Domingo, 20 de octubre de 2013 | Hoy
SUIZA TRADICIONES EN EL SIGLO XXI
A la vanguardia en investigación y tecnología, Suiza también conserva celosamente sus tradiciones nacidas al abrigo de las montañas. Sobre todo en los cantones germánicos del norte, como Appenzell y Schaffhausen, donde se pueden visitar refugios alpinos, pasear a lomo de vaca y hacer queso artesanal.
Por Graciela Cutuli
El cantón de Appenzell Rodas Interiores es apenas un punto en el mapa de Suiza. Un punto de 172 kilómetros cuadrados, donde viven unas 16.000 personas... y 15.500 vacas. Un dato que tal vez alcanza para resumir las particularidades de este pañuelo de tierra que parece concentrar todas las tradiciones de los Alpes, y sobre todo una que cada año –el último domingo de abril– los reúne en la plaza central de la ciudad para el Landsgemeinde o Asamblea General: allí los habitantes votan levantando la mano para aprobar o rechazar modificaciones a las leyes. Los suizos están orgullosos de este último jirón de democracia directa, como lo están de su prosperidad y de su envidiable 1,5 por ciento de desocupación en este pequeño cantón que es el segundo más pequeño del país.
Mientras tanto, a los visitantes Appenzell les ofrece la proximidad con las costumbres de los Alpes, nacidas al abrigo de estas montañas que supieron ser inhóspitas aunque hoy se crucen fácilmente en tren, auto y teleférico: como el lanzamiento de banderas, la bajada de las vacas de las praderas alpinas, la fabricación de quesos artesanales, el jödel o canto a la tirolesa, los cuernos alpinos –“el primer teléfono móvil” en los valles montañosos– o los perros San Bernardo, a los que los suizos apodan con humor “el primer motor de búsqueda de la historia”.
APPENZELL Llegamos a Appenzell al final del verano, un día lluvioso que ponía un manto neblinoso sobre las montañas de los alrededores agregando misterio al paisaje. La ciudad, sin embargo, está siempre colorida y lleva con elegancia sus más de mil años de historia, trazada en los frescos que cubren el frente del municipio. Sus callecitas peatonales –bordeadas de casas que se distinguen por sus techos curvos de influencia flamenca y los paneles de las fachadas– invitan a pasear, parándose frente a las vidrieras rebosantes de quesos, chocolates y los souvenirs suizos que, cencerros a la cabeza, subrayan la tradición rural de la región. Un par de iglesias, católica y protestante, recuerdan también la importancia de la Reforma en Suiza.
Pero Appenzell es sobre todo un punto de partida para conocer una región donde las tradiciones suizas están bien vivas. En parte porque existe un esfuerzo real por conservarlas, y en parte porque el aislamiento prolongado durante siglos por el clima y la posición geográfica las reforzaron de manera indeleble. El turista que llegue, por ejemplo, tendrá que acostumbrarse a que aquí no encontrará prácticamente en ningún lado carteles en inglés: todo está escrito en alemán. Es la cordialidad de la gente la que suplirá cualquier dificultad idiomática, que se desvanece ante la facilidad con que los pobladores orientan a los recién llegados. Aunque hay que tener en cuenta que aquí los horarios y las costumbres siguen también la tradición, y más temprano que tarde las calles estarán desiertas y tranquilas, porque la vida transcurre sobre todo puertas adentro.
La mañana siguiente nos encuentra, mochila a la espalda, listos para conocer uno de esos lugares que nunca faltan cuando se reúnen en presentaciones de imágenes digitales los paisajes más sorprendentes del mundo: se trata del albergue Aescher y la iglesita junto a las cuevas de Wildkirchli, prácticamente colgadas de las rocas del Ebenalp sin Photoshop ni truco alguno. En Wasserauen se toma un teleférico que asciende a Ebenalp, a 1644 metros de altura (también se puede ir caminando, para disfrutar vistas espectaculares de las praderas, los lagos y las vacas que pastan tranquilamente ajenas a las miradas de los visitantes). Desde la estación de teleférico una breve caminata, sin dificultades, desemboca en un paisaje increíble, sobre todo el día nublado que nos toca conocerlo: el aire está empañado por una niebla vaporosa que casi no nos deja ver a un metro de distancia, y las vacas son apenas una silueta que hay que adivinar a lo lejos, entre los puntos de color con los que sobresalen algunas flores alpinas. Tal vez por eso sorprende más, a la vuelta de un recodo, la visión del albergue Aescher, un restaurante de montaña que parece colgado al pie de una pared rocosa y vertical de 100 metros de altura, al borde de un vertiginoso precipicio. Es pleno mediodía, y el restaurante rebosa de turistas que vienen a conocer este paisaje de postal, para luego caminar hasta las cercanas cuevas de Wildkirchli. Aquí se hallaron en los años ’40 vestigios de viviendas del Paleolítico, así como restos de osos que se estiman pueden tener unos 90.000 años de antigüedad. Hasta el siglo XIX vivieron aquí algunos ermitaños: hoy, en cambio, hay una pequeña capilla y un museo que pone en valor la historia arqueológica del lugar.
