Domingo, 1 de diciembre de 2013 | Hoy
PERú Y BOLIVIA. CULTURAS DEL LAGO TITICACA
Un recorrido por el lago navegable más alto del mundo, conociendo las islas flotantes de los Uros, Taquile y Amantaní, esculpidas con terrazas de cultivos preincaicos y habitadas por culturas atrapantes. El Titicaca es también el lago más grande de Sudamérica, un sorprendente espejo azul a 3800 metros de altura.
Por Mariana Lafont
Fotos de Mariana Lafont
La primera vez que vi ese gran mar en las alturas tenía veinte años, iba en un “periplo iniciático” de Buenos Aires a Perú por tierra, con mochila al hombro, y estaba en viaje por Bolivia de La Paz a Copacabana. Lo que más me llamó la atención –además del azul profundo que se confunde con el cielo diáfano del altiplano– fueron las nubes pegadas al horizonte. El lago más grande de Sudamérica, compartido por Perú y Bolivia, con mil kilómetros de costas, está en la meseta del Collao, en los Andes Centrales, a 3800 metros de altura y sobre una superficie superior a los 8500 kilómetros cuadrados. El Titicaca está formado por dos espejos de agua separados por el estrecho de Tiquina, y como no hay puente la gente y los vehículos cruzan en barquitos de motor. Si bien este lago cristalino recibe 25 afluentes y de diciembre a marzo llueve mucho (el resto del año es casi seco), el agua se pierde por evaporación. Y aunque el clima aquí es extremo, el Titicaca lo modera generando un microclima ideal para actividades agropecuarias. Si no estuviera, esta zona habría sido un páramo helado y solitario.
Como tantos lugares legendarios, el Titicaca (“puma de piedra” en quechua) tiene una historia que explica su origen. Cuenta la leyenda que los hombres vivían felices en un valle fértil donde nada faltaba y estaban protegidos por apus (dioses de las montañas). La única condición era no subir a las cumbres donde ardía el fuego sagrado, aunque el diablo los incitaba a hacerlo. Un día los apus los sorprendieron escalando, y fue tal su furia que soltaron pumas que devoraron a toda la población menos a una pareja. Al ver tal matanza Inti, el dios Sol, lloró por 40 días y 40 noches, dando origen al gran lago. Y cuando el sol salió la pareja salvada, refugiada en una barca, vio que todos los pumas se habían convertido en piedra.
Este lago atrae a miles de turistas no sólo por su belleza, sino porque alberga etnias que preservan tradiciones ancestrales. La mayoría de los aymaras, quechuas y uros son católicos, y adaptaron esta religión a una cultura donde la Pachamama –la madre tierra– es la deidad principal. Para acercarse a ellas hay que ir a sus islas de colores brillantes y compartir costumbres, historias y creencias. Entre las más destacadas están las islas flotantes de los uros en la bahía de Puno, Perú, que es usual visitar de camino a las islas de Taquile y Amantaní.
ENTRE TOTORAS Navegar uno de los lagos más altos del mundo y conocer sus islas es una experiencia única. La noche previa a salir no podía pegar un ojo, y cuando logré dormirme sonó el despertador. Era una mañana fría de julio en Puno, pero el sol nos entibió pronto. Embarcamos y al rato divisamos, a unos seis kilómetros de distancia, las islas flotantes de los Uros. Hoy hay unas veinte islas, pero esto varía según el número de familias, y parece increíble que tales entramados flotantes soporten tanto peso. Las islas se construyen sobre bloques de raíces de totora, que se descomponen y producen gases que ayudan a la flotación. Encima de estos bloques los habitantes ponen varias capas de totora seca y construyen las casas con el mismo material. Y para no ir a la deriva, anclan las islas con largos palos.
Según su tradición oral, se vieron obligados a huir al Titicaca luego del asedio del Inca Pachacutec. Desde entonces su vida depende del lago y la totora. Aunque se han volcado al turismo, los habitantes actuales aún practican viejas tradiciones como pesca artesanal, las mujeres son expertas tejedoras y los hombres hábiles constructores y conductores de bellas balsas o “caballitos” de totora.
