CóRDOBA. PASEO POR LAS SIERRAS DE YUPANQUI
El Cerro Colorado lleva la impronta del gran Atahualpa Yupanqui. Una visita al lugar que lo recuerda, repleto de rincones que hablan del pago y de los antiguos pobladores que el músico mencionaba en sus letras, pero también de nuevos emprendimientos que conectan al hombre con la tierra.
› Por Pablo Donadio
Fotos de Pablo Donadio
”Chacarera de las piedras, criollita como ninguna. No te metas en los montes, si no ha salido la luna. Caminiaga, Santa Elena, El Churqui y Rayo Cortado... no hay pago como mi pago, ¡viva el Cerro Colorado!”
“Chacarera de las piedras”,Atahualpa Yupanqui.
El silencio viaja por las inmensas piedras rojas del Cerro Colorado. Esos enormes mogotes que enamoraron a Yupanqui dicen lo suyo también al callar, y sobre su piel de roca aún encienden símbolos e historias de las poblaciones que mucho antes habitaron estos pagos. Sobre sus callecitas de tierra colorada se oye apenas el andar de alguna bicicleta, algún sonido de pájaros y más cerca de la sierra colorada un leve murmullo del río, origen del verde que lo cubre a lo largo de los kilómetros que integran su Parque Arqueológico. Bajo esa calma se aquerenció el alma profunda del cantor de Pergamino, que hizo del cerro su hogar, dejando un legado inolvidable que hoy se replica de múltiples formas culturales, desde encuentros musicales y artísticos que se desarrollan en su casa-museo hasta a las juntadas en campings y talleres permanentes.
CON LA NATURALEZA Hay que tomar la RN9 y sortear los 160 kilómetros que separan a la capital cordobesa del departamento de Río Seco, casi en el límite con Santiago del Estero. Allí, junto al extremo de las sierras de la provincia y sus 3000 hectáreas, hay un pueblo amable con la tierra, donde se nota que las callecitas han sido adaptadas a los caprichos del lugar. Siempre se sube y se baja, se sortean árboles, lagunitas y casas que van apareciendo tímidamente entre lo salvaje. Avanzando hacia el cerro mayor, se cruza el cauce de uno de los arroyitos que alimentan al río de los Tartagos, principal fuente de vida del lugar.
“La primera vez que visité Cerro Colorado fue en enero de 2012. Vine en carpa con mis hijas, y fueron 10 días maravillosos, de río y pileta, de descanso a la sombra en la siesta y noches festivaleras en La Algarrobeada, el festival de folklore cerreño con noches de vigilia y conmemoración del natalicio de Don Ata. A eso sumamos algunas caminatas y visitas a los aleros de pictografías, porque el lugar tiene tanta energía que te atrapa”, cuenta Marisol Franz, psicóloga cordobesa. “Acá todo se relaciona con la naturaleza, y ni hablar de las pictografías que conocimos con Tete, una de las guías locales. Esos mensajes sintonizan con el alma, y hablan más allá de las interpretaciones que uno les dé. Son lugares sagrados que cargan un legado, como una biblioteca de piedra, aunque lamentablemente no tan bien cuidado”, afirma Franz. Tal fue su conexión con el pago, que pronto decidió sumar su granito de arena a la movida cultural. “Desde hacía rato buscaba un lugar y una forma de conectar la naturaleza con el trabajo que realizo en el consultorio, como terapeuta familiar, sintiendo que con los pies en la tierra, el ruidito del río, la brisa en la cara y el cielo arriba, la tarea terapéutica se facilita y se profundiza. Durante un tiempo fui cada 15 días, en los que armé el formato de los encuentros de mujeres La Curiosa, hasta que arrancamos. Ahora tenemos talleres periódicos, como el del próximo 10 y 11 de agosto.”
Producto de la erosión de viento y agua, aquí y en las cercanías se han formado aleros y cavernas que, además de ser ideales para pasear, permiten conocer toda la sierra y las 130 salientes con más de 33.000 pictografías. Allí hay escenas increíbles como las del encuentro entre los españoles y los pobladores locales; representaciones de indios con arcos y flechas, y de españoles conquistadores con caballos; dibujos geométricos y animales emblemáticos como llamas, cóndores y jaguares pintados con blancos, negros y rojos, formando un Parque Arqueológico declarado Monumento Histórico Nacional hace ya 50 años. Algunas de estas imágenes, pese al descuido mencionado y al notable cambio climático, aún están en buenas condiciones, sobre todo teniendo en cuenta sus 8000 años de antigüedad. Sectores con bosque chaqueño serrano, donde se erigen orgullosos mistoles, talas, cocos, molles y piquillines visten los paisajes, dando un panorama campero exquisito que fue ocupado hace unos diez mil años por la cultura ayampitín, ancestros de los sanavirones y comechingones.
