfuerzo alguno, tomando el funicular panorámico que ofrece una preciosa vista sobre todos los alrededores y las partes altas y bajas de la Ciudad Vieja.
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