Domingo, 21 de julio de 2013 | Hoy
CANADá TORONTO, LA COSMOPOLITA
Crónica de un viaje a Toronto, la más cosmopolita y vanguardista de las ciudades canadienses, donde florecen el diseño, la modernidad, la bohemia y la vida sustentable. Una vuelta por sus barrios, el ascenso a la vertiginosa CN Tower, paseos en barco y la visita a un novedoso ecoemprendimiento.
Por Guido Piotrkowski
Fotos de Guido Piotrkowski
Kristina es lituana y Ettore, italiano. Michael nació en Toronto, pero su padre es polaco y su madre panameña. Marina es argentina y Cinthya peruana. Leonard es sudafricano y Moto japonés. Kamal es de Bangladesh y Tariq, de Pakistán. Nazaret es de Etiopía, Alex de Taiwan y Gaille es belga. Y así podríamos continuar con buena parte de los seis millones de habitantes de Toronto, cosmopolita por antonomasia, una pequeña muestra del mosaico global contenido en esta preciosa ciudad a orillas del lago Ontario.
“Si existe en algún lugar del mundo, está aquí en Toronto”, asegura a modo de eslogan Andrew Weir, vicepresidente de Comunicaciones de Tourism Toronto, cuando se refiere a la cantidad de lenguas que se pueden oír por aquí. Un dato que ilustra sus dichos: el boletín oficial de la ciudad se publica en veinte idiomas diferentes.
La metrópoli se erige como un emblema de la modernidad y pujanza canadienses, plasmada en las moles de vidrio del centro financiero y, sobre todo, en la emblemática CN Tower, una torre de diseño futurista que fue la más alta del mundo –durante 35 años– hasta 2010.
Pero Toronto, al mismo tiempo, parece esquivarle al frágil futurismo de cristal y conserva su antigua arquitectura, palpable en sus barrios, con sus casas de dos plantas y ladrillo a la vista. A través de estos distritos, caminándolos sin rumbo fijo y a paso lento, el viajero puede adentrarse en el corazón de la ciudad, conocer sus secretos, usos y costumbres; su gente y sus códigos. Su alma.
Están aquellos que crecieron con las diferentes corrientes migratorias, como Greektown, Coreatown, Chinatown, Little India, Little Portugal, Little Italy y hasta un Little Poland. Dicen que en Toronto se puede viajar por el mundo a través de la gastronomía. Y no hay nada más cierto, si hasta comida etíope se consigue por aquí, una rareza en cualquier parte del mundo.
Pero además de los barrios de cada una de las colectividades, hay una serie de vecindarios emergentes que marcan tendencia, donde Toronto se revela como una ciudad de vanguardia.
RECORRIENDO TORONTO Bares y restaurantes, tiendas de diseño, galerías de arte, hoteles boutique, mercados: todas las piezas encajan perfectamente en el amplio menú de opciones de los principales distritos. Kensington, The Junction, Yorkville, West Queen y West Queen West alguna vez fueron sitios alejados del Downtown, esquinas frecuentadas por la bohemia, por los artistas que buscan los sitios más económicos para vivir y montar sus talleres. Y fue entonces, gracias al movimiento artístico, que esos rincones comenzaron a expandirse, a tomar color, a transformarse.
Comencemos entonces por el más alejado: The Junction, que era en los viejos tiempos un distrito independiente donde regía la prohibición de beber alcohol debido a las continuas riñas en que se trenzaban sus antiguos habitantes, trabajadores de los ferrocarriles y granjeros. Anexado a la ciudad a principios del siglo pasado, fue uno de los últimos reductos en emerger, sobre todo luego de que en el año 2000 se derogara la ley seca, hecho que abrió la veta para que llegaran nuevos restaurantes y negocios diversos.
Indi Ale House es una cervecería artesanal, y resulta una buena opción para arrancar la recorrida con una degustación de las variedades de cerveza Ale, de alta fermentación y sabor amargo. “The Junction fue muy industrial a principios de siglo. Luego hubo muchos corrales y mataderos de cerdos, muy populares en Toronto, que hasta debe uno de sus sobrenombres, “Hogtown” (ciudad de cerdos), a esos negocios que exportaban chanchos a Inglaterra”, explica –cerveza mediante– Kristina Skindelyte, quien llegó de Lituania hace algunos años y trabaja para el de-sarrollo comercial de este distrito.
Aquí se hornea la pizza más antigua y, según la opinión generalizada, también la mejor de Toronto: Vesubio Pizzería & Spaghetti House. Ettore Pugliese, su dueño, llegó de Calabria en los años ’50, y fundó esta pizzería en 1957. “Me gusta lo que veo. Un montón de gente joven mudándose, comprando casas, abriendo negocios. Junction creció mucho en los últimos cinco años”, afirma este hombre que por aquí ha visto prácticamente todo.