MEMORIAS “Yo no canto al tirano ni por orden del patrón. El pillo y el trapalón que se arreglen por su lado, con payadores comprados y cantores de salón. Por la fuerza de mi canto conozco celda y penal... /... se puede matar a un hombre, pueden su rostro manchar, su guitarra chamuscar... pero el ideal de la vida es leñita prendida, que nadie ha de apagar”, dijo entre tantas cosas el zurdo de Pergamino, con la coherencia que lo marcó desde siempre. De esos mensajes de su alma profunda está imbuida su casa-museo. Allí entramos serenamente, intentando observar como él algo de su tiempo, de las cosas que motivaron y emocionaron su poesía revolucionaria para la época y sobre un género muy conservador.
Llamado Atahualpa Yupanqui (en quechua “hombre que llega de lejos para decir algo”) por propia elección, Héctor Roberto Chavero Aramburo fue desde entonces la inspiración de paisanos y arrieros con los que se cruzó en los caminos, pero también de otros grandes de nuestro cancionero, como Mercedes Sosa. Su voz aún es referencia para el folklore más joven. Yupanqui se nutrió de sus muchos viajes por el país como peón y cantor, y fue acaso una correa de transmisión para retratar esos sentires y vivencias de la gente de campo más humilde. Sin embargo, después de andar y andar, su corazón trashumante encontró su lugar en el norte cordobés. Allí un cerro lo arropó, y desde allí compuso infinidad de canciones testimoniales que son parte de la memoria de nuestra cultura popular. Su museo es una muestra de aquel legado, materializado en letras manuscritas, en su guitarra encordada para zurdo, en las mantas que acompañaban sus travesías, en su bastón y sus pantuflas de ya anciano. Premios, partituras, libros, fotos y millones de sensaciones pueblan las otras habitaciones.
Para llegar hasta el lugar hay que recorrer indefectiblemente el interior del pueblo, la iglesia local ya remodelada, y varios complejos de cabañas con camping, como el de Don Hugo Argañaraz, hombre generoso y emotivo que compartió con este cronista sus vivencias, fotos, postales y anécdotas para evocar su amistad con Yupanqui. Doña Rita, su esposa, y Gerardo, su hijo, integran el equipo de la hostería y cabañas, y han sido anfitriones también de Franz en su primera incursión por el pago. A su camping, sobre todo en verano, llegan grupos de jóvenes que de inmediato encienden furiosas guitarreadas, algo común aquí. Pero quien sabe escuchar, puede encontrarse con recuerdos mucho más valiosos. “Don Ata llegó a mi casa apenas nací, con un amigo de mi padre. Se quedó siete años y, luego de mucho andar, recaló definitivamente aquí, en busca de la libertad del alma. Cuando estaba en Europa nos enviaba cartas bellísimas, como una que decía así: ‘Soy considerado en mi tarea artística: nunca me faltan conciertos. Pero la patria galopa en las venas, y uno vive atajándose las ganas de largarse camino a su tierra. A veces, de puro evocador, recuerdo la parra, el patio de tu casa, la cara siempre amable de tu padre, que fue mi amigo. Tuve un período de sombra y pobreza, y empecé a comprender quiénes eran mis amigos. Siempre ocurre así, cuando se ladean las cargas, los hombres aprenden a entender las asperezas del camino’”, relata de memoria Don Hugo, uno de los habitantes del cerro que más relación estableció con el cantor.
“Yendo y viniendo conocí también a Roberto Chavero (hijo de Don Ata) y a su esposa Norma. Con ellos charlé de mis ideas de encuentros de mujeres, me alentaron y me proporcionaron material bibliográfico de la fundación. Allí descubrí una mirada particular sobre lo femenino en relatos de Yupanqui, que incluí en los talleres y que culminan con una visita al Museo Casa Atahualpa Yupanqui, a cargo de Emiliano Chavero, nieto del cantor”, agrega Franz. De pasada, antes de llegar al museo, se puede pasar por el taller de Marcelo, un plástico y ceramista que resignifica el arte del hombre en este paisaje. Pronto llega la casa de Yupanqui, junto al río, cubierta de sauces, algarrobos y chañares que dan un clima de estancia. Hacia el fondo, a los pies de un viejo algarrobo y bajo una humilde pirca de piedra, yacen sus restos. Allí, se evoca su testimonio final: “Celebro mi destino de sentir como siento, de vivir como vivo, de morir como muero. Y porque lo celebro, y soy al fin la nada de la sombra de un verso, os digo: muchas gracias”.
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