turismo

Domingo, 20 de octubre de 2013

URUGUAY SOBRE LA COSTA DEL RíO

Medio ruso, medio charrúa

San Javier es un pequeño poblado de origen ruso ubicado entre Fray Bentos y Paysandú, a orillas del río que da nombre al país vecino. Anécdotas del paso casual para la fiesta de su centenario, la visita a algunas familias de colonos y las memorias de su tierra, entre lo europeo y lo local.

 Por Pablo Donadío

Adrián Olivera intenta hacerse un cigarro, pero el Poxi-ran en sus manos le juega una mala pasada. Testarudo, el hombre intenta de nuevo, pero no hay caso. “La pucha... aguánteme que me limpio y la seguimos...”, dice el único zapatero que hay en San Javier, mientras desaparece tras la cortina de filetes. Afuera está fresco, y por el ventanal del negocio se ven obreros del municipio colocando los faroles nuevos en la avenida central. El pueblo se está poniendo coqueto. “Mañana es la fiesta de los 100 años, ¿sabe? Se festeja el día en que vinieron los rusos acá, y los vecinos están todos emocionados. Digo los vecinos porque yo de ruso no tengo nada... soy de Rocha, bien charrúa, aunque el único que arregla calzado.” Así arranca una visita casual a la villa ubicada a mitad de camino entre Fray Bentos y Paysandú, a cinco kilómetros del balneario Puerto Viejo, bajo el marco de los verdes vigorosos que tapizan la costa oriental del río y envuelven estas 40 manzanas ricas en historia y cordialidad. Aquí está además uno de los accesos al nuevo parque nacional Esteros de Farrapos, el sitio Ramsar con 24 islas y último refugio del puma en Uruguay.

EN RUSO Las máquinas de Olivera son una reliquia, y su radio, una joya irrepetible. Mientras la inspeccionamos acomoda el mate y cuenta lo importante que ha sido el crecimiento en estos dos últimos años, al punto que se compró la cancha del River local para hacer nuevas viviendas sociales. También habla del campo, al que define como clave del crecimiento, principalmente por los tambos, la siembra de granos y la forestación, generadores de empleo. Esos pilares económicos y culturales de matiz rural llevan la esencia de pueblo europeo fundado por inmigrantes rusos de la región de Voronezh, a orillas del río, cuando el departamento de Paysandú cede su espacio al de Río Negro. Si bien los mapas no indican nada respecto de esa filiación europea, un cartel en la calle central anuncia el centenario, y algunas fachadas –como la de la familia Marseniuk Romaniuk– alertan al visitante. La curiosidad lleva entonces a golpear las manos: “Disculpe la molestia. ¿Qué dice ese cartel?”, preguntamos. “Abuelo y abuela dice, m’hijo, y está en ruso. Es argentino, ¿no? Pase, que ustedes son como hermanos a pesar del fútbol”, dice don Pedro, hijo de inmigrantes y primera generación uruguaya en el pago. Primero mueve sus anteojos remendados como para pescarnos, y ofrece algo de tomar. Luego desploma su cuerpo anciano sobre el sillón, junto a su compañera. Pese a la edad, sus recuerdos están impecables, y aún lo emocionan. “Nos quedaron tantas preguntas para hacerles a nuestros viejos... por eso colocamos esos nombres en nuestra puerta, y pintamos el barco Alsina en honor a los abuelos, porque ese buque fue el que trajo por el río a los rusos del Uruguay. Primero llegaron a Montevideo y de ahí a nuestro Puerto Viejo, donde desembarcaron cientos de colonos guiados por Basilio Lubkov, un líder religioso que ya había venido a tantear la zona con algunos baqueanos. Ellos fueron nuestros fundadores”, señala. Su mujer, Julia Dichón, es de familia uruguaya, pero conocedora del pueblo como pocas. “Esa que está ahí enfrente, de adobe, la hizo la mamá de él”, cuenta mientras habla de sus bisnietos. “Todo aquí es un pedazo de historia fresca, y las pocas manzanas tienen pilas y pilas de recuerdos. Vayan a recorrer para el puerto y se van a enterar.”

ERRANTE LIBERTAD En la Sabraña, la iglesia local, las comidas ya se están preparando para la fiesta. El olorcito enamora e invita a degustar y participar. Aquí se reúnen para casi todas las fiestas, ya que es un lugar común abierto al canto y el baile que preservan la tradición y las enseñanzas llegadas con los colonos en el Alsina.

Atentos, seguimos los relatos: hacia el 1900 la Rusia imperial gobernada por los zares vivía ya sus primeros movimientos revolucionarios, y al parecer los miembros del grupo liderado por Lubkov no tenían lugar allí, acusados de sectarios y críticos del papel de la Iglesia Ortodoxa imperante. Buscando una nueva tierra para esa comunidad, Lubkov viajó a Estados Unidos en 1911, pero el país que encontró no lo convenció, por lo que decidió volver. En los días previos al regreso conoció al cónsul uruguayo, y acordó una visita al sitio donde después desembarcaría con unas 300 familias, sobre tierras cedidas por el Ministerio de Fomento y Agricultura del Uruguay.