Después del almuerzo volvemos a bajar en teleférico hacia Wasserauen: esta vez, el cielo despejado lleva la mirada hacia un paisaje espléndido de valles y lagos, desembocando en caminitos de montaña que atraviesan los pueblos de la región. Es por aquí donde, de pronto, se escucha un tintineo de campanillas y un alegre canto: son los pastores que, engalanados, bajan de la montaña con sus vacas, igualmente engalanadas, poniendo fin a la temporada de pastoreo veraniego en las alturas. Un niño encabeza la procesión, con una manada de cabras, seguido por hombres de pantalón amarillo y, al final, por el dueño de los animales.
Esta es también la hora en que se oye una plegaria vespertina muy típica, el Betruf, cuyos ecos nos llegan a lo lejos: es un sentido pedido de protección divina, amplificado gracias a un embudo para leche confeccionado en madera, un ritual montañés típico de los cantones católicos, que se prolonga desde hace más de 600 años. ¿Cómo no pensar en Heidi y Peter? Sobre todo porque ni la bajada de los animales ni el ruego para que los santos protejan a los seres vivos de los Alpes son espectáculos ocasionales para turistas, sino una costumbre que se repite cada año con el fin de los meses estivales, cuando las montañas suizas se preparan para vestirse de blanco y dar comienzo a la temporada de nieve. Exactamente como en los tiempos de Johanna Spyri.
QUESOS EN LA GRANJA A la mañana siguiente, Oliver –guía de Suiza Turismo, encargado de organizar las actividades para un grupo de cronistas de lugares tan distantes como Israel, Japón, Qatar o Singapur– encabeza la visita a una granja suiza donde se fabrican quesos artesanales y se puede realizar una actividad única en el mundo: el cow trekking, en otras palabras... un paseo a lomo de vaca entre los prolijos sembrados de la finca. La granja Bolderhof está a unos cuatro kilómetros de Stein am Rhein, una preciosa ciudad histórica del cantón de Schaffhausen, donde las famosas Cataratas del Rin crean uno de los paisajes más románticos de Europa. Hasta allí hemos llegado en tren con un Swiss Pass que resulta ideal para moverse sin límites por la extensa red ferroviaria suiza, y más aún: también abarca los teleféricos y los barcos que recorren los lagos y ríos.
A primera vista, Bolderhof no puede sino sorprender: la moderna granja está cubierta de paneles solares para proveer energía cuyo sobrante se vende a la compañía local. La granja produce quesos artesanales, pero vive sobre todo del turismo y, como reconocen Heinz Eggendorf y su esposa, Doris, de los subsidios gubernamentales que son una constante en Europa, ya que las pequeñas superficies no permiten una producción realmente rentable frente a los países competidores donde los sembrados se miden en cientos de miles de hectáreas. Aquí, en cambio, Heinz y Doris tienen unas 110 vacas sobre 30 hectáreas, lo que en Suiza se considera una granja de tamaño mediano. Los agricultores son aquí una suerte de “guardianes del paisaje”, y hay que decir que su trabajo está impecablemente logrado: no sólo por la belleza del entorno, sino por la calidad de una producción que puede jactarse de ser totalmente orgánica, una calificación cada vez más apreciada y buscada en el mercado europeo.
