PERU. LA COSTA NORTE DEL PACíFICO
Marcada a diario por el mar, la ciudad hace gala de su impecable arquitectura y espacios recuperados donde las culturas preincaicas dieron carácter a la región. Del centro al balneario estrella, pasando por sitios arqueológicos como la llamativa Chan Chan, la ciudad de barro chimú.
› Por Pablo Donadio
Fotos de María Clara Martínez
“Cuando lleguen a Chan Chan verán de qué les he hablado.” La frase de Javier Ruso en Máncora –aún más al norte de Perú– resuena en los oídos, y nos quedamos pensando en la charla con el artista plástico sobre “el momento de oro peruano”, como él llama a las culturas que siglos atrás prosperaron en esta tierra: paracas, chachapoyas, moches, virúes, waris, nazcas, chimús y por supuesto incas. Sus aportes sobre sistemas de irrigación, tratamiento del suelo y cultivos, así como su visión del mundo y del espacio, siguen maravillando a muchos científicos actuales. En eso pensamos a bordo del Cruz del Sur, mientras buscamos en Internet algo más de información: ese mismo ómnibus que nos ha trasladado por Lima, la sierra cusqueña, las playas del norte y la selva, entra ahora lentamente a Trujillo, en horario pactado, con menú escogido previamente y total seguridad.
ESENCIA MOCHE Cercada por el río Moche y el cordón del cerro Campana, la ciudad se desparrama como una medialuna hacia el océano, y por el filo de su sierra entramos hasta la urbanización de impecables edificios coloniales. En esa organización edilicia similar a las de Arequipa y Cusco, pero muy distinta del resto del país, sobresale un inmenso estadio que bien podría ser de fútbol, pero que está destinado al Festival Nacional de la Marinera, la danza nacional que enorgullece a los peruanos. El parque central parece recién lustrado, y su atracción obliga a detenerse: es la Plaza de Armas, como manda la tradición rodeada de iglesias, comercios y edificios municipales. Hay un McDonald’s allí, y oh ironía, sus paredes pintadas con graffitis moches son la primera introducción a la historia regional de la legendaria cultura del Señor de Sipán. Dibujos de barcas y hombres, de ritos, de constelaciones y animales míticos sobresalen en rojo, azul, amarillo, verde y marrón, con leyendas que explican de qué se trata.
Muy cerca está la oficina de PromPerú, el ente turístico. Allí nos indican dos puntos destacados: Chan Chan, la ciudad de barro más grande del mundo, construida por la cultura chimú en el siglo VII; y las huacas del Sol y de la Luna, templos con santuarios arqueológicos preincaicos, que según los guías locales fueron el centro político (Huaca del Sol) y religioso (Huaca de la Luna) de la época. Camino a ellas nos topamos con el Museo del Juguete. Lo bueno de estar de visita sin agenda es lo imprevisible de la curiosidad, un motor que conduce siempre a buen destino. Dentro de su edificio, azul como el mismo mar, se muestra la transformación del juguete a través del tiempo, desde la época prehispánica hasta 1950. “El lugar fue creado por el artista plástico Gerardo Chávez, para reflejar costumbres, modas y parámetros socioculturales de distintas partes del mundo”, nos cuentan, mientras observamos retazos y piezas enteras en perfecto estado. Entre soldaditos de plomo, muñecas de todos los tiempos y un moderno tren eléctrico, se destaca una especie de silbato de la cultura virú, con una antigüedad de 2300 años.
Seguimos camino a las huacas: la primera es la del Sol, una pirámide de dos cuadras de largo con escalones que superan los 40 metros, con cinco terrazas imponentes. Este templo fue un centro político administrativo y vivienda de la alta sociedad moche, que los españoles destruyeron más por torpeza que por intención cuando intentaron desviar el cauce del río. A 400 metros está la Huaca de la Luna, más destacada a nivel visual porque conserva murales en blanco, negro, rojo, azul y amarillo que fabricaban con los minerales cercanos. En sus relieves se aprecia el dios degollador, debajo del cual algunos turistas se posan, inclinados, dejando la cabeza a su merced pero quitándose rápido... no vaya a ser que despierte. Otros dioses, y montañas que terminan en cabezas de cóndores, serpientes, cangrejos y pescados, reflejan el culto al cielo, el agua y la fertilidad agrícola. Se dice que en la plataforma superior de las huacas hay altares con restos de guerreros sacrificados, muerte que supuestamente era considerada un honor.
