SANTA FE. LA NECRóPOLIS DE ROSARIO
Una visita al cementerio rosarino El Salvador a la luz de las linternas, de la mano del artista plástico Dante Taparelli, quien sin morbo ni bizarría hace una lectura semiológica de la sociedad local y su historia a partir de los estilos y detalles decorativos de las estatuas y mausoleos.
› Por Julián Varsavsky
Bajo una gran columnata dórica en la entrada al cementerio El Salvador, un dúo de flautas contrapuntea unas variaciones de Bach. Dante Taparelli se presenta: “Soy artista plástico y mi taller son las calles de Rosario, donde hago mis intervenciones. Uno de mis trabajos es la revalorización de este cementerio y como parte de ello estoy a cargo del viaje que vamos a emprender, acechados por muchas dudas y certezas”.
Cual Virgilio en su barca de la Divina Comedia, Taparelli nos guía con imaginación y humor por el “inframundo” de Rosario, vestido de funebrero y con la ayuda de una linterna. Medio centenar de curiosos lo siguen y este Dante moderno tiene un arranque poético: “Bajo nuestros pies están los recuerdos y los olvidos, los abrazos y las peleas, los amaneceres y los ocasos, los libros y los zapatos, los besos, las mentiras, los árboles, los pájaros, las sábanas, los desayunos y los amigos de diez generaciones de rosarinos. Así que aquí no vamos a hablar de muerte”.
La primera tumba que señala es la de Lisandro de la Torre, cuyas cenizas están detrás de una placa, a pesar de que su testamento pedía que fuesen dispersadas en al aire. Lo curioso, señala Taparelli, es que “la tumba está casi afuera del recinto porque éste es un cementerio católico, donde no pueden entrar los suicidas”.
DOS MIRADAS DE LA MUERTE En el arte y la arquitectura de las tumbas, Taparelli observa dos concepciones divergentes de la muerte, bien definidas en este cementerio creado en 1856. Por un lado están las que celebran la vida, rodeadas de un aura de naturaleza y eterno renacer. Como la de Bustinza Larrechea: “Aquí el mármol de Carrara toma la forma de una mujer embarazada sobre un obelisco de granito gris, con sus pechos sobrecargados de leche y portando una corona de espigas de trigo. Tiene pájaros y frutos alrededor y se mira a los ojos con un ángel que señala la llama de la antorcha de la vida. Estamos ante a una obra maestra que irradia vida, un desborde de abundancia que mira al futuro”.
Entre estas tumbas que “poco tienen que ver con la muerte” está la de Pedro Pesán, un hijo de inmigrantes ricos nacido en la sociedad patriarcal de comienzos del siglo XX, en quien sus padres tenían depositadas todas sus esperanzas, mientras las hijas quedaban relegadas a los quehaceres domésticos. Pero Pedro murió inesperadamente a los 19 años. Su padre, desgarrado, le hizo tomar con yeso una máscara mortuoria –una costumbre de la época– y la envió a Pisa para que un artista inmortalizara su último gesto. El resultado es una pieza genial llena de movimiento, centrada en el endiosamiento de ese joven. La tumba, que carece de todo signo religioso, fue diseñada en el estilo más avanzado de la época: el art nouveau. Taparelli ve allí un monumento al vínculo entre el padre y el hijo, a quien se encuentra rodeado de flores, naturaleza viva y musas, eternizado para siempre en un acto vital.
La contracara de estas tumbas que celebran la vida son aquellas erigidas bajo la concepción de que los muertos descansan en paz eternamente en un mundo de oscuridad. Y como ejemplo nuestro guía señala el mausoleo de la familia Pinasco, que “no tiene entrada de luz y es como una caja negra de muerte. A mí las cruces siempre me dan miedo, pero ésta todavía más porque es una cruz negra sobre mármol negro”. Mientras los visitantes alumbran el mausoleo con sus propias linternas, Dante hace una digresión personal y cuenta un pensamiento de su tía esotérica, quien consideraba que los cementerios deberían hacerse a campo abierto, donde con las cenizas se plantara un roble. Entonces, cada vez que alguien quisiera visitar a sus seres queridos, no iría a los tétricos cementerios con olor a flores muertas, sino a un fragante bosque lleno de vida donde cada árbol se identificaría como la ramificación de una persona. “Esta horrible tumba cuadrada y negra que tenemos enfrente es lo contrario de todo esto”, sentencia Taparelli, subrayando que la idea de la visita no es rescatar las historias de personajes ilustres ni de próceres, sino ver qué dicen los monumentos a través de las formas.
“¿Qué les podría decir de Marcelino Freyre, que yace frente a nosotros en esta tumba? La placa lo presenta como héroe de la Guerra del Paraguay y de la Campaña al Desierto. ¿Les voy a contar que me parece un genocida que les cortaba los pechos a las indias para que sus hijos se murieran de hambre? No, prefiero que reparen en la arquitectura de su tumba. Yo nunca le había prestado atención hasta que me di cuenta de que es un castillo. Es decir que este hombre sigue luchando después de muerto. Es como si tuviera miedo de que sus víctimas vinieran a tirarle de las patas... necesita protegerse. Si es por mí, que descanse en paz y que no reencarne como hombre nunca más”, dice Taparelli con desgano.
Entre las tumbas hay una que Dante caracteriza entre sensual y mórbida, perteneciente a la familia Shloem. Esta familia fue uno de los pilares rosarinos de la Zwi Migdal, una agrupación mafiosa de comienzos del siglo XX que enviaba jóvenes buen mozos hasta aldeas rusas y polacas para enamorar a adolescentes judías a quienes ofrecían matrimonio y un futuro promisorio con familias también judías en América. Pero una vez aquí las sometían a la esclavitud sexual en una red de prostíbulos de todo el país, incluyendo el barrio de Pichincha en Rosario. En la tumba se ve una hermosa joven con una trenza y un manto magnífico de mármol frente a un ángel, que es como un efebo en una impúdica pose con las piernas abiertas. En las manos lleva un ramo de amapolas, no las flores, sino el capullo del cual se saca el opio.
SER O NO SER La puja entre la masonería y la liturgia católica tradicional es clara en el cementerio. La masonería recurría a tumbas con formas piramidales y cónicas, ya fuesen las egipcias o las escalonadas al estilo maya, en muchos casos con frontis griego. Se ve en ellas un marcado esoterismo y la decoración incluye obeliscos, cruces no católicas y la típica escuadra de la masonería.
El paseo artístico termina frente a una obra llamada Memorabilia, un “monumento a los aparecidos”. Su origen está ligado a las épocas de crisis económica en 1989 y 2001, cuando “para poder comer” –explica Taparelli–, muchas personas saqueaban viejas tumbas que estaban decoradas como los palacios donde los muertos habían vivido. Así desaparecieron grandes jarrones tubulares, candelabros y estatuillas que eran verdaderos tesoros. Pero siempre quedaron las fotos de las personas en las tumbas ya abandonadas, que se empezaban a desplomar. Esas fotos laqueadas y anónimas se acumularon en los depósitos del cementerio, y Taparelli se dedicó a rescatarlas para pegarlas en un muro interior. Después la gente empezó a poner las fotos de sus propios muertos. Hay quienes descubrieron a sus antepasados allí y se lo contaron al artista, bañados en lágrimas. El mural está en permanente construcción colectiva, aclara Taparelli: “Una obra hecha con imágenes de los muertos pero que está viva, ya que crece todo el tiempo”.
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