Luego de navegar un rato llegamos a las llamativas y doradas islas. Pagamos el ingreso, desembarcamos y nos recibió una familia completa. Nos sentamos en ronda sobre la mullida superficie, y mientras el jefe de familia nos daba charla, el más pequeño de sus hijos, fascinado, acariciaba la barba pelirroja de mi marido. Luego algunos se quedaron comprando artesanías, algunos recorrieron el lugar y otros dimos un corto paseo en una balsa de totora antes de seguir viaje.
Navegamos un par de horas hasta Amantaní, isla ocupada en tiempos preincaicos que en 1580 fue vendida por el rey Carlos V a un español y luego estuvo en manos de gamonales. Pero hacia 1900, con grandes sequías, los hacendados vendieron la tierra a los nativos y cincuenta años después los campesinos recuperaron Amantaní.
Entre la altura y el movimiento de la lancha fue imposible no dormirse. Para salir del letargo subíamos al techo de la embarcación y sentíamos la fresca brisa en el rostro. Finalmente llegamos a la isla más grande del lado peruano del Titicaca, ubicada al norte de la isla de Taquile. En el muelle el grupo se dividió y a nosotros nos esperaba Pedro, nuestro anfitrión, quien nos guió a su casa abriéndose paso entre un rebaño de ovejas. Agitados por la altura y la falta de oxígeno, logramos seguirle el paso hasta su morada. Pedro estaba apurado, ya que era día de fiesta –Pentecostés– y todo el pueblo se reunía en la plaza. Luego de mostrarnos casa y habitaciones, sirvió el almuerzo y nos invitó a la celebración. En minutos se calzó un llamativo traje blanco y lo seguimos por ondulantes senderos.
Todos los locales estaban allí con sus mejores galas bailando y gozando. Las botellas de cerveza iban y venían, y hasta las mujeres de más edad bebían directamente del pico. La banda sonaba y sonaba, mientras hombres y mujeres, disfrazados con coloridos atuendos, giraban sin cesar. Al cabo de un rato y varios tragos nos alejamos para caminar por la isla, que en ese momento estaba desierta. Un pétreo sendero paralelo al azulísimo lago nos regaló lindas panorámicas, y si dejaba volar mi imaginación me transportaba a alguna isla del Egeo. Para recorrer Amantaní de punta a punta sólo hay tres kilómetros y medio. El monte Llacastiti (a 4150 metros) es el más alto, y para llegar hay que subir unos 300 metros, que no es mucho, pero a tal altura cualquier caminata se torna exigente. En el paseo también admiramos los andenes cultivados donde producen papas, cebada y habas, además de criar ganado. Pronto anocheció y el frío se hizo sentir, pero para ver las estrellas en ese rinconcito del mundo bien valió la pena abrigarse. De Pedro no tuvimos más noticias, hasta que uno de los hijos vino a servirnos la cena y caímos rendidos.
ISLA TEXTIL A la mañana madrugamos para seguir a Taquile (“Intika” en quechua). La fiesta había sido larga, Pedro dormía y uno de sus hijos sirvió el desayuno, mientras su abuela refunfuñaba en quechua: estaba indignada con Pedro por no atender bien a sus huéspedes. Riéndonos de la situación, nos despedimos y agradecimos la buena atención. Al cabo de unas horas llegamos a las escarpadas costas de Taquile. Como en Amantaní, en este peculiar rincón del mundo vive una de las comunidades más singulares de Perú que, pese al turismo, no cambió sus tradiciones y costumbres. La isla está 35 kilómetros al este de Puno, tiene cinco kilómetros y medio de largo y es la segunda isla más grande de la parte peruana del lago, luego de Amantaní. Los taquileños fueron uno de los últimos grupos en capitular frente a los españoles en el siglo XVI. La isla luego fue tomada en nombre del emperador Carlos V, hasta pasar a la corte de Pedro Gonzales de Taquila. Durante la Colonia y en el siglo XX fue prisión, hasta que en 1937 los antiguos pobladores empezaron a comprar tierras y recuperaron la isla. Pero como los españoles habían prohibido los atuendos incas tradicionales, los isleños adoptaron la vestimenta campesina europea que hasta hoy perdura.
