turismo

Domingo, 28 de julio de 2013

ECUADOR. EL ARCHIPIéLAGO DE LAS GALáPAGOS

El triunfo de la vida

Las islas que inspiraron a Charles Darwin su revolucionaria Teoría de la Evolución son mucho más que un puñado de rocas con playas de postal y animales raros: en cada una de ellas –algunas más fértiles y habitadas, otras más áridas y despobladas– se pone de manifiesto la sorprendente adaptación de especies a lo largo de la historia de nuestro planeta.

 Por Pablo Donadio

Fotos de Pablo Donadio

Cada amanecer, cuando los rayos comienzan a asomar tímidamente su luz sobre las aguas del Pacífico, las iguanas marinas de sangre fría se echan sobre la roca para captar el sol ecuatorial y recargarse como una batería. ¿Cómo aprendió a nadar este animal terrestre y a aguantar con una sola inspiración para sumergirse más de diez metros? ¿Por qué decidió comer las algas rojas y verdes de estos mares? Son las preguntas que se hizo un joven naturalista oriundo de Inglaterra al llegar a bordo del mítico Beagle, hace unos 180 años: sus respuestas a estas preguntas tendrían el efecto de un terremoto en la sociedad de su tiempo. Aunque en toda su complejidad, la respuesta es sencilla: para no morir.

Unico en el planeta, este lagarto marino de ancestros terrestres paga aún los costos de ese “cambio de hábito”, y cada tarde –cuando retoma el calor de la roca para recobrar energía– expulsa por sus orificios nasales la sal que tragó en su travesía acuática. Mientras escupe el vapor salino una y otra vez en las playas donde se agrupa con sus pares, los cangrejos rojos le caminan por encima removiendo vestigios de algas, parásitos y piel muerta en simbiótica relación. Pero esto es apenas un botón de muestra de las islas que despertaron un interés particular en Charles Darwin. Aquí también hay pingüinos que se acostumbraron al agua tibia; piqueros que se lanzan desde 40 metros para obtener la pesca diaria que reaviva el azul de sus patas y los vuelve atractivos para las hembras y tortugas que pese a sus enormes y ancestrales caparazones (como el de las galápagos, especie que da nombre a las islas) aprendieron a trepar sobre las rocas y hacer de estas áridas tierras su hogar.

El famoso pináculo y sus playas de arenas blancas y doradas, una de las “tarjetas de visita” de las Galápagos.

BELLAS E HISTóRICAS Ubicado casi a 1000 kilómetros de la costa ecuatoriana, y perteneciente al país desde el 12 de febrero de 1832, el archipiélago posee cierta independencia en el manejo de su Parque Nacional y en las decisiones políticas internas de los isleños. Desde el 18 de febrero de 1973 constituye una provincia conformada por tres regiones, que a su vez son las islas habitadas: San Cristóbal, Santa Cruz e Isabela. A la primera de ellas llegamos en dos horas de vuelo desde Guayaquil.

En el aeropuerto nos reciben Jean, El Francés, uno de los guías naturalistas que nos acompañarán estos días por las Islas Encantadas, como se conoce al archipiélago. Esparcidas en un racimo de trece islas principales y más de un centenar de islotes, arrecifes y peñones que irrumpen en el océano, cada una tiene su personalidad, su tamaño (aunque todas son pequeñas), topografía y animales característicos: algunas están cubiertas de verdes y silenciosos bosques que ocultan la inquietante vida interna; otras son más áridas, con picos abruptos y playas de arenas blancas y finas como la harina, y están las más recientes, de suelos parecidos a la piedra pómez, donde aún laten gigantes dormidos que vuelven la zona una de las más volcánicas del planeta. Todas ellas son la imagen visible de un punto geográfico poderoso y todavía activo, que ha creado una isla tras otra, con erupciones constantes (Fernandina, en 2009) y porciones que emergieron hace menos de 100 años. Por ello, para las especies del aire y del mar, las islas son un paraíso absoluto, aunque nunca fueron el destino de los animales terrestres. “Se cree que la fauna terrestre llegó aquí arrastrada por las mareas, viajando semanas sobre hielos desprendidos del continente, maderas de árboles o navíos, hasta encontrar en estas remotas costas su hogar”, explica Jean en el ómnibus que nos lleva al puerto. “Lo interesante, más allá del origen, es que con el tiempo forjaron una comunión de seres vivos que no se encuentra en ningún otro lugar”, aclara. Unos diez minutos después estamos ya en el muelle subiendo al Coral II, un crucero provisto de 19 habitaciones con todos los servicios de un hotel y una gastronomía de excelencia, en el que recorreremos las islas a lo Darwin.

Las iguanas marinas se pasean por las islas, entre la gente, sin temor y con total naturalidad.