CIUDAD DE BARRO El paso por las huacas es la previa para la visita al complejo de Chan Chan. Allí nos espera Lidia Ocas, una joven peruana de 28 años y guía del lugar desde hace cinco. Es temprano, pero el calor ya es molesto, y la aparente tranquilidad se esfuma al llegar algunos colectivos repletos de turistas. “Nos visitan de 80 a 400 personas por día, porque este es uno de los destinos arqueológicos más famosos de Perú, Patrimonio de la Unesco desde 1986”, dice Ocas.
Descendiente de los moches, que tuvieron que abandonar sus asentamientos por duraderas lluvias e inundaciones producidas por el fenómeno de El Niño, la cultura chimú se desarrolló a lo largo de esta costa –entre Lima y Tumbes– alrededor del siglo VII. Allí permanecieron hasta la conquista de los incas en 1470, cuando el imperio del Cusco llegó y quiso imponer como a todos sus pueblos dominados la adoración del Sol, su dios principal. Los chimús veneraban a la Luna llena, reguladora de los movimientos de las mareas, su pesca y cosechas, cuestión que generó una fuerte resistencia, ya que los costeños eran muy fuertes y Chan Chan, poderosa. Su construcción de barro, con paredes de 12 metros de alto, encerraba más de 20 kilómetros cuadrados (hoy se resguardan 14), con una única entrada. Además, el de-sarrollo hídrico de los chimú también era avanzado: habían construido un canal entre los ríos Moche y Chicama que permitía que las napas bajo la ciudad se mantuvieran altas y abastecieran a más de cien pozos. Asimismo, habían construido una represa que controlaba el caudal de los ríos, reservaba agua y evitaba las inundaciones de los campos en la actual ciudad de Trujillo. Los incas cortaron esas vías y los pozos se secaron, dejando la región estéril por años. Sin agua, hubo que negociar.
En 1991 se inició el Proyecto de Irrigación Chavimochic (siglas de los valles que compromete), y los ingenieros descubrieron que mejorando con tecnología la técnica chimú los canales se reactivarían. Días después el pozo central de Chan Chan, de una manzana, volvió a llenarse de agua después de 700 años. Al caminar hoy por esas plazas, por patios que dan a sitios de adoración y habitaciones comunes, se siente el rumor del mar producto de los altos muros, como en una enorme caja de resonancia. Se dice que cada palacio representó a uno de sus gobernantes, como Nikan, el templo “del centro” que ahora recorremos, entre mil tonos de marrón. En todos los rincones hay relieves de aves acuáticas, de la Luna y el mar. En uno de los sectores las líneas geométricas representan olas, dentro de las cuales se observan peces en su misma dirección. La pared perpendicular interrumpe con otros peces que están en dirección contraria: son las corrientes marinas opuestas de Humboldt y El Niño. Caminamos un poco más y la figura recurrente de los pelícanos regresa. Estas aves han sido –y siguen siendo– útiles para los pescadores, ya que su presencia permite saber dónde se encuentran los peces. “Al llegar los españoles, los chimú se aliaron con ellos para combatir a los incas, creyendo que así lograrían liberarse, pero lo único que consiguieron fue cambiar de tirano”, concluye nuestra guía.
A LA PLAYA Desde Chan Chan tomamos la Panamericana Norte que lleva a Huanchaco, la playa top transformada en distrito, ya con barrios propios. Los niños corren tras la pelota en la extensa arena, justo cuando el muelle romántico enciende sus faroles y las parejitas van a ver caer el sol sobre el lomo del Pacífico. Algunos barcos de totora concluyen los paseos diarios, y los remeros apuran el tranco para zafar de la ola siguiente, eludiendo las rocas redondeadas que llegan del mar hasta la orilla como en una pista de bowling. Con disimulo, esos pescadores artesanales y ahora eximios guías turísticos resisten los furiosos embates de los piedrones con el fin de sacar la nave a tomar los últimos rayos del sol, ya que si no se seca no flota, y mañana será un día perdido. En la orilla algunos se animan al baño tardío, porque pese a los cascotes frenéticos el agua es tibiecita y amable, y en la herradura central del balneario las olas llegan con timidez. Vendedores ambulantes cargados de pasteles, tortas y café nos recuerdan la feliz cercanía del hotel. Cruzamos la costanera y nos sumergimos en el jardín del Bracamonte, donde Juan Julio, su propietario, nos recuerda los tiempos en que la ciudad fue sede del gobierno nacional “con Simón Bolívar como protagonista clave”. Conseguimos un poco de yerba, y nos deleitamos en una charla con un colega chileno que está de paso. Luego cruzamos nuevamente al mar, ya con el estómago contento, a disfrutar de la feria marina, mirando cómo los pescadores arremeten hacia el gran muelle con sus barquitos de totora, ideales para los románticos que aún no llegan a Venecia.
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