Para ir desde Puno son tres horas de navegación hasta Chilkano, el puerto principal. Una gran escalinata lleva hasta un pueblo detenido en el tiempo, donde la vida transcurre apaciblemente. Un micromundo sin electricidad, autos, hoteles ni comercios, apenas algunas tiendas que venden productos básicos. En 2005 la isla se hizo conocida porque la Unesco declaró su arte textil “Obra maestra del patrimonio oral e intangible de la humanidad”. Las prendas conservan reminiscencias de tiempos precolombinos en su calidad, diseño y simbología, transmitida de generación en generación. Para confeccionarlas usan lana de llama, alpaca y oveja, y para teñirlas usan tinturas naturales. Las mujeres llevan blusa roja y polleras multicolores cubiertas con una amplia falda negra, un fino cinturón guinda, y se protegen del sol con un largo manto negro en la cabeza. Los hombres usan pantalón tejido negro, camisa blanca, chaleco corto (cuya forma y colores marcan su función en la comunidad) y una larga faja bordada cuya trama describe los eventos que han marcado la vida de la pareja. El chullo o gorro permite diferenciar a los hombres casados (rojo) de los solteros (blanco) y la forma de usar la cola de este tocado indica si busca pareja. Para ver y comprar estos textiles basta ir al local de la municipalidad, en la plaza.
Además de tejidos hay varios sitios sagrados para ver, como los cerros protectores de Mulsina Pata, Pukara Pata, Takilli Pata y Coani Pata, sitios ideales para tener una buena panorámica de Taquile, el lago y los picos nevados de la Cordillera Real en Bolivia. Y si se tiene la suerte de ir durante alguna festividad, se verá la isla en todo su esplendor. La mayoría de las fiestas (fusión de los cultos andino y cristiano) se relacionan con la producción agropecuaria. En enero, mes crítico para la agricultura, hay rituales a los apus para alejar heladas, granizos y sequías. En marzo hay danzas carnavalescas y en Semana Santa se bailan sicuris. En junio, en domingo de Pentecostés, se hacen rituales para que las semillas sean fértiles y el 24 de ese mes es la fiesta de San Juan. Agosto está dedicado a la construcción de viviendas y septiembre a las primeras siembras y pagos a la Pachamama.
MITICA ISLA La más emblemática de las islas del Titicaca y cuna de la cultura inca tiene casi diez kilómetros de largo por cinco de ancho, y es la más grande del lago. Está poblada por indígenas de origen quechua y aymara que se dedican a la agricultura, el turismo, las artesanías y el pastoreo en sus antiquísimas terrazas incas. La isla del Sol está a 15 kilómetros de Copacabana, una de las principales localidades de la zona (a 155 kilómetros de La Paz) y centro de peregrinación para ver la imagen de la Virgen de Copacabana. De allí parten lanchas todos los días a la isla del Sol y de la Luna. Otra opción, con más tiempo y energía, es hacer el trekking de Yampupata. Desde Copacabana al Estrecho de Yampupata se caminan 17 kilómetros en tres o cuatro horas, y luego se cruza el estrecho en alguna lancha. La isla está colmada de pequeñas comunidades, pero las más grandes son Cha’llapampa en el norte y Yumani (con más oferta gastronómica y hotelera) en el sur. Si bien muchos van por el día, lo más placentero es pasar al menos una noche disfrutando de increíbles atardeceres y noches estrelladas.
Además, en la parte norte de la isla hay playas de arena blanca. Si el bote se detiene allí se puede hacer una bella caminata (pese al fuerte sol y la altura) por la parte más alta de la isla, con panorámicas increíbles y pasando por varios sitios arqueológicos, sobre todo el de la Chincana, con la Roca Sagrada desde donde –según la leyenda– Manco Cápac y Mama Ocllo partieron en busca del lugar donde fundarían luego su imperio, el Cusco. La Chincana es una serie de edificaciones de estilo inca, pero más rústicas, emplazadas en varios niveles y comunicadas por puertas y pasillos. Se dice que aquí vivían los monjes adoradores del sol. A lo largo de la caminata deberá pagar varios “peajes”, ya que se atraviesan diversas comunidades y una chola estará allí para cobrar. Finalmente, al llegar a la parte sur (la más concurrida), se podrán visitar las ruinas arqueológicas del Templo Pilkokaina y las escalinatas de piedra del muelle de Yumani, que llevan a la Fuente de la Vida. Una experiencia inolvidable en las islas del altiplano.
En los siguientes sitios se puede completar la información para organizar el viaje a las islas.
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