Como ocurriera en la vecina provincia argentina de Entre Ríos, ése sería el inicio de asentamientos europeos que, como en Nueva Berlín (pueblo alemán ubicado más al norte), mestizarían aún más el suelo charrúa. Hay varias versiones sobre el origen del nombre del pueblo. Una de ellas hace mención al hijo del ministro que les concediera las tierras, aunque otra versión afirma que la zona ya era conocida como San Xavier por algunos saladeros y estancias jesuitas. Hubo que trabajar mucho, desmontar las lomas del terreno y sobrevivir a las invasiones de langostas, pero “todo avanzaba con entusiasmo, y para 1914 ya se iniciaba una escuela y las actividades del campo, con plantaciones de maíz, lino, avena y girasol”, cuentan. El primer asentamiento que construyeron los colonos tenía similaridad con las isbas, las típicas viviendas campesinas de Europa del Este, construidas con troncos y barro, junto a un corral e incluyendo jardín, granero y huerta. Los registros dicen que se construyeron alrededor de cien casas a la vera de una larga calle, a la que llamaron José Batlle y Ordóñez en homenaje al presidente que los visitó en 1915. El pueblo contaba además de un gran galpón donde comían todos los colonos y donde se realizaban las asambleas y las reuniones religiosas los domingos. Superado el desarraigo, los años entrantes fueron auspiciosos pese a la depresión y el estancamiento económico de la década del 60. Lo que costó superar fueron los años de dictadura. Presumiendo ver en cada habitante a un posible “rojo comunista”, los militares de entonces ejercieron tal presión sobre el pueblo que algunos dejaron de hablar ruso, muchos libros fueron destruidos y el Centro Cultural Máximo Gorki fue cerrado. En 1984 la localidad fue el centro de atención del país por la muerte de Vladimir Roslik, un médico uruguayo que estudió en Rusia y, aseguran, sólo por eso fue torturado y luego asesinado.

PUERTO A LA CULTURA Los propios uruguayos aseguran que en el país no se conocía el girasol hasta la llegada de los rusos. Parece ser que apenas las familias obtuvieron un préstamo del gobierno para adquirir más tierras y el Puerto Viejo a orillas del Uruguay, ya iniciaron la comercialización de los productos. Ese continuo movimiento generó la cooperativa Sociedad Anónima Comercial Agrícola San Javier, que pronto dominó las transacciones y se instaló como el lugar no sólo de recepción de granos sino de la vida social del pueblo. Los hombres se juntaban a beber, las mujeres hacían allí las compras, y frecuentemente se realizaban actos culturales, sobre todo tras la construcción de un moderno edificio de exhibiciones cinematográficas llamado Povieda (“victoria”, en ruso). La producción de miel y sus derivados, como el licor kuas, diversificaba la cooperativa, junto a habilidades manuales en telares y el retiro del lino industrial para tejidos, trabajo de extrema paciencia y a cargo de las mujeres. Todavía hoy se ven los rieles de los carritos que corrían con granos y harinas desde el interior de los galpones de piedra hasta los barcos que esperaban en la costa. Esa fuerza del puerto hacía crecer a San Javier gracias a la fertilidad y buen manejo de la tierra, los trabajos de acopio y un molino que ya producía aceite de calidad y empaquetaba 10 bolsas de 70 kilos por hora. Además, antes de 1940 San Javier era el único puerto de la zona con salida al mar, y enviaba cientos de toneladas mensuales, a través de Paysandú y Fray Bentos, a Brasil y a Paraguay. Esa ligazón con lo agropecuario ha llevado a celebrar año tras año la Fiesta del Girasol, mientras las huertas y cooperativas que rodean el pueblo producen dulces, quesos, conservas, miel y derivados, continuando las enseñanzas con maquinaria más moderna. Los viejos galpones de piedra hoy son un patrimonio que se protege, junto al reabierto Centro Cultural, y las muestras artísticas más recientes –como la serie de matrioskas colocadas en todo el pueblo por el centenario– reavivan su espíritu ruso.

Ya nos vamos, y de pasada nos tientan los platos que vemos llegar con los visitantes a la iglesia. La señora que nos prepara los buñuelos dice que las comidas, las danzas y la música son parte de los célebres matrimonios rusos, que pueden durar tres días de fiesta sin descanso. Queda mucho por saber, acaso una buena excusa para conseguir el reciente libro Los rusos de San Javier, de la escritora charrúa Virginia Martínez, o simplemente aprovechar la corta distancia y pegarse otra vuelta.

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Don Pedro y doña Julia, los Marseniuk Romaniuk, herederos de una tradición rusa a orillas del Uruguay.
Imagen: María Clara Martínez
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