Volviendo a las inmediaciones del Downtown, en la intersección de Spadina y Dundas St. West –dos de las arterias principales– se encuentra Chinatown, con sus coloridos mercados de frutos exóticos y sus siempre atractivas tiendas de baratijas orientales y ropa de oferta. Ahí nomás, doblando en Andrew, Baldwin o Nassau St., se adentra uno en el planeta Kensington, el antiguo barrio judío, donde hoy se respira una atmósfera pueblerina y hippie. Callejones con graffiti, tiendas vintage, de ropa usada y de diseño; un negocio de productos cannábicos (aquí la legislación permite su uso medicinal), un mercado de frutas y restaurantes étnicos que hasta incluyen una extraña fusión: un thai-húngaro. En una colorida esquina está Romeo’s, un pequeño local donde venden deliciosos jugos naturales, buen punto para hacer un alto, ver gente pasar y entablar una charla con un desconocido.
Hacia el norte, derecho por Spadina se llega a Bloor St., y de ahí hacia el este, a unas pocas cuadras se encuentra Yorkville, el barrio más caro de Toronto. Todas las marcas y diseñadores están aquí. También la antigua y pintoresca biblioteca y el cuartel de bomberos, en contraste con el moderno hotel Four Seasons, que se erige como una mole espejada a su lado.
Bajando hacia el Downtown, unas veinte cuadras por Yonge St., se llega a Queen St., un verdadero desfile de moda: todos los looks de Toronto se pueden ver a lo largo de esta avenida “dividida” en dos distritos bien fashion: West Queen y el más novedoso West Queen West, el “distrito de artes y modas oficial” de la ciudad, bautizado así por la gran cantidad de galerías y locales de diseño independiente. Por aquí no hay que dejar de visitar –y de ser posible hospedarse– en el Hotel Gladstone, el más antiguo de Toronto, reciclado y con habitaciones temáticas diseñadas por artistas, y el Drake Hotel, otro alojamiento boutique con una galería de arte permanente y ecléctica. Ambos, además, forman parte del circuito nocturno frecuentado por artistas.
Sobre la misma avenida Queen está El Almacén, un “Yerba mate café”, según definición de su dueño, el argentino Silvio Rodríguez, que lleva treinta años por aquí. Silvio llegó de chico con sus padres y abuelos, pero no por eso se olvidó de sus raíces. “Mi abuelo me cuidaba de chiquito, y yo lo acompañaba a trabajar en los restaurantes. Ahí aprendí a instalar cocinas, que es lo que hice durante un tiempo. El me preguntó: ‘¿Qué te gusta hacer?’. Tomar mate y hablar con la gente, le respondí. ‘Y bueno, hacelo’, me dijo.”
PLAZAS, RAMBLAS Y PLAYAS Nathan Philps Square es el lugar donde se conjugan pasado, presente y futuro. A su alrededor se erigen, uno al lado del otro, el nuevo y el viejo Parlamento, un contrapunto arquitectónico: dos semicírculos de vidrio frente a una torre inglesa. En el centro hay una fuente de arcadas y aguas danzantes que hacen de este sitio una de las postales de la ciudad. Allí están Phil y Ken, dos tipos que parecen sacados de una road movie de los ’70. Pelo largo y entrecano, barbas tupidas, una moto rutera estacionada junto al amplificador que despide un rock and roll crudo y rabioso, acordes que remiten al sonido de Led Zeppelin o Deep Purple. Phil y Ken improvisan ajenos al movimiento a su alrededor, a las tres monedas que llevan recaudadas, porque el dinero no parece ser su motor: ellos están ahí por puro placer. “Donde encontramos un lugar, tocamos”, dice Ken, mientras Phil continúa ausente de este mundo, compenetrado en su música.
Y por allí también hay unas chicas disfrazadas. Una lleva una capa con la bandera canadiense y un antifaz rojo con la hoja del arce, el árbol característico de Canadá, la hoja que ocupa el centro de la bandera nacional. Su amiga lleva un traje de Robin versión femenina, y la tercera en cuestión, una camiseta de Flash y un antifaz del mismo superhéroe. Una de ellas se gradúa y ésta es su particular forma de festejar, dice la chica Canadá.
George y Pamela, inmigrantes jamaiquinos, están sentados frente a la fuente, disfrutando de su día libre. Piden un retrato juntos y cuentan que tienen una historia de amor “muy especial”, pero demasiado larga. Sólo revelan que Pamela vino primero y que George viajó un par de años después tras sus pasos, en busca de nuevos horizontes. Y allí alrededor también están los puestos de comida callejera, panchos, helados, gaseosas, lo más prolijos, ordenados y limpios que este cronista haya visto en cualquier ciudad.