Apenas llegados, hay que calzarse un delantal para asistir a la explicación de la elaboración de los quesos, junto a una gran tina de raw milk –o leche “cruda”, no pasteurizada– que se calienta a 42 grados y a la que luego se le agrega una enzima obtenida del estómago de las vacas. Una vez que cuaja, se corta con un instrumento especial hasta lograr trozos bien pequeños, que se calentarán a unos 38 grados. Mientras tanto los improvisados chefs internacionales, siempre bajo la batuta atenta de Heinz y su asistente Sabine, rebanan en porciones pequeñísimas las verduras –morrones, cebollas, hierbas aromáticas– que saborizarán el queso en cuestión: lo cierto es que, ante el filo admirable de los cuchillos suizos, más de uno se promete volver con uno en la valija y cumplirá la promesa en los negocios de souvenirs de Schaffhausen y Zurich. Otros mientras tanto baten crema hasta que se convierte en deliciosa manteca para acompañar pan casero. El proceso final implica poner cada queso en su molde, colarlo cuidadosamente, y dejarlo descansar para que tome firmeza. En total –explica Heinz mientras tanto– Bolderhof produce unos 300 litros diarios de leche, que se venden directamente a los hogares junto con el resto de productos certificados bio. Y podremos sumarnos al comienzo de todo el proceso –es decir el ordeñe de las vacas, que soportan con paciencia la inexperiencia de los cronistas– mientras nuestro queso descansa y toma forma y sabor.
A CABALLO DE UNA VACA Lo mejor, sin embargo, aún estaba por llegar. Es que Bolderhof ofrece una actividad única en el mundo, que pone a prueba al más aventurero en busca de sensaciones nuevas: aquí no se trata de briosos corceles ni de camellos, porque el desafío consiste en... subirse a una vaca. El cow trekking nació hace seis años, cuando Heinz –recordando sus travesuras infantiles– se preguntó qué pasaría si se subiera a una vaca para dar un paseo. De la pregunta pasó al hecho, para descubrir... que no pasaba nada. Así, poco a poco las vacas fueron acostumbradas a los visitantes, a los que hoy llevan tranquilamente a recorrer los senderos rurales de la finca. A cada uno se le presenta su vaca –ahí están Andrea, Paloma, Bavaria y la “tímida” Baronen, entre otras– para familiarizarse mutuamente. “Háblenles, acarícienlas, la vaca tiene que sentirse cómoda”, explica Heinz. No dice nada de cómo tiene que sentirse el jinete... pero confiamos en que también lo lograremos después de un rato junto a nuestras nuevas compañeras. Hay quienes se niegan a subir, amparándose en la necesidad de registrar el momento en fotos, pero poco a poco la curiosidad puede más, se vencen los temores y hasta los más reticentes terminan a lomo de vaca como si lo hubieran hecho toda la vida.
Después de aprender los rudimentos del manejo –cómo lograr que nuestra vaca avance o se detenga, cómo conseguir que tome la dirección que queremos y no la que ella misma desea, es decir el regreso a su establo– llega el momento de salir a andar. Más que nunca agradecemos la advertencia de Oliver, que sabiamente nos recomendó llevar un par de pantalones de repuesto: es que las vacas se enciman a veces, y el roce entre el animal y las piernas puede dejar “recuerdos” duraderos de la experiencia. Por suerte, Baronen se portará como una dama durante toda la travesía, sin accidentes a la vista: su único recuerdo será un persistente olor a vaca. Pero la experiencia vale la pena, porque aunque parezca mentira, cada uno en el grupo logra enderezar el itinerario de su vaca, y finalmente disfrutar el paseo entre las plantaciones, incluyendo un chapuzón (de la vaca, no del jinete) en las cercanas aguas del río.
Al final, los valientes serán recompensados con un almuerzo al aire libre acompañado de vino blanco del Rin, tomates orgánicos, mozzarella producida en la propia granja, y por supuesto el exquisito queso de Appenzell. El final de la comida marca la hora de la despedida, que llegará con un encantador souvenir del día: el queso que cada uno ha fabricado con sus propias manos, primorosamente empaquetado en una caja de madera con foto del novel “maestro quesero”. Souvenir en mano, hay que embarcarse para navegar por el Rin, bordeado de viñedos, donde suizos de un lado y alemanes del otro disfrutan de sus últimos días de vacaciones veraniegas, para llegar a la bellísima Schaffausen y sus vaporosas Cataratas. Pero ese ya es otro día, y también otro viaje.
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