Domingo, 28 de julio de 2013 | Hoy
NEUQUéN. PAISAJES DEL CERRO BAYO
Un viaje invernal al mundo blanco de Villa La Angostura, una aldea de montaña que en estos días amaneció con las casas cubiertas de nieve y las chimeneas despidiendo humo. Caminatas con raquetas y esquí en las laderas del Cerro Bayo, frente a un “mar de nubes”.
Por Julián Varsavsky
Fotos de Julian Varsavsky
La aerosilla del Cerro Bayo entra en una densa nube y no veo nada de nada. Todo es blancura absoluta, hasta que al final aparece una ventana azul por donde pasa justo la aerosilla. Entonces el panorama se abre, dejando ver de repente el firmamento completo, sin una sola nube desde el Oriente al Poniente. Y debe ser porque están todas abajo, comprimidas en un colchón nuboso que parece la imagen invertida del cielo cubriendo un valle. El paisaje desconcierta porque desde la cima del cerro las nubes se ven debajo de nosotros, formando una continuidad visual con el manto de nieve que cubre las montañas desde el pie hasta la cima con su lisura perfecta.
El pico de los cerros Dormilón y Tres Hermanas y la cima del volcán Puyehue perforan el colchón de nieve sobresaliendo solitarios en la lejanía, justo donde el paisaje se divide en dos mitades: una blanca abajo y otra azul arriba. El empleado que recibe a los esquiadores al final de la aerosilla explica que eso es un “plafón”, una masa de nubes muy bajas que se forma cada tanto sobre ese sector del lago Nahuel Huapi. Esto ocurre cuando se da una “inversión térmica”, con el sol calentando primero las alturas de las montañas y después el lago, en determinadas condiciones atmosféricas. A media tarde el plafón se disipa con el calor, mientras los esquiadores se lanzan por las laderas, como zambulléndose en ese mar de nubes. Pienso que todas esas personas suben casi hasta la cima del Cerro Bayo exclusivamente para esquiar; yo, en cambio, cruzaría el país entero solamente para sumergirme cinco minutos al menos en este sueño blanco, y “sobrevolar” con una mirada cenital el aura surrealista de ese cielo que bulle debajo de otro cielo.
NIEVE EN EL PUEBLO El pasado 20 de julio las casas, montañas y ramas de los árboles de Villa La Angostura amanecieron cubiertos por una capa de nieve espesa, que al derretirse formaba pequeños ríos callejeros. La brisa movía los árboles y unos copos suaves y alegres caían sobre la cabeza de los transeúntes. Las guerras de nieve, los muñecos y los resbalones estuvieron a la orden del día; los cables de luz eran una línea blanca y la playita junto al lago también amaneció blanca. Al asomarse los primeros rayos de sol sobre la montaña, la ciudad entera comenzó a refulgir con un chisporroteo de brillos blanquecinos que subrayaban los contornos nevados de los techos a dos aguas de las casas de madera.
El cambio más impactante que produce una nevada no se da en la ciudad sino en las montañas, donde el paisaje adquiere la magia sugestiva del blanco y negro. Por las rutas hay que avanzar despacio, incluso con cadenas en las ruedas, pero el panorama es uno de los más espléndidos de la Patagonia. Tras la tormenta el cielo se abre a pleno, cuando todos pensaban ya que iba a llover tanto como aquella vez en Macondo. Los valles montañosos encandilan con su blanco radiante desde los cuatro puntos cardinales. Y al recorrer los alrededores se ve un paisaje de riguroso blanco que nace en el borde mismo de la banquina, avanza por las planicies y escala las montañas. Es un virginal mundo de punta en blanco, con la belleza perfecta pero fugaz de los paraísos terrenales.
SER O NO SER CIUDAD La mayoría de los habitantes de Villa La Angostura viven del turismo y tienen claro que, en muchos casos, más es menos. Una tradicional ecuación económica dice que hay que crecer para mejorar, pero aquí parece tener consenso la teoría opuesta: el objetivo es no ser como Bariloche. Es decir, mantener al ambiente pueblerino de una aldea de montaña. Y para ello se aprobó una reglamentación que prohíbe los viajes de egresados. Por eso siempre reina una paz absoluta en esta silenciosa aldea que no tiene discotecas ni shopping centers o aglomeraciones. Sí se ven niños y adolescentes, pero siempre acompañados por sus padres en plan familiar, esencialmente para esquiar en el centro de esquí Cerro Bayo.
Una caminata de una hora con raquetas por el bosque nevado es una de las alternativas de Cerro Bayo para quienes no esquían. El esquí es un deporte que requiere de cierto aprendizaje y un mínimo estado físico, mientras que un paseo con raquetas es casi tan simple como caminar por la calle.
El sistema de las raquetas de nieve fue ideado por los esquimales para caminar por lugares donde, si pisaban con un calzado común, se hundían hasta la cintura o incluso más. Las originales eran de madera, pero ahora las deportivas son de una aleación de plástico con aluminio y pesan 300 gramos cada una. Resbalarse es imposible, así que luego de una explicación de cinco minutos nos lanzamos a caminar.
