Dom 21.09.2003
turismo

SUDAFRICA II LAS RESERVAS PRIVADAS

Safari entre las fieras

La mejor alternativa para ver animales es visitando una reserva privada. Lo ideal sería alojarse allí mismo para realizar muchos safaris, aunque la diferencia de precios –justificada tanto por la cantidad de animales como por el confort– es enorme. Automáticamente uno tiende a pensar que una reserva privada es como un zoológico; sin embargo, es todo lo contrario. Las reservas miden miles de hectáreas a través de las cuales se debe salir a la aventura, en busca del encuentro con los animales (nunca está garantizado el éxito total, que consiste en ver a los Cinco Grandes). Si bien las reservas están fuera del parque, muchas son como una extensión del mismo. La diferencia es que están cercadas, tienen más caminos y los guías conocen en detalle el sector elegido por cada especie.
Quienes se alojan en la reserva suelen quedarse un promedio de tres días y realizan dos safaris diarios, uno a las 6 de la mañana y otro a las 5 de la tarde. Una reserva muy visitada es Kapama, ubicada muy cerca del Kruger. Ocupa unas 12 mil hectáreas y ofrece diversos tipos de alojamiento, desde una lujosa tienda de campaña con baño y agua corriente, hasta los servicios cinco estrellas de unos bungalows. El precio promedio de alojarse en una reserva, incluyendo dos safaris diarios, alojamiento y pensión completa, es de 230 dólares por día (en temporada baja). A continuación, la crónica de un viajero sobre su primera experiencia en el monte sudafricano.

DESDE KAPAMA El mismo día de nuestra llegada a la reserva de Kapama salimos de safari antes del atardecer. Vamos en una camioneta Land Rover sin techo y todos compartimos una escalofriante duda en común: ¿qué pasa si un leopardo me salta a la yugular? Mike, un negro sudafricano de pura cepa, nos responde con su mejor sonrisa: “Just nothing”. La explicación es muy simple; si nadie hace movimientos bruscos ni se baja de la camioneta, nada le puede suceder, ya que los animales ven al vehículo como un todo -con la gente adentro– al cual no podrían hacerle frente por la diferencia de tamaño.
A los 20 minutos de viaje ya aparecen los primeros ejemplares. Nuestro ranger –un guía profesional armado con un rifle– se encarga de buscarlos. Con vista de lince, los puede divisar a la distancia o también identificarlos por sus huellas e incluso por el olor. A los animales hay que rastrearlos y nunca se sabe de antemano si se verán muchos o pocos.
El primer encuentro fue con los rinocerontes; una madre y cuatro “rechonchos bebés”. Los animales venían por el mismo camino que la camioneta, pero en dirección contraria. Como corresponde a los Cinco Grandes –nunca se desvían o huyen, como las muy huidizas gacelas y cebras– se quedaron inmóviles, con la vista clavada en la camioneta. Al rato comenzaron nuevamente a pastar y, avanzando con su pesado tranco de vacas prehistóricas, pasaron casi rozando la camioneta para seguir imperturbables su imprevisible camino.
La segunda y tercera jornada resultaron ser las más pródigas. Vimos una pareja de jirafas, una pequeña manada de impalas, una familia de elefantes, dos hipopótamos asomando sus ojos y orejitas en el centro de una laguna, y nos cruzamos con unos cachorros de león comiéndose a su presa. Además observamos el rito bestial de los leones apareándose a los mordiscones.

RUGIDOS EN LA NOCHE Hay una segunda clase de safari que se realiza en medio de la noche, a la hora de la caza y de la muerte en el reino salvaje. La travesía comienza al atardecer, cuando la oscuridad cubre con un manto de impunidad a las bestias cazadoras. El oscuro silencio es aterrador y unos pocos rugidos se oyen a la distancia, retumbando en la noche. Cada tanto el chistido de un búho nos recuerda que él permanece atento y vigilante, con los ojos abiertos... como todos. Y de pronto se escuchan corridas que duran un instante, proyectando en nuestros párpados enceguecidos las imágenes de violentos combates aun más atroces que los del día. Por la noche, el comportamiento de los animales es totalmente distinto; casi todos están al acecho y a la defensiva al mismo tiempo. El cazador también puede ser cazado.
Agudizando su prodigioso oído, nuestro guía ubica a un león buscando a su hermano. Aquí el papel del intérprete de la naturaleza es fundamental. Mike nos asegura que el león encontrará a su hermano, y efectivamente al rato llega el otro joven león y se produce un cariñoso encuentro. Más tarde observamos una leona cazando a un jabalí.
Desde la caída del sol hasta las cuatro de la mañana se advierte en la estepa sudafricana un invisible trajín. Los latidos del mundo salvaje se aceleran con las tinieblas, y nos inquieta la certeza de estar rodeados por millares de ojos; los de una fauna rampante camuflada al acecho tras la vegetación.

la furia de la chita La escena más escalofriante de este viaje la vivimos junto a un pequeño bosquecillo en medio del monte. El ranger descubre entre el follaje de un árbol a una chita –un felino de la familia de los guepardos– que puede alcanzar 100 kilómetros por hora de velocidad; el animal más veloz de la Tierra.
Nos acercamos “peligrosamente” hacia la fiera –a increíbles 4 metros–, que nos mira casi con desprecio. Por suerte, la chita parece concentrada en otra cosa, observando el horizonte. De repente comienza a lanzar un extraño gruñido, y un escalofrío nos sube por el espinazo cuando vemos que el animal saca sus garras escondidas entre los dedos. El guía, con su rifle en la mano, anuncia que la fiera va a saltar. El pavor es absoluto:la chita salta con una fuerza descomunal y pasa volando casi sobre nuestra cabeza, a sólo dos metros de altura. Pero el motivo del salto no éramos nosotros sino un antílope desprevenido que cruza el camino como una flecha. La aguerrida chita lo sigue pisándole los talones. Aunque el antílope ya está condenado, hace un último esfuerzo por despistar al perseguidor y realiza un habilidoso zigzag entre unos árboles hasta que la fiera lo encierra por la izquierda y le arroja un mortífero zarpazo dejándolo fuera de carrera. Fue una muerte rápida y fugaz, como la persecución. El antílope fue devorado in situ, con feroz impaciencia.

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