CUIDAR PARA DISFRUTAR Nuestra primera actividad se inicia en el Centro de Reproducción de Tortugas Gigantes de Puerto Baquerizo Moreno, al otro lado de San Cristóbal. Allí hay programas de conservación del Parque Nacional, bajo condiciones naturales para que las crías nazcan sin ayuda de incubadoras y vivan en un entorno similar a aquel en el que serán liberadas poco después. Cuentan que el propio Darwin desembarcó aquí, y luego se trasladó a Floreana, Santiago e Isabela, estudiando entre septiembre y octubre de 1835 los alrededores de muchas de las islas principales, mientras otros miembros de la expedición desembarcaban en los demás sitios y volvían con muestras de especies. “Si bien su labor fue histórica, Darwin no llegó pensando ya en la evolución, ya que era un naturalista incipiente, apenas un huésped del capitán Robert Fitz Roy, que volvía a América a cartografiar el continente y a repatriar a Tierra del Fuego a un grupo de nativos que había llevado a Europa en su viaje anterior. Cuando llegó a las islas el viaje ya tenía tres años y algunas observaciones, y algunas especies lo maravillaron, por lo que continuó su trabajo a bordo de la corbeta y posteriormente en Inglaterra, hasta publicar en 1859 su libro El origen de las especies”, explica Víctor Hugo, guía e isleño, que también nos acompaña. Cuenta también que antes del Beagle hubo aquí piratas que utilizaban las islas como escondite, y que fueron los principales predadores de las famosas tortugas gigantes. “Se las llevaban de a centenares, porque al darlas vuelta las tortugas se introducen en su caparazón y pueden vivir unos seis meses, por lo que tenían carne fresca para sus viajes”, completa. Así, varias especies como la del Solitario George, que murió el año pasado superando los 100 años, desaparecieron sin descendencia.

De allí partimos a Cerro Brujo, un cono volcánico en contraste con playas de arenas blancas que nos han prometido. Arribamos a la costa en un gomón al que llaman “panga”, que sirve también para los paseos y recorridas por peñones inaccesibles para el crucero en razón de su calado. La caminata por la zona permite ver a los famosos piqueros de patas azules, algunas fragatas de buche rojo intenso, y decenas de enormes cangrejos, que conviven en armonía sobre la costa. Un par de horas después llega el debut del snorkeling de aguas bajas: lobitos marinos, cardúmenes de peces multicolores y la compañía de tortugas marinas nadando junto al grupo en los arrecifes. Un lujo tan fabuloso como habitual en este lugar del mundo. Disfrutamos unas dos horas de esa inigualable relación con los animales, que sobre la superficie también se acercan sin temor y juguetean a centímetros, pero sin ser tocados, ya que está prohibido por ordenanza del Parque Nacional. Regresamos al barco a descansar un rato, ya que el destino siguiente está cerca, pero habrá que caminar durante horas. Se trata de Punta Pitt, un excelente lugar para aprender geología, y donde pueden verse las tres clases de piqueros (azules, rojos, enmascarados) antes del anochecer.

La ausencia de predadores y la gran protección brindan a los animales confianza ante el visitante.

DEL CENTRO AL CONTINENTE Santiago es el destino final, en el centro del archipiélago. La playa Espumilla, casi un spa para las colonias de iguanas marinas y cangrejos naranja, alberga bosques de manglares y una bahía que suele ser un criadero natural para tortugas marinas, algunas de las cuales vemos regresar con paso lento hacia las olas y aparearse en la orilla. “Rara vez aparecen aquí los machos. Sólo las hembras viene a desovar”, nos cuentan. En Santiago pueden observarse algunos de los pinzones que más atrajeron a Darwin, y más lejos los flamencos que anidan cerca de una laguna salitrosa de Caleta Bucanero, un sector de arenas rojizas. Aquí nadamos, tomamos sol y mateamos largo rato junto a dos suizos, asombrados por la costumbre de la bombilla, mientras contemplamos la mansedumbre del océano. La tarde nos encuentra ya en Puerto Egas, llamado así por el empresario que montó una mina de sal en la zona y que el diario de viaje de Darwin recordaba así: “... Y españoles que condimentaban con esa sal a las tortugas, antes de comerlas...”. Garzas grises de lava, pelícanos, canarios y chorlitos acompañan el camino por las rocas volcánicas donde centenares de iguanas cargan energía para saltar épicamente al océano en busca de alimento. Nos acercamos sigilosamente para no asustarlas, hasta que tomamos conciencia de que nuestra cercanía nada les importa. Poco después tenemos que prestar atención para no pisarlas por su mimetización con la lava endurecida. Casi un satélite de Santiago, Bartolomé tiene apenas 1,2 kilómetro cuadrado y sin embargo es visitada por la mayoría de las excursiones. Una escalera de 372 escalones conduce a la cima, donde la Roca Pináculo se torna la gran postal de las islas. Aquí siempre se hace snorkel, ya que por su aspecto coralino se disfruta mejor de algunos peces y familias de langostas apostadas en las grietas de los peñascos. También hay pequeños pingüinos de agua tibia, y quizás algún tiburón martillo. Por la tarde visitamos Bahía de Sullivan, distinta de cualquier otra zona por sus recientes ríos de lava, solidificados con forma de acordeón y con huecos creados por la explosión del gas en el avance del flujo ardiente.

Las luces del día se apagan y regresamos a la nave. Tras una gran despedida con cena y show musical, el crucero parte en viaje nocturno hasta Santa Cruz, para alcanzar de madrugada la Estación Charles Darwin. Allí, además de recuperar otras tortugas, se forman científicos locales para poner en valor la riqueza de las islas y acercarlas a sus compatriotas, ya que el destino suele ser –por precios, pero también por desinterés– más extranjero que ecuatoriano. Luego de la visita nos despedimos y atravesamos por tierra varios ambientes áridos y selváticos, un resumen de estas islas vivas y cambiantes cuyo gran desafío es equilibrar las contradicciones del tan mentado turismo sustentable, como bien explica Víctor Hugo: “No podemos permitir que nos pase lo de Hawai, donde ya es imposible interactuar con animales por la invasión del hombre y sus resorts. Como isleños, debemos estar abiertos al mundo, pero a la vez cuidar las Galápagos”.

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La curiosa tortuga gigante galápago, de cuyo nombre deriva el del archipiélago.
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