Arrancamos la caminata desde la cabaña donde se guardan las raquetas y rápidamente estamos pisando las nieves vírgenes de la nevada de la noche anterior. Hace frío, pero el bosque de lenga da protección contra el viento. Nuestra guía va al frente y el objetivo final es un mirador natural donde se ve parte de la isla Victoria y la península de Quetrihué con su famoso Bosque de Arrayanes. Allí tomamos un licor Baileys con trozos de chocolate artesanal sentados en la nieve.
La principal novedad del centro de esquí este año fue la inauguración de una telecabina que llega hasta el punto más alto del Cerro Bayo, a 1805 msnm. Esto amplía mucho la superficie esquiable, llevándola de 280 hectáreas a 460, con nuevas pistas de dificultad azul y roja, más un fuera de pista de alta complejidad. Y al poder esquiar más alto, se alarga la temporada, ya que a esas alturas nieva más.
VIAJE AL CENTRO DE LA TIERRA Mientras almuerzo en el restaurante de la cota 1500 del centro de esquí, converso con un vecino de mesa. Es Diego Fasel, un experimentado rider de snowboard, quien el año pasado integró un equipo de deportistas locales que exorcizó –a su manera– el fantasma de la lluvia de cenizas que hace dos años acechó a su ciudad: se lanzaron con tablas de snowboard al centro mismo del cráter de sus pesadillas. Y como resultado filmaron el documental Surf The Crater con el que, en lugar de mirar para otro lado buscando el olvido, indagaron en la fuente de la desgracia haciendo las paces con ella.
“El 4 de julio de 2011 a las tres de la tarde se vino la noche en Villa La Angostura. El volcán Puyehue entró en erupción y a las 24 horas ya teníamos 50 centímetros de ceniza en cada rincón de la ciudad. De repente nos quedamos sin luz, gas, agua y sol. En las casas comenzamos a pasar frío, teníamos que ir a buscar el agua a las cisternas y los arroyos se contaminaron. Fue como si hubiese llegado el Apocalipsis”, rememora Diego Fasel desde la terraza del restaurante. Habla con la tranquilidad pasmosa de quien ya aventó los fantasmas de esa nube negra que acechó a su ciudad. “Estábamos como enojados con el volcán y una vez terminado el durísimo trabajo de remover a pala y camión la ceniza, Ezequiel “Queque” Parodi me dijo: ‘Si yo me tiro allí donde explotó el volcán, cerraré una etapa de mi vida’”, sigue explicando Fasel, quien se sumó al proyecto de la expedición no sólo como rider de snowboard sino también como camarógrafo aéreo, con el objetivo de documentar y socializar la experiencia. La idea es que el documental sirva para exorcizar fantasmas colectivos en una población golpeada por el inesperado giro de la historia.
El documental lo dirigió Juan Stadler, quien el 22 de septiembre de 2012 partió desde Villa La Angostura como parte de un equipo de ocho personas rumbo al Parque Nacional Puyehue en Chile. Allí los esperaban ocho caballos para ascender hasta un refugio de madera en la ladera del volcán donde pasaron la noche. A la mañana siguiente subieron utilizando raquetas de nieve y tablas de esquí de fondo hasta la cumbre –a 2240 msnm– en el borde del cráter. Una vez en la cima instalaron las carpas para dormir la segunda noche.
Al abrir la carpa a la mañana siguiente se encontraron con un amanecer despejado en la cumbre y un mar de nubes abajo, donde sobresalían una cadena de volcanes y montañas cubiertas de nieve. Las condiciones parecían óptimas, pero con la helada nocturna la nieve se convirtió en una costra de hielo, una condición muy peligrosa para el snowboard.
La pendiente de la cara interna del volcán era un verdadero precipicio vertical, así que lo que iba a ser un paseo placentero se convirtió en un desafío extremo en el que una caída podía ser mortal. El grupo de expedicionarios se dividió en dos: los fotógrafos y el camarógrafo de tierra se apostaron en diferentes ángulos y los riders fueron a buscar posición para lanzarse.
Queque Parodi se tiró primero y bajó en un minuto los 800 metros de desnivel hasta el centro del cráter, en cuyo interior hay una laguna congelada. Los otros dos bajaron por diferentes rutas y los tres se juntaron en el centro del cráter que les había amargado la vida por un año entero, mientras Diego Fasel filmaba desde un helicóptero, para luego aterrizar y tirarse él también.
Concluido su relato, Fasel apura un café y sale a la nieve con su tabla al hombro, para trepar el último tramo hasta la cima del cerro, filosa como una cuchilla. Allí se para haciendo equilibrio y se arroja al vacío con un salto que sería suicida para cualquier mortal, zambulléndose en la lisura de las nieves vírgenes para rayarlas a placer.
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