Desde ahí al Harbourfront, la rambla a orillas del lago Ontario, hay unas diez cuadras. Un buen tramo para ir andando, sobre todo en estos días veraniegos. Pero aquellos que quieran guardar sus energías pueden tomar el subte y conocer el Path, una especie de ciudad subterránea, un laberinto con comercios de todo tipo, farmacias, supermercados, cafés, restaurantes, librerías, tiendas de licores y todo lo que se necesita para sobrevivir sin tener que salir a la superficie, sobre todo durante el largo y crudo invierno torontés.
En el Harbourfront hay varias embarcaciones que hacen paseos por el lago y cruzan a las islas, un buen plan para aprovechar el sol del verano boreal. En las islas hay playas, parques y hasta un balneario nudista. El City Passport es una cuponera que ofrece descuentos de hasta el 40 por ciento en algunas de las mejores atracciones de la ciudad, entre las que está incluida un paseo en catamarán por el Ontario. Y hacia allí vamos, en busca de una vista que brinde una perspectiva diferente. Sara, la guía del catamarán, es una rubia muy simpática, canadiense de pura cepa. Habla demasiado rápido, apenas se le entiende. Igual resulta divertida, y cada tanto mete un chiste que algunos interpretamos, y aunque parece guionado, nos arranca una sonrisa. La navegación dura una hora y aquellos que así lo desean pueden bajar en la única parada que hace en una de las islas, pasar el resto del día por allí y volver en otro catamarán o en el ferry.
SIEMPRE FUERA En las afueras de la ciudad, en medio del ravine system –un ecosistema que es como un pequeño valle típico de Ontario– y en el espacio reciclado que alguna vez fuera una vieja fabrica de ladrillos, funciona Evergreen Brick Works, una usina de proyectos sustentables, con programas enfocados en la ecología urbana y alternativas de alimentación saludables. Una comunidad ambiental que inspira a sus visitantes a vivir, trabajar y jugar sustentablemente. “Se trata de un proyecto para lograr que las ciudades sean más verdes”, explica Marina Queirolo, una argentina que trabaja en el programa de alimentos. “Mi misión es educar a la comunidad en las alternativas de alimentación. Aquí no hay cultura de la comida, el canadiense no se sienta a comer en familia alrededor de la mesa. Yo genero programas que promueven eso. Hablamos sobre agricultura urbana: cómo hacer crecer tu propia comida en contenedores en tu jardín”, completa Marina, quien emigró hace once años y hace más de cuatro que trabaja en Evergreen, una ONG que comenzó hace veinte años plantando árboles en parques y plantas nativas en colegios.
Hoy este sitio funciona también como una excelente alternativa de paseo en medio de la naturaleza y muy cerca del centro urbano. Un buen programa resulta ir un sábado a la mañana, día en que funciona el mercado de comida orgánica donde los granjeros de la región traen su producción. Se puede almorzar en el café Belong, y más tarde alquilar una bicicleta o simplemente caminar por los alrededores. Para los más chicos hay un parque donde pueden jugar con objetos propios de la naturaleza y ver algunos de los animalitos que pululan por doquier: ciervos, conejos, liebres, ardillas y mapaches. “Nuestra visión es lo opuesto a minimizar los riesgos. Tiene que haber sombra, agua, fuego. No juegos de plástico para que no se lastimen. Queremos que entiendan el concepto de juego, si están en un lugar donde todo está manejado por un adulto, pierden el concepto de riesgo”, explica Marina.
EN LAS ALTURAS La CN Tower es la atracción turística por excelencia, y no se puede dejar la ciudad sin alcanzar su cima. Omnipresente, esta torre de aspecto futurista se distingue desde todos los rincones y funciona como un faro para el viajero perdido. Su construcción comenzó en 1973 y fue abierta al público en 1976. Concebida originalmente como una torre de transmisión, fue la más alta del mundo entre 1975 y 2010 (553,33 metros de altura), hoy superada por el Burj Khalifa de Dubai (el edificio más alto del mundo con 828 metros), el Tokyo Sky Tree (la torre más alta del mundo con 634 metros) y la Torre de Televisión de Cantón (600 metros). En 1995 fue calificada como una de las siete maravillas del mundo moderno por la Sociedad Americana de Ingenieros Civiles.
Cincuenta y ocho segundos en un ascensor vidriado transportan al visitante hasta el Look Out Point y el restaurante giratorio Horizons, ubicado a 346 metros. Abajo están el Look out Floor, un piso de vidrio que da la sensación de estar flotando sobre el vacío, y la terraza panorámica. Pero eso no es todo: por un suplemento de doce dólares se puede llegar más alto, al Skypod, ubicado a 447 metros de altura en el anillo más pequeño de la torre. Es la mejor vista de Toronto. Y, si el viajero es audaz y no tiene vértigo, hay que atreverse al Edgewalk, una caminata con arneses al filo del precipicio, donde se percibe la verdadera magnitud de esta metrópoli, la ciudad de